jueves, 29 de marzo de 2007

La muerte de Kevin Carter



Esta fotografía no tuvo la culpa del suicidio de Carter.
Kevin Carter, fotógrafo surafricano, fue uno de los muchos freelance que cubrieron las batallas campales en las calles de Johannesburgo (Suráfrica), durante el conflicto provocado por el Apartheid desde mediados de los años ochenta hasta los noventa.

Carter, junto a Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y Joao Silva, fue de los mejores fotoperiodistas que trabajaron en la revuelta de las diferentes facciones negras. De hecho, las arriesgadas fotografiías de los cuatro llevaron a la revista local Living a bautizarles como El club bang bang. Tanto es así, que Oosterbroek murió de un disparo mientras trabajaba.

En las postrimetrías del conflicto, Carter decidió realizar otros temas. Viajó junto a Silva a Sudán. Querían retratar el hambre. La fotografía fue tomada en la pequeña aldea de Ayod. Carter vió a una niña que intentaba caminar a gatas hasta el comedor que Naciones Unidas había levantado justo a unos cien metros de donde ella estaba. Le menguaron las fuerzas y se quedó allí, inmóvil, arrodillada y con la frente tocando la arena. Mientras Carter se acercaba a ella, un buitre aterrizó y se quedó inmóvil junto a la cría, mirándola fijamente. Comprobando si vivía aún o no. El fotógrafo disparó una y otra vez. Se acercaba, se separaba. Tomaba la imagen desde un ángulo, desde otro. Al rato se levantó y se fue, dejando allí a la pequeña y al carroñero. Explicó la historia a su compañero y volvieron a lugar de los hechos. El ave había desaparecido y la cría seguía allí. Tampoco esta vez, la acercaron al centro humanitario.

Catorce meses después, en mayo de 1994, Carter recibió el premio Pulitzer. "Es la foto más importante de mi carrera; pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña", dijo al recoger el galardón. Poco más de un mes después, Carter conectó una manguera al tubo de escape de su camioneta y lo llevó a través de una de las ventanillas al interior del vehículo. Una vez dentro, selló el cristal y encendió el motor. Murió el 27 de julio de 1994.

Pero Carter no se suicidó por la fotografía de la niña y el buitre. Si uno lee el libro El club bang bang descubre que la vida de Carter fue lo bastante convulsa como para tener ese desenlace. Se graduó en un férreo internado católico. Incio después la carrera de Farmacia, que abandonó al poco tiempo. Tanto él, como el resto del malogrado club eran asiduos a la cocaína y a toda clases de barbitúricos mezclados con cerveza. Los cambios de humor y animosidad de Carter eran una auténtica montaña rusa. Depresivo, un día engulló un mejunje hecho a base de aspirinas, somníferos y veneno para ratas. No obstante, sobrevivió.

Sus fracasos sentimentales le llevaron a volcarse en su trabajo. En él comprobó que era capaz de ser, si quería, el mejor en el fotoperiodismo de aquel momento; pero también el peor. Fotografías espléndidas se alternaban con descuidos imperdonables hasta en un principiante como extraviar los rollos de las instántaneas del día o quedarse dormido tras una noche de juerga y perderse una entrevista de trabajo.
El premio Pulitzer llegó de la mano de la muerte de Oosterbroek, su mejor amigo. Apenas con unos días de diferencia. Fue sólo la gota que colmó el vaso. Carter no fue un mártir del periodismo. Fue un mediocre y un tarado. Nadie en su sano juicio se toma veinte minutos para realizar una fotografía que no entraña difultad alguna: 35mm, la niña en foco y el buitre no, f11, por la terrible luminosidad de áfrica, 1/125 en el obturador y ciao, muy buenas. Cuestión de diez segundos.
Luego, aunque los periodistas no sean enfermeras, ni cooperantes, se mete uno en cuadro inevitablemente. Porque a veces hay que dejar la cámara o la grabadora a un lado e implicarse. Hay que ser muy hijo de puta o muy inconsciente para pensar que por el sólo hecho de estar por detrás de un objetivo uno se vuelve inmune e insensible -todo un profesional, dice algún imbécil- a toda la porquería infame que nos rodea. Un hijo de la gran puta.

martes, 27 de marzo de 2007

El ganador


Gibrilla Bamba es nadador profesional. Participó, pese a su edad tardía para ello, en el recién culminado mundial de natación de Melbourne (Australia) representando a su país: Sierra Leona.
Bamba cubrió ayer los cincuenta metros braza.

