sábado, 19 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (y XVI): Aunque no les importe demasiado (y II)

El post anterior no es más que una mera licencia que me he permitido tomar. Es pura anécdota, episodios sin importancia que pueden suceder en cualquier viaje, escenas que uno recordará siempre y cuya única función es arrancar alguna que otra sonrisa. Pero esto es un blog y los que lo visitan son por lo general pocos, amigos y familia, así que creo que la entrada, a pesar de su ínfima relevancia informativa, tiene cabida.

Sí es cierto que la República Democrática del Congo es el lugar más complicado en el que he trabajado. Nada aquí es puro trámite, todo es lento, difícil y caro. Siempre es necesario un plan B, otro C y hasta uno D. El contratiempo es rutina, la desgana deporte nacional y los tiempos mucho más dilatados que en el resto de África. Al menos, que en los países que conozco, entre ellos Sierra Leona. El contexto es especialmente hostil para el trabajo de periodista, más de lo esperado y calculado. Siempre se carece de uno de los permisos necesarios o siempre hace falta unos pocos francos de más, nunca es posible reportar sin antes informar a un departamento gubernamental más, el alquiler de un 4X4 son 100 dólares al día; pero hay que llenar el depósito, 40 dólares, y pagar al conductor, 20 más, que no va a llevarte a ningún lugar más allá de las cinco de la tarde porque empieza a anochecer y “dicen que por esta zona hay mucha guerrilla”. Es duro, sí, pero esto es África y no podría ser de otro modo.

El escenario más complicado en el que he trabajado, les repito; pero el más apasionante. El más complejo, el más interesante, el que más retos ha supuesto y del que me llevo más historias recogidas en el cuaderno. El trabajo duro y peligroso de los mineros de los Kivu congoleños, a menudo aún niños, jugándose el pellejo en las minas, a 70 metros bajo tierra, sin sujeciones, sin estructura que evite un derrumbe, ganando unos pocos francos al día para que sean otros los que ganen de verdad. El gobierno ruandés, por ejemplo, la guerrilla del FDLR, militares congoleños convertidos en tiranos corruptos y alcaldes de zonas mineras que envían minerales a la frontera ruandesa a través del lago Kivu, evitando tasas e impuestos y llenando su bolsillo.

El valor, o quizá el hastío, de aquellos que están ahora abandonando los campos de desplazados donde han malvivido los últimos años para regresar a sus poblados, a pesar de que los combates entre las Fuerzas Armadas de la RDC y el Frente Democrático para la Liberación de Ruanda siguen provocando dramas en los que los protagonistas son campesinos muertos, mujeres violadas e infancias maltrechas. Regresan y saben que deberán dormir en el bosque para que no los maten cuando entren a saquear sus casas, independientemente de quien las saquee, guerrilla o ejército.

O la pátina de indeleble tristeza y confusión en los ojos de Sifa, de 18 años, cuando me contaba como fue secuestrada por un batallón del FDLR y convertida en esclava sexual. Como la liberaron dos semanas después, tras ser violadas por “muchos hombres diferentes, un día uno, otro día otro…” Como emprendió la huida, escondida cuando los disparos sonaban cerca y corriendo hacia ningún lugar cuando éstos cesaban. Y como se topó poco después con otro frente del FDLR que la volvió a secuestrar, que la volvió a violar y que la ataron como a un animal para tirar de ella en las marchas más duras, cuando las FARDC les pisaban los talones y las balas silbaban cerca.

Sifa que te dice que pese a todo, lo único que le preocupa es poder seguir estudiando, que de ninguna manera puede quedarse sólo en secundaria. Pero claro, que no puede hacerlo si no encuentra a su abuela -ojalá siga viva- que es la única que puede hacerse cargo del pequeño que Sifa lleva en el vientre, fruto de una de esas violaciones y que está a punto de nacer.

Releo, releemos -creo que puedo hablar por los dos-, estas páginas de papel o mentales y sé regresaríamos sin dudarlo si volviéramos un mes atrás. A pesar de lo duro, de las fiebres, de los dolores de huesos y de los escalofríos… Al fin y al cabo, nuestro billete tiene la vuelta fijada.

