martes, 2 de marzo de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (XII): Un mero testigo

Siempre tuve mis reparos a la hora de subirme a un avión. De todos modos, las ganas de ir, ver y contar siempre pesaron más. Una de las azafatas del vuelo en el que regresaba de Santo Domingo a Madrid hace unos días pedía a los pasajeros poco después de finalizar el despegue que abrochasen sus cinturones, regresaran los respaldos a su posición inicial, la vertical, y cerrasen la pequeña bandeja de los asientos delanteros. Se avecinaban turbulencias sobre el Atlántico. En estos casos sólo aseguro la hebilla de mi cinturón, pues siempre lo llevo abrochado, localizo a varias azafatas y pienso que todo va bien si ninguna de ellas rompe en un llanto histérico. Sé que puede resultar gracioso; pero les aseguro que no lo es. Al menos, no para mí.

Les cuento esto porque las turbulencias ese día fueron fuertes. El avión subía y bajaba bruscamente. A veces se zarandeaba hacia uno y otro lado para caer de nuevo como si perdiera toda la fuerza de sus motores: zasssss, pac!. Golpe seco en el estómago y continuaba el vuelo. Les aseguro que no sé cuanto tiempo pasaría hasta que todo regresó a la normalidad y el resto del pasaje pudo dormir tranquilo. En esta ocasión apenas presté atención a las turbulencias y en realidad no sé cuando la nave volvió a deslizarse con suavidad. No me percaté de apenas nada. Si acaso, que el estar metido en un avión a miles de millas de la tierra y con temporal debía parecerse a lo que se siente cuando la tierra tiembla y todo se viene abajo: impotencia y miedo al estar a merced de lo que depare la naturaleza o los motores de un avión, en este caso. Absorto e inmóvil en el asiento sólo pensaba una y otra vez en lo que estaba dejando atrás.

Durante todo el viaje revisé informes, imágenes en la cámara de fotografías y anotaciones en las arrugadas hojas de la libreta: “su marido murió”, “mirada perdida”, “responde el chico de modo amable”, “se reparten 10.000 litros se agua diarios”, “bromea y sonríe”, “se empieza a distribuir comida”, “mercados callejeros” y “haitianos colaboran con el montaje de los depósitos de agua”, entre otras. Me preguntaba de qué modo desde mi céntrica oficina de Madrid podía seguir trabajando para poder ser útil a todos aquellos con los que me crucé en los campos de desplazados, con todos los que conversé, a quienes fotografié y quienes se sentaron a mi lado para contarme su historia una semana después de que todo se volviera polvo y penuria allí en Puerto Príncipe.

Por un lado, me dije, hay que tratar que el interés de los medios en Haití no se evapore, como ocurre en otras tantas ocasiones. Acercarles las historias que los haitianos está protagonizando hoy. Las historias de aquellos haitianos que han empezado a tomar las riendas de sus vidas. Y también contarlas yo mismo. Contar lo que fue y lo que no fue tanto. Que el país más pobre de América Latina es también un lugar donde las cosas funcionan y que con la cooperación de las agencias humanitarias y de países extranjeros coordinados por las Naciones Unidas puede salir adelante, siempre y cuando su Gobierno tome con fuerzas los mandos.
Contarlo a tu familia, amigos, pareja. Y también en pequeñas conferencias a compañeros de trabajo o en eventos con más o menos audiencia. Pero contarlo. Nuestro trabajo, el de los periodistas, es tan hermoso como complicado. Viajar a lugares remotos, estar un tiempo limitado en ellos y luego contar lo que uno vio, experimentó, vivió. Es difícil. La única salida es contarlo de la manera más honrada que uno sepa. O pueda.

Quisiera cerrar esta serie de crónicas para El Periódico con esta que escribo ya desde Madrid. Y quisiera hacerlo diciéndoles que me sorprendió gratamente encontrarme decenas de mensajes de ánimo, felicitaciones y saludos en mi correo electrónico y en la página electrónica de una de las redes sociales con más movimiento hoy en día. Algunos de ellos constituyeron un pilar base de mi confianza durante los días más duros de trabajo. Gracias ahora a ustedes.

Luego, durante unos días en Barcelona. Familia y amigos preguntaban como si uno tuviera respuesta a todas las dudas, que para mi tranquilidad, nada tenían que ver con los titulares de la primera semana de emergencia. Escuchaban atentos y volvían felicitarte. “Qué coraje el tuyo, chico”, decían algunos. “Eso es entrega”, decían otros. Pero nada que ver.
Yo sólo he sido un testigo durante un mes de un episodio -uno más- desgraciadísimo de América Latina. Un mes en una respuesta que la Comunidad Internacional proyecta a diez años vista. Y lo he sido con el respaldo de una organización de la talla de Oxfam Internacional, Intermón Oxfam en España. Con el trabajo a grandes dosis que ello implica, sí, pero con la espalda cubierta en todo momento. Si me apuran, dejen sus felicitaciones a tipos como Jordi, nuestro logista; Alberto, el excelente técnico de agua, saneamiento e higiene que puso en marcha el trabajo clave de Intermón Oxfam. A ellos sí, feliciten a Jilali, Cèline, Mario, Melissa, Paco, Enzo y al resto del equipo. Ellos van a estar allí seis meses, ocho, un año. El tiempo que sea necesario para que las cosas en Haití vayan funcionando poco a poco, sacrificando días con la esposa, los hijos. Cumpleaños, cenas y abrazos.

Pero si me apuran, casi mejor feliciten a los chóferes, administrativos, auxiliares de logística. A todo el personal local de las ONG que hacen el trabajo más duro, e indispensable en muchas ocasiones. Feliciten también a todos los desplazados que aguantan estoicos y firmes en los asentamientos. A los que empiezan a ganar dinero con los programas Cash for work, a quienes arriman el hombro en los comités para organizar la vida en los asentamientos de desplazados: la distribución de agua, alimentos, kits de higiene, etcétera. Y también a los más pequeños quienes a pesar de todo no pierden las ganas de preguntar, mirar y corretear divertidos entre las carpas de los campos.

Felicítenlos a ellos mejor, por pelear duro y querer salir del hueco.