Imaginen la escena. Pabellón hasta la bandera y el sierraleonés, que a duras penas ha podido entrenar en su país por falta de instalaciones, achantado hasta las cachas. Aún así, ajusta su gorro, abrocha su albornoz y camina hacia su carril. Se despoja del batín, coloca sus gafas blancas sobre sus ojos y sube a la plataforma de salida. La da tiempo a levantar la cabeza. Observa las gradas y sonríe nervioso. Luego, el pistoletazo de salida.

El resto lo pueden imaginar sin demasiado esfuerzo. Además, ayuda la instantánea. Las primeras brazadas van bien. Ha salido el último a la superficie y, a la segunda, el resto de competidores le llevan más de un cuerpo de ventaja; pero no se apura. Conoce sus limitaciones y sabe que su objetivo nada tiene que ver con el de esos jóvenes de veintidós o veintitrés años que nadan rápido en los otros carriles. Cuando él tenía esa edad, en su país, la gente moría a machetazos a manos de críos de doce años; pero eso es otra historia.

A mitad de piscina, casi todos los participantes han llegado al fin de la carrera. A Bamba le empieza a faltar el aire y una quemazón se apodera de su pecho. Sus movimientos se vuelven torpes, sus piernas se cruzan involuntariamente y en una de las zambullidas que caracterizan a esa modalidad, sus manos topan sin querer con las gafas que caen hasta la mitad de su rostro. Bamba no se desconcierta. El juez que atestigua la llegada está cada vez más cerca.

Recuerda como ha entrenado en ciénagas y en playas de la costa de su país. Como se ha levantado temprano para correr por caminos de tierra que devenían en lodazales en la estación de lluvia. Cae en la cuenta de que con lo que cuesta su pequeño bañador y sus gafas pueden comer varias semanas, en su tierra, él y su familia. Un atisbo de rabia hace presencia en su cabeza cuando, en una de las inmersiones, se le aparece la cara de incredulidad de muchos de los organizadores y vuelve a escuchar, en el silencio de la piscina, aquella broma solapada que dos nadadores se hicieron antes en los pasillos de los vestuarios. Pero no importa ya. Después de 55,11 segundos ha llegado al otro lado de esa piscina infinita. El primero lo ha hecho más de 25 segundos antes.

Bamba agarra sin fuerzas el borde la piscina. Arranca las gafas de goma, aspira hondo y mira el marcador: 55,11 segundos. Mira las gradas. El público, a esas alturas, sólo está pendiente del ganador. El africano toma impulso para salir del agua. Le fallan las fuerzas y debe ayudarse con las rodillas. Ya en tierra firme, arrodillado y con la cabeza baja vuelve a sonreír. Esta vez es una amplia sonrisa la que se dibuja en su rostro. Afirma con la cabeza y murmura algo. Se incorpora y mientras se vuelve a poner el albornoz se dirige a la zona de vestuarios con la mirada perdida y la sonrisa imborrable. Él, hoy, también ha ganado.

lunes, 26 de marzo de 2007

Walker se ha hecho cristiano

Llegamos a Camboya con la misión de conocer algunas historias de niños víctimas de abusos sexuales, y viajamos también con el propósito de entrevistar a algunos de los pederastas extranjeros que cumplen condena en la cárcel de Phnom Penh. Teníamos 30 días: muchísimo tiempo en términos de la inefable vertiginosidad que mueve al periodismo, poquísimo para llegar apenas a intentar echar un poco de luz a algo tan oscuro y complejo.

Mentiría si dijese que fui distendido, mentiría si dijese que no me sentí asustado. Era un reto hablar con los niños, ¡siempre es un reto hablar con ellos!, era un reto hablar con los pederastas. Recuerdo que en medio del barullo de la capital, todo el tiempo venían a mi cabeza las palabras que Chema Caballero había compartido con nosotros en Sierra Leona: hablar cura, pero no hay nada más difícil que hablar de ese tipo de abusos, que como un zumbido persiguen y marcan toda la vida de una persona, haya nacido en Freetown, en Phnom Penh o en Berlín.

Rorse es un niño que vive en una villa a las afueras de la ciudad, a unos 35 kilómetros, desde que una constructora forzó a su familia y a otras tantas a marcharse de la capital. Viven como pueden en medio de la nada: no hay árboles, no hay agua, no hay animales. Los padres no tienen trabajo y Rorse se gana unos rieles lustrando los zapatos de los turistas en Phnom Penh y vendiendo el fuego que enciende los inciensos de los devotos que llenan los templos budistas durante las fiestas religiosas.