Tomaríamos de nuevo ese avión a pesar de que nadie nos haya encargado el reportaje, a pesar de que sabemos que en las páginas de los dominicales ceden más espacio hoy a moda y ocio que a periodismo, a pesar de que lo invertido sea el triple de lo que nos ingresen en las cuentas del banco, si es que hay ingreso. Pisaríamos Goma sin dudarlo a pesar de que la situación de todos aquellos con los que nos hemos cruzamos en este corto mes nada vaya a cambiar, a pesar de que sólo unos pocos valoren el esfuerzo y a casi nadie -jefes de redacción incluidos- les importe demasiado el conflicto en el este del Congo, la violación, no ya como arma de guerra, sino como algo cotidiano o las personas a quienes les han quemado la casa y su vida.

Volveríamos porque este es nuestro modo de pelear, nuestro pequeño cuadrado en este infame y gran tablero de ajedrez. Porque lo único que nos mueve el piso es estar allí donde suceden las cosas, en las páginas de Internacional de la época que nos tocó vivir. Regresaríamos, sí. Y también porque alguien tiene que contar la historia de Sifa. Y eso, contar historias, es lo único que sabemos hacer.

Ivancho en el Congo (XV): Aunque no les importe demasiado (I)

El viaje termina y podría resumirlo perfectamente robándole a J.D. Salinger una de sus frases, o mejor dicho, robándosela a uno de sus personajes, a Holden Caulfield: el Congo me deja sin habla.
El Congo nos ha dejado sin habla (y todo eso) cuando no nos han aceptado los dólares fechados antes de 2000 (temían que fueran falsos), cuando nos han vuelto a rechazar dólares posteriores a 2000 debido a una imperceptible doblez o un pequeño orificio o grieta en una de sus esquinas, cuando, a su vez, nos han dado el cambio en francos congoleños que de pura mugre no veíamos de qué importe eran y que de no ser por el celo hubieran caído hecho pedazos sobre el mostrador. Cuando un café con leche ha tardado en llegar 40 minutos a la mesa y cuando ha llegado ha sido en forma de jarra con agua hirviendo, sobre de café soluble y tarro de leche en polvo.

También cuando a pesar de que aquí el gobierno es inexistente y cuando es, es pura corrupción, nos hemos visto obligados a proporcionar nuestros nombres, direcciones en España, lugares de trabajo, edades, nacionalidades… en dos departamentos de inteligencia, dos delegaciones del Ministerio de Información y una División de Minas para que fueran apuntados a lápiz y en un cuaderno de colegio con el fin de que pudiéramos trabajar como periodistas en Congo, previo pago, evidentemente, de 740 euros entre los dos (tenemos permisos para empapelar todas y cada una de las sedes de los lugares citados).

Sin habla nos hemos quedado al descubrir en un país donde nada funciona y donde cada cual campa a sus anchas, para ir de Kivu norte a Kivu sur, o viceversa, hay que pasar por un control de inmigración, mostrar pasaportes, permisos, reserva de hotel, nombre de soltera de tu madre, etcétera... Igual que si les pidieran el pasaporte al llegar al aeropuerto de Bilbao llegando de Madrid, aunque quizá eso pronto no sea del todo descabellado.

Pero mi escena favorita, con la que enmudezco solamente mentarla, sucedió en la misión Don Bosco de los Padres Salesianos en Goma. Domingo, once de la mañana, salón comedor y sala de televisión. Guillem y el que les escribe sentados en un viejo sofá de tela y madera atentos a las noticias de la CNN y comiendo cacahuetes. Llegan los religiosos: el director de la misión, unos 45 años; el cura más veterano, alrededor de los 60; dos jóvenes seminaristas, y la chica de la cocina y su novio. Estos últimos vestidos de domingo. Impecables y horteras.

