Esta fotografía no tuvo la culpa del suicidio de Carter.
Kevin Carter, fotógrafo surafricano, fue uno de los muchos freelance que cubrieron las batallas campales en las calles de Johannesburgo (Suráfrica), durante el conflicto provocado por el Apartheid desde mediados de los años ochenta hasta los noventa.
Carter, junto a Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y Joao Silva, fue de los mejores fotoperiodistas que trabajaron en la revuelta de las diferentes facciones negras. De hecho, las arriesgadas fotografiías de los cuatro llevaron a la revista local Living a bautizarles como El club bang bang. Tanto es así, que Oosterbroek murió de un disparo mientras trabajaba.
En las postrimetrías del conflicto, Carter decidió realizar otros temas. Viajó junto a Silva a Sudán. Querían retratar el hambre. La fotografía fue tomada en la pequeña aldea de Ayod. Carter vió a una niña que intentaba caminar a gatas hasta el comedor que Naciones Unidas había levantado justo a unos cien metros de donde ella estaba. Le menguaron las fuerzas y se quedó allí, inmóvil, arrodillada y con la frente tocando la arena. Mientras Carter se acercaba a ella, un buitre aterrizó y se quedó inmóvil junto a la cría, mirándola fijamente. Comprobando si vivía aún o no. El fotógrafo disparó una y otra vez. Se acercaba, se separaba. Tomaba la imagen desde un ángulo, desde otro. Al rato se levantó y se fue, dejando allí a la pequeña y al carroñero. Explicó la historia a su compañero y volvieron a lugar de los hechos. El ave había desaparecido y la cría seguía allí. Tampoco esta vez, la acercaron al centro humanitario.
Catorce meses después, en mayo de 1994, Carter recibió el premio Pulitzer. "Es la foto más importante de mi carrera; pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña", dijo al recoger el galardón. Poco más de un mes después, Carter conectó una manguera al tubo de escape de su camioneta y lo llevó a través de una de las ventanillas al interior del vehículo. Una vez dentro, selló el cristal y encendió el motor. Murió el 27 de julio de 1994.
Pero Carter no se suicidó por la fotografía de la niña y el buitre. Si uno lee el libro El club bang bang descubre que la vida de Carter fue lo bastante convulsa como para tener ese desenlace. Se graduó en un férreo internado católico. Incio después la carrera de Farmacia, que abandonó al poco tiempo. Tanto él, como el resto del malogrado club eran asiduos a la cocaína y a toda clases de barbitúricos mezclados con cerveza. Los cambios de humor y animosidad de Carter eran una auténtica montaña rusa. Depresivo, un día engulló un mejunje hecho a base de aspirinas, somníferos y veneno para ratas. No obstante, sobrevivió.
Sus fracasos sentimentales le llevaron a volcarse en su trabajo. En él comprobó que era capaz de ser, si quería, el mejor en el fotoperiodismo de aquel momento; pero también el peor. Fotografías espléndidas se alternaban con descuidos imperdonables hasta en un principiante como extraviar los rollos de las instántaneas del día o quedarse dormido tras una noche de juerga y perderse una entrevista de trabajo.
El premio Pulitzer llegó de la mano de la muerte de Oosterbroek, su mejor amigo. Apenas con unos días de diferencia. Fue sólo la gota que colmó el vaso. Carter no fue un mártir del periodismo. Fue un mediocre y un tarado. Nadie en su sano juicio se toma veinte minutos para realizar una fotografía que no entraña difultad alguna: 35mm, la niña en foco y el buitre no, f11, por la terrible luminosidad de áfrica, 1/125 en el obturador y ciao, muy buenas. Cuestión de diez segundos.
Luego, aunque los periodistas no sean enfermeras, ni cooperantes, se mete uno en cuadro inevitablemente. Porque a veces hay que dejar la cámara o la grabadora a un lado e implicarse. Hay que ser muy hijo de puta o muy inconsciente para pensar que por el sólo hecho de estar por detrás de un objetivo uno se vuelve inmune e insensible -todo un profesional, dice algún imbécil- a toda la porquería infame que nos rodea. Un hijo de la gran puta.