Me cuenta que gran parte del dinero que gana al día (con suerte, unos tres dólares) se lo gasta en transporte, pero no hay alternativa; desde su metro de estatura -puede que tenga once años e incluso menos, es consciente de que si no viaja hasta la ciudad no hay ningún ingreso en la familia y no hay comida. Es muy tímido, sus ojos son enormes y tiene el hablar suave y pausado como la mayoría de los niños que conocimos. Explica que a la escuela va cuando encuentra tiempo y que le encanta jugar a la pelota con los amigos.

Las calles de Phnom Penh están llenas de niños como Rorse, ocupados de su propia supervivencia. El parque de diversiones New Garden, por ejemplo, es un punto clave para sacarse unos rieles, allí a diario acuden un montón de camboyanos y extranjeros a pasar el rato y los niños aprovechan para lustrar zapatos o vende rmangos.

Algún día del año 2005 hasta New Garden llegó el australiano Damien Walker, de 27 años, y convenció a Rorse para llevarlo a su apartamento de la capital. Lo llevó a Rorse y a cinco niños más, de los que abusó sexualmente en reiteradas ocasiones. Por ese delito hoy cumple una condena de diez años en la principal cárcel de Phnom Penh, donde comparte una celda de cuatro por cuatro con 14 personas más.

Se nota que Walker es profesor de inglés. Habla claro. De sus labios secos e hinchados salen palabras tremendamente firmes. Mira directamente a los ojos. Estoy mal, tengo una enfermedad, me dijo. Es muy difícil explicar lo que me ocurre. Recuerdo que el tiempo pasaba, yo crecía y sentía una enorme atracción por los niños. Estaba preocupado pero no me atrevía a hablarlo con nadie. Si hubiese hablado con alguien me hubiera quedado al margen de la sociedad. Australia era la muerte para mí.

Walker se ha hecho cristiano. Eso me está ayudando a vivir mejor. A la pregunta de si siente arrepentimiento de algo de lo ocurrido, responde categórico: sólo me arrepiento de no haber hablado con mi familia a tiempo, porque ahora estoy seguro de que me hubieran ayudado.

Camboya sigue siendo uno de los principales destinos asiáticos para los pederastas. Factores como la corrupción, la ignorancia, la pobreza y la impunidad juegan a su favor. Walker es un caso, pero los hay más organizados, redes poderosísimas cuyos millones de dólares muchas veces compran el silencio de las autoridades y hace que la jueces miren para otro lado.
Rorse ahí sigue en su lucha diaria, lustrando zapatos, sobreviviendo.

Desde Phnom Pehn (Camboya), José Gabriel Díaz

jueves, 22 de marzo de 2007

Gilipollas de remate

El jueves emitieron, en un matinal radiofónico, un reportaje sobre el uso de la lengua. Uno de los responsables de la Fundación Español Urgente afirmaba que para dominar un idioma o, al menos, para defenderse con él cuando uno viaja, si es que viaja, claro, basta conocer y diferenciar sin vacilar un millar de palabras.

A renglón seguido y con mucha sorna hacía referencia a los chicos que emplean expresiones como "qué fuerte", "cómo mola" o "qué palo me da ir ahora a currar". Es decir, la inmensa mayoría de personas ubicadas en la horquilla que va de los once a la treintena. Éstos, decía, "no tienen en su vocabulario más de 600 palabras, y con eso, una persona es incapaz de alcanzar un pensamiento abstracto".

El estado de la juventud en mi país es deplorable. Yo no llego a la treintena, así que no vayan a creer, ¡oiga!. Pero es que uno anda por la calle y los escucha hablar con esa desidia y de esas memeces que le dan ganas de envejecer diez años para que no le confundan con el enemigo.

A estas alturas, ya no me creo milongas sobre padres permisivos y consolas absorbentes. No fastidien, por favor, yo también tuve trece años. ¿Dónde pasan la mayor parte del tiempo los chavales hoy en día? Pues ahí está el problema. En las aulas. En la educación sesgada y fragmentada. En las absurdas y endebles reformas educativas con las que los sucesivos gobiernos de este país han dejado huerfanos de literatura e historia a los que se encargarán de manejar este tinglado el día de mañana. Si así nos va ahora... Charlen media horita, no más, con cualquier barbilampiño del norte de Europa y entenderán de lo que hablo.