No sé como sucedió; pero empezaron a servir cerveza -la hora del vermú, pensamos- y se apoderaron del mando a distancia del televisor sin que ninguno de los dos nos percatáramos. Así que sin entender aún cómo, acabamos con los curas de cerveceo en la misión y, por decisión unánime de la curia pontificia, viendo de principio a fin el campeonato europeo de gimnasia rítmica. Saquen ustedes las conclusiones que quieran sobre la programación televisiva del clero, yo sólo les diré que a mi Bulgaria me dejó sin habla.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (XIV): Cartelera de Bulengo


Como ya expliqué unas cuantas entradas más abajo, en los campos de desplazados de Goma hemos encontrado casi cualquier cosa, incluso un cine, un cine Congo's style, claro.
En la imagen, el Cinevideo Djrona. Dos de las películas que proyectan son Jacki Kunfu y Mafia Ninja, desconocemos el director. Si se fijan, pueden ver afuera el generador que mantiene con energía el proyector y, si afinan más la vista, los cables empalmados y sin la cubierta de goma con los que cualquiera puede tropezar. Repito, Congo's style.

Ivancho en el Congo (XIV): Crónica de un regreso

Junto al tronco de uno de los árboles de la entrada al campo de desplazados de Bulengo, a las afueras de Goma, se apilan varías garrafas de agua amarillas y vacías, una pequeña banqueta de madera, una radio de onda corta, una maleta de tela mugrienta con cuadros escoceses rojos y azules, una puerta fabricada con el metal de las latas de aceite vegetal enviadas por la agencia estadounidense USAID y el palo de un paraguas reconvertido en bastón.

Los enseres aguardan a alguno de los desplazados que preparan su vuelta a casa o la ida al campo de Mugunga III. No todos se atreven a regresar de donde huyeron aterrorizados por los hombres del general Nkunda, “detenido” ahora en Ruanda y recibiendo tratamiento contra el VIH, o por la sanguinaria guerrilla del FDLR.

El campo de desplazados de Bulengo es probable que se haya desmantelado del todo cuando este artículo vea la luz. Hace unos días quedaban tan sólo unas pocas tiendas en pie, desperdigadas entre cenizas aún humeantes y plásticos de colores sucios y rotos. Y la mayoría de personas que vivían allí habían salido ya hacia sus hogares o estaban en ello.

A lo largo del camino que lleva a una de las carreteras principales de la ciudad se suceden mujeres, ancianos, niños y algún que otro hombre con enormes hatos a cuestas en los que llevan mantas, ropa, maderas, cubos, plásticos y lonas del ACNUR. Retales de dos años de vida en tierra de nadie, sin modo de ganarse la vida, sin nada que llevarse a la boca y con las pocas esperanzas de todo ello hechas trizas.

“Me voy. Regreso a mi pueblo, Rugari, en Rutshuru, porque no quiero morirme de hambre en este campo. Ni yo ni mi marido ni mis siete hijos”, dice Esperance Batyakulere. “Sé que la situación no es segura, que siguen habiendo enfrentamientos y que las milicias siguen allí saqueando y violando. ¿Pero qué quiere que haga? Tenemos hambre y aquí no hay qué cultivar. Prefiero estar en Rugari, aunque tengamos que dormir en el bosque para evitar estar en casa si la saquean al anochecer. Prefiero eso que seguir viviendo en este campo”, añade mientras ata concienzudamente una gruesa pila de ramas de un metro y medio de largo con un pedazo de tela. “La ida será larga. Mi pueblo está a 40 kilómetros y tenemos que ir a pie, el camino nos llevará al menos dos días”, explica. Y mejor llevar la leña a cuestas que salir a buscarla monte adentro. Esa es la situación donde se dan gran parte de las violaciones a mujeres.

Un grupo de niñas de no más de seis o siete años ríen divertidas de la ocurrencia de una de ellas. Todas cargan un pequeño bidón naranja repleto de agua. Lo llevan sujeto con una tira de tela, los dos extremos de ésta atados al asa de la garrafa y la parte central apoyada en la frente. De ese modo reparten el peso entre la cabeza y el cuello y la parte baja de la espalda donde descansa la garrafa.

Boniface Tegemaso, de 52 años, tiene aspecto de profesor universitario de literatura. Luce una perilla cana bien recortada, una camisa blanca a cuadros impoluta y unos vaqueros limpios y desgastados hasta la saciedad. Habla pausado, con un inglés casi perfecto y con la mirada cansada. “Llevo aquí demasiado tiempo. Tanto mi mujer y yo sabemos que la situación en Masisi no es segura, que la guerra continúa en esa zona, pero allí está nuestro hogar, nuestros campos que cultivar… aquí no tenemos nada. La vida es muy complicada sin trabajo, sin nada y con un dolor inmenso en el corazón… ¡Es que somos desplazados!”, lamenta.

Pero no todos regresan a casa. Un buen puñado de ellos va a ser transferido al campo de Mugunga III en dos viejos camiones militares propiedad del ACNUR. Reconvertidos por la agencia en vehículos de carga. Una cincuentena de personas se agolpa junto a sus remolque. La mayoría de ellas porta una pulsera blanca de identificación. Esperan a que se les llame para subir a los vehículos, mientras reordenan nerviosos sus pocas pertenencias: cubos, ropas, maderas… Todo marcado con una etiqueta blanca y un número rojo. Un crío rompe el murmullo jugueteando con un gallo al que lleva atado de una de sus patas con un cordel rojo.

De los seis campos abiertos alrededor de Goma, tan sólo el de Mugunga III se prevé que quede en pie. Y eso sucederá esta misma semana. Los responsables de la MONUC, la misión militar de Naciones Unidas en Congo, se jacta de ello. La ofensiva conjunta con las corruptas Fuerzas Armadas de la RDC (pues sus soldados son los mayores perpetradores de violaciones, agresiones sexuales y saqueos del país, según HRW) contra la guerrilla ruandesa del FDLR ha propiciado que 300.000 desplazados (retornados, les llaman) regresen a sus casas, dicen.

Retornados como Boniface o Esperance que vuelven no porque sus poblados sean hoy más seguros tras el inicio de la operación Kimia II (kimia significa paz en swahili), sino porque simplemente tienen hambre. “Además, lo que no cuentan en la MONUC es que si bien es cierto que hay 300.000 retornados y que los campos en Goma están cerrando, desde enero, desde el inicio de la ofensiva militar, ha habido 800.000 desplazados más en el este de Congo. Y eso son cifras de OCHA, de la Agencia de Naciones Unidas para los Asuntos Humanitarios…”, señalan desde las altas esferas de la ONG internacional Oxfam.

Y es que como apuntaba un cooperante español recientemente, “la situación dentro de Naciones Unidas es esperpéntica. Mientras la MONUC apoya a ejército congoleño, OCHA recoge los destrozos”.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (XIII): La manera más estúpida de morirse



El primer consejo que nos dieron al llegar hace ahora casi un mes a Goma fue: “si estáis en un bar y veis entrar a un soldado borracho, corred.” El consejo venía de uno de los responsables de prensa del ACNUR, así que, a pesar de ser un periodista, me pareció un consejo útil. “El año pasado me vi de bruces en el suelo mientras un militar se dedicaba a tirotear el techo de este mismo local”, añadió. Justo dos días después en un garito llamado Doga, tomando un café e intentando enganchar la línea wi-fi, nos topamos con un milico de cerveza hasta las cejas que nos reclamó varios billetes de dólar. “Vengo de la guerra”, decía el cabrón, mamado sin remedio. No portaba arma, quizá la había perdido, el muy imbécil, tres bares más allá, así que la cosa no pasó a mayores.

El caso es que les podría decir que lo que más he temido en este viaje (en pocos días se acaba) ha sido (episodio del bastión del FDLR aparte) cruzarse con un grupo de soldados con boina y gafas oscuras. Les podría decir que prefiero toparme con un frente de la guerrilla ruandesa en pleno monte al anochecer que con uno de estos tipos borrachos jugando con su AK-47. Quizá porque están mal entrenados y son indisciplinados hasta la médula, porque no cobran y cuando lo hacen no ingresan más de 30 dólares mensuales, etcétera. Eso explica muchas cosas.
Les podría decir todo eso, pero les mentiría. Pues lo que de verdad me tiene atemorizado hasta el tuétano son las temibles “moto taxi”. Motocicletas de 125 centímetros cúbicos de fabricación india, chasis plástico y multicolor y de estabilidad nula. Los taxistas suelen ser muchachos jóvenes, sin licencia -“es más barato pagar la mordida al poli”, le decían a Guillem hoy- y sin idea de conducir, ya saben, un taxista al uso.