Para muestra de este desfalco cultural, un botón. Hace unos días me quedé boquiabierto frente al televisor y con cara de memo (me sucede mucho últimamente cuando prendo la caja tonta). "El Ministerio de Educación suprime el cero en los exámenes; aunque el alumno lo entregue en blanco..." decía la noticia. Las razones que esgrimían eran varías: "así el chico no se desanima", "es una forma menos ofensiva de evaluar" y postulados por el estilo. El mundo de algodón que les estamos construyendo a nuestros vástagos, pensé. Así, qué coño, como no van a salirnos gilipollas de remate.

martes, 13 de marzo de 2007

Desde Phnom Penh

A Van Nath la pintura le salvó la vida.
Cuando era muy jovencito, tendría menos de 20, pintaba retratos y paisajes y los carteles que daban la bienvenida al rey camboyano, Sihanouk. Entonces vivía con su familia que cultivaba la tierra en la provincia de Battambang. Nath llevaba poco tiempo casado cuando el dictador Pol Pot tomó el poder, en 1975, y Camboya se convirtió en un gran campo de trabajos forzados; las ciudades fueron vaciadas y todo enemigo del régimen arrestado y liquidado.

A uno de los centros de detención y tortura, el S 21 (antes una escuela de secundaria) fue trasladado el pintor y campesino Van Nath; durante días y noches, meses, fue sometido a todo tipo de torturas físicas. Los guardias, que tenían menos de 15 años, no hacían concesiones. Querían que confesara, pero no había nada que confesar. 14.000 personas fueron torturadas y asesinadas en esa cárcel, la S-21, hoy museo del genocidio. Mujeres y niños, campesinos, obreros, cientificos, maestros, políticos...la lista es muy larga. Nath se salvó porque el régimen decidió hacer una excepción: sus líderes necesitaban ser inmortales, ser retratados.

Un día, le quitaron las cadenas y le dieron de comer y le permitieron ducharse, y le pidieron que copiara una foto, la de Pol Pot, hasta ese momento un ser completamente desconocido para Van Nath. Sin fuerzas, con el alma arruinada, lo consiguió y se salvó.

Más adelante, cuando recuperó la libertad, en 1979, pintó el horror y colgó sus cuadros en el museo del genocidio de Phnom Penh. Sólo seis personas salieron con vida. Cuenta que en más de una ocasión se encontró con algunos de los verdugos, dice que los miró a los ojos y les preguntó por qué razón fueron capaces de cometer aquellos crímenes. "Qué hacían con los ninos?" le dijo
a uno de ellos, "los matábamos a todos, era la orden".

Hoy Van Nath tiene un restaurante y sigue pintando.
Sonríe y se le iluminan los ojos cuando cuenta que uno de sus hijos también es artista. Y no se explica cómo los responsables de los crímenes cometidos bajo órdenes de Pol Pot pueden pasearse tranquilos en sus pueblos. No entiende cómo Pol Pot murió sin arrepentirse de nada sin tener que dar explicaciones. Camboya es un regadero de fosas comunes, hay miles, miles; de acuerdo con algunas cifras, alrededor de 2 millones de personas fueron asesinadas entre 1975-1979. Hay otras que dicen que fueron 3 millones.

Con todo esto, consideré normal que mi grabadora dejara de funcionar durante nuestro encuentro con Van Nath; que el aire acondicionado comenzara a gotear de forma intempestiva y que el flash del fotógrafo se estropeara sin motivo aparente. Entonces me acordé del sabio Fernando Fernán Gomez, y pensé: A la mierda la grabadora digital de los cojones, a la mierda el jodido aire acondicionado y el flash de ultramoderna cámara fotográfica.

Desde Phnom Penh (Camboya), Jose Gabriel Díaz.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Gabo

Gabriel García Márquez, Gabo. El maestro.

Leí Cien años de soledad hace ya unos cuantos años. Entonces, con apenas diecinueve o veinte, pensé que ese tipo era el mejor prosista del mundo, que nadie contaba las cosas como él y, sobre todo, que absolutamente nadie era capaz de inventarse un país como Macondo o una estirpe como los Buendía. Desde entonces, me turba como el primer día escuchar el nombre de Amaranta. Más tarde, con veintiséis, en mi segundo viaje a Colombia, confirmé las sospechas del primero, con veinticinco.

Recorría la costa caribe de ese país acompañado de mi Amaranta de carne y hueso y con El amor en los tiempos del cólera bajo el brazo. Lo prefiero al otro. Descubrí entonces que Gabo no era tan bueno como pensaba; aunque seguía siendo el mejor, ¡qué carajo!. Descubrí que Macondo podría ser perfectamente Aracatama o Riohacha y que estirpes tan absurdas como geniales como los Buendía son las que abundan en esos pueblos costeños.

El realismo mágico de Márquez se nutre a partes casi iguales de su genialidad como escritor e inventor de universos paralelos y de las historias que sirve en bandeja el lugar más maravilloso y bello del mundo: Colombia. Lo que deje de ocurrir allí, les aseguro que no puede pasar en otro lugar.