Las avenidas de Goma tienen un carril sentido ida, uno sentido vuelta y un tercero, el carril multi sentido. Justo entre el de ida y el de vuelta. En ese convergen sobre todo motos, bicicletas y algún peatón despistado y cargado de sacos de grano o bidones amarillos llenos de agua. Además, el taxista de las moto taxi tiene especial tendencia a tomar ese carril deviniendo todo en un zigzagueo permanente con el fin de evitar llevarse por delante a otra moto, a una bicicleta o al bendito peatón. Todo eso sin casco y a la máxima velocidad posible. A los cabrones les va la marcha.

El moto taxista también es propenso a invertir el orden del acelerón y el frenazo. Es decir, uno va detrás, de paquete, a 70 kilómetros por hora, con lluvia, sin casco y de noche (que ya hay que ser estúpido) y mira acongojado sobre el hombro del conductor para ver como un mono volumen accede al arcén mojado, ves también que te separan diez metros del vehículo y sientes el acelerón espontáneo del piloto previo pitido del claxon. A eso también son propensos estos tipos. Lo mismo ocurre cuando un peatón cruza la carretera.

Guillem y el que les escribe nos vemos obligados a tomar una media de cuatro veces al día este modo de transporte. Así que hemos conseguido relativizar el peligro… y el valor de nuestro propio pellejo. Me explico, al principio apretábamos fuerte las piernas contra el chasis de la moto a cada giro de manillar, mientras camiones y 4X4 pasaban veloces a pocos centímetros de nuestras rodillas. Nos asíamos con toda nuestra alma a las agarraderas de la parte trasera de la moto cuando ésta se tambaleaba a cada profundo socavón de las calles de Goma, cerrando los ojos y esperando estamparte a un poste de una farola fundida o una caseta de recargas de teléfonos móviles de chapa oxidada, no sería el primero en palmar de esa infección aquí este mes. El caso es que ahora todo eso, ese peligro, es relativo. Si nos chocamos con otra moto, pensamos, todo bien. Los vehículos están en igualdad de condiciones y en cuanto a los que vamos montados en ellos, creo que Guillem y yo llevamos las de ganar en el impacto. Ellos son bastante flaquitos y poca cosa.

Si el golpe es contra un automóvil, la cosa no puede ir más allá de unas magulladuras, los socavones no dan lugar a que suela circularse a una velocidad demasiado elevada. Así que, si uno está alerta y tiene reflejos, puede salvar la dentadura sin demasiados problemas. Si el otro implicado en el siniestro es un 4X4... Esa posibilidad la descartamos, suelen ser de ONG internacionales y tenemos fe que el que va al volante sí tiene carné de conducir y frenará al tiempo (eso es si es fe y no lo de los católicos).

Están también los camiones. Mi teoría nos deja a salvo, o casi. Todo va bien si lo golpeamos por detrás. El primero en comérselo es el conductor de la moto. Nosotros, a lo sumo, nos comeríamos su casco y, créanme, tiene más resistencia un orinal. Pero claro, el camión puede venir de frente (la mayoría de las veces es así). Camiones cargados más de la cuenta, con el remolque de un lado a otro de la calzada debido precisamente a ese peso. Con los neumáticos más que gastados, frenos (apuesto) que sin revisión alguna, a velocidad excesiva…. Entonces, entonces sí, sería la manera más estúpida de morirse.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (XII): Las gemelas Chito y Chikuro

“Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas”
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

Las gemelas Chito y Chikuro tienen seis años. Son congoleñas, despiertas, de risa fácil y además guapísimas. A simple vista nadie diría que recuerdan a menudo a su madre, quien las abandonó hace algo más de un año porque ellas, Chito y Chikuro, nacieron nueve meses después de una violación.

Un soldado de las Fuerzas Armadas de la RDC violó a Nindja, la madre de las pequeñas, cuando ésta tenía poco más de 14 años. Cómo sucedió todo pueden imaginarlo si leen unas cuantas entradas más abajo. El sistema siempre es el mismo, independientemente de quien cometa la violación, si un soldado, un guerrillero de las FDLR o un militante desmovilizado del CNDP. Noche cerrada, aldea en el monte, patada en la puerta, golpes, gritos ahogados y todo lo demás.

Violada y además embarazada, ahí empezaba el verdadero drama para Nindja. “La sociedad, la comunidad en la que vives y hasta tu familia te estigmatiza en este país si te han violado. En lugar de verte como a una víctima, te señalan, te acusan… ¿Qué por qué? Porque si te violan, como mujer, ya no vales para nada, ya nadie se quiere acostar contigo, nadie quiere casarse contigo, ni mucho menos tener descendencia contigo… y claro, eso implica que tu familia, entre otras cosas, se queda sin la dote que iba a ofrecer por ti tu futuro pretendiente. Son muchos los años de machismo en este país”, me decía hace unos días la coordinadora de los programas de género de una ONG internacional.

Los padres de Nindja la echaron de casa. Acudió entonces al militar que la había agredido y tampoco éste quiso saber nada de ella. Así que decidió viajar hasta la capital de Kivu sur, Bukavu. “Tras una violación, muchas mujeres se quedan solas, indefensas sin círculo social ni familiar. La mayoría de las veces terminan prostituyéndose o vuelven a ser agredidas sexualmente precisamente por eso, por esa falta de protección que te ofrece la familia y la comunidad en la que vives”, apuntan varios cooperantes de MSF.

Desconozco si a Nindja le sucedió algo así en Bukavu. Lo que sí sé es que nueve meses después llegó el parto y fueron gemelas. Que Nindja se las arregló durante cinco años para alimentar dos bocas más que la suya en una ciudad sucia, corrupta, agresiva e ingrata hasta que el año pasado tomó la decisión. “Las trajo una mañana. No podía hacerse cargo más tiempo de ellas, no en esas condiciones, me dijo. Así que nos cedió la custodia y firmó un documento legal conforme jamás regresaría a buscarlas”, confesaba la otra mañana el Padre Adrien, uno de los javerianos responsables de la casa de acogida Tumzi de Bukavu, mientras Chito o Chikuro, me resultó imposible distinguirlas, me tiraba sorprendida y concienzudamente del bello de mi antebrazo derecho mientras fruncía su pequeña nariz.

Tumzi: tumaini ni uzima. Esperanza es igual a vida, en swahili.

Ivancho en el Congo (XI): Anécdota en el bastión del FDLR

Como suelo decirles: imaginen la escena. Vehículo 4X4 cubierto de polvo naranja, carretera entre montañas infinitas y verdes, muchas hojas de palma, cielo abierto, azul, sin nubes y sin otro ruido que el del motor de nuestro coche y sin otra presencia a miles de metros a la redonda que la nuestra. Fixer, conductor, equipos de fotografía, etc. En busca de las minas del Rey Salomón, o casi.

Jean Pierre, nuestro fixer, el tipo con más paciencia del mundo, aprovecha uno de los pocos tramos sin socavones en la pista para volverse a nosotros y comentarnos como quien te dice “hola buenos días”, que la zona por la que estamos circulando es uno de los últimos bastiones del FDLR, las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda, la guerrilla hutu ruandesa (cuyos fundadores fueron algunas de las cabezas pensantes del genocidio del 94 en el país vecino) que sigue activa en Congo, y que es un lugar poco recomendable, pero que tranquilos, muchachos, que ya casi estamos llegando a la mina, y todo eso.

De pronto escuchamos un serpenteo fuera y acto seguido un impacto seco en la parte posterior izquierda del coche, justo donde va sentado Guillem. Zzzzzzassss… Pac!!! A los que les han disparado alguna vez saben de lo que hablo. (Aprecie el lector la voluntaria e impagable “perezreverteada” que este cronista acaba de marcarse). No obstante, tras unos segundos de desconcierto (y de mucho acojone), descubrimos que por fortuna no había sido un disparo.

Pueden comprobarlo ustedes mismos.





Ivancho en el Congo (X): Periodismo empírico


El autorretrato lo tomé en el interior de la mina de oro de Ntondo, en Mubumbano. Transcribo a continuación las notas telegráficas que tomé en el cuaderno de viaje un segundo después de salir al exterior. La cara de circunstancias (pura congoja, les confieso) no es gratuita.

“Nos metemos dentro, apenas cabemos en cuclillas, las paredes del túnel son frías y húmedas. Una capa de barro o lodo las recubre, si rascas saltan piedrecillas, da la sensación de ser muy frágil, de no ser piedra sino barro, un barro que va a desvanecerse de un momento a otro. Evidentemente oscuro, los focos tipo casco no alumbran, huele a humedad, asfixiante, agobiante, caminas a gatas -a gatas o en cuclillas- te cuesta caminar porque tu cuerpo topa con las paredes a cada pequeño paso, te cuesta andar, te atascas. También puedes avanzar arrastrándote al más puro estilo militar, pero hay minas que penetran casi en vertical hacia bajo. 60, 70, 75 metros de profundidad. Sin ningún tipo de pilares, de estructura que sujete la masa de tierra, fango y piedras. Tampoco sin sujeciones al exterior.”

domingo, 6 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (IX): Eufemismos y princesas (II)


Niños congoleños jugando en el campo de desplazados Mugunga I. Ivan M. García

Esperance tiene 25 años, lleva viviendo en Mugunga desde hace dos y su resumen de lo que supone el día a día de los desplazados no deja resquicios para la duda:. “la vida aquí es solamente sufrir”, sentencia. Aunque lo hace de manera tímida, con cierta desconfianza por tener a un muzungu sentado dentro de su tienda. Vive con su marido y los hijos de ambos. Un niño y una niña de cinco y dos años, respectivamente. “No hay comida, la recibimos una sola vez al mes. Ese es el problema, pues a veces no hay para todos los desplazados que estamos aquí”, añade.

No obstante, desde varias organizaciones humanitarias internacionales apuntan que el problema, en realidad, no es que escasee el sustento, sino que al reparto mensual de alimento acuden personas que están registradas en varios campos al mismo tiempo para conseguir más raciones de las que debieran. Muchas de ellas para revenderlas a cuenta propia.

“No nos dan mantas con las que cobijarnos, ni colchones. Mire (levanta la tela sobre la que estoy sentado). Piedras. Y es ahí donde tenemos que dormir. Imagine en qué condiciones deben hacerlo nuestros hijos”. Mira hacia arriba y toca con la yema de los dedos la lona del ACNUR. “Está llenas de agujeros. Nos dieron esta hace dos años y no han vuelto a repartir más. La estación de lluvias está al caer. ¿Se imagina lo que es pasar la noche aquí cuando llueve?”

Ante tal panorama a Esperance, como a muchos otros desplazados, no le queda otra que buscarse y rebuscarse la vida para sacar unos pocos francos mensuales con los que llevar algo a la boca de sus dos pequeños. Ella y su esposo venden musururu. Un mejunje a base de agua, maíz, sorgo y azúcar, aunque su sabor es extremadamente agrio. El de Esperance es además aguado y con grandes grumos de grano. “Vendiéndolo podemos sacar unos 800 francos al día”. Poco menos de un dólar.

Por ello, por el rebusque, no es extraño toparse en los campos con mostradores improvisados con maderas donde se exponen pequeñas bolsas de plástico transparentes con dosis diminutas (las únicas que pueden pagarse ahí dentro) de sal, harina, azúcar y hasta de detergente. Bolígrafos, polvos colorantes para que los niños endulcen el agua, pilas, tabaco, etcétera. Hay campos incluso con mercado central. Además, nunca faltan casetas de dos por dos metros, de madera y techo de lata que bien pueden ser restaurantes -Chez Doniz, se llamaba uno- como un peculiar salón de coiffeur -una peluquería- donde el corte siempre es el mismo: rapado al cero con una vieja máquina manual.

“Si tienes dinero, compras, por ejemplo, plátanos y puedes venderlos aquí dentro. Si no tienes dinero puedes recoger agua para la gente que vive aquí, ganarte unos francos con ello o conseguir comida a cambio del favor. También puedes lograr dinero vendiendo madera. Puedes salir del campo, ir al monte y cortar leña para venderla, la gente la necesita para cocinar. Pero eso es peligroso. Si eres mujer, en el bosque te pueden violar, y si eres hombres te pueden secuestrar los grupos armados, sobre todo el FDLR, para que les cargues los equipos. Si te niegas, te disparan”, explica Zawadi, de 29 años.

Más allá, me topo con una peculiar imagen. Una joven vestida de traje negro -chaqueta y falda- con listas verticales y de pelo alisado baña a su hija, un bebé de apenas un año, en media garrafa de agua abierta por uno de sus costados. Cerca de esta escena, unos críos juegan con una pelota hecha de tiras de plástico de bolsas ya inservibles, bajo la atenta mirada de una niña de ojos oscuros, con la cabellera rapada y dos enormes aros plateados luciendo en sus lóbulos. Lleva un vestido amarillo claro, de princesa. Un vestido hecho jirones, raído y polvoriento; pero que sigue siendo el vestido de una princesa

Ivancho en el Congo (VIII): Eufemismos y princesas (I)

Las regiones de Kivu norte y Kivu sur suman más de dos millones de IDP, por emplear los anglicismos de las ONG. Internal displaced people. Población interna desplazada podría ser una buena traducción. Población porque se refiere a personas, familias, viudas, huérfanos, mutilados, etcétera. Interna porque son parias en su propio país, víctimas de un conflicto que atañe al menos a tres naciones de la región de los Grandes Lagos y donde llevan pagando los mismos demasiados años. Y desplazada porque han debido abandonar sus hogares, sus pequeñas parcelas de tierras, sus ínfimas posesiones y, en ocasiones, sus familias para huir de una guerra librada hasta hace bien poco por tres guerrillas, el destartalado ejército congoleño y el ruandés.
Imaginen el efecto en poblados perdidos en el monte -bush lo llaman aquí-, incomunicados o si no lo están, conectados por caminos que devienen en puros lodazales en la época de lluvias. Con casas de madera, en el mejor de los casos, de barro y paja o mantenidas en pie a duras penas con lonas del UNHCR compradas de segunda o tercera mano. Ya saben, el África de Informe Semanal pero en vivo y en directo. De verdad.

Tras su huida, los desplazados se asientan y levantan chozas y barracas a las afueras de las grandes ciudades, en las zonas menos ricas del país (donde escasea la casiterita y el coltán) o junto a las grandes vías de comunicación. Allí donde no llega la guerra. A las afueras de Goma, encorsetado entre el volcán Nyiaragongo y la carretera, cuyas cunetas están trufadas de palma, se encuentra el campo Mugunga I, gestionado por el UNHCR y donde parecen trabajar todas las ONG del mundo.

Un cartel de prohibido portar armas -un Kalashnikov dentro de un círculo rojo y bajo una X del mismo color- preside la entrada del campo. Más allá, un par de carteles de organizaciones humanitarias, uno de ellos previniendo del abuso sexual por parte de cooperantes, también una decena de vehículos todo terreno, una pequeña y destartalada caserna de policía y una improvisada sala de maternidad financiada por UNICEF y el WFP, ambos organismos de Naciones Unidas. Afuera de ésta, una treintena de mujeres y sus treinta hijos guardan turno para entrar. Cuando lo hacen, los pequeños son pesados en una báscula de gancho por dos rollizas enfermeras que, tras anotar el peso del vástago en una libreta, lo hacen también en el antebrazo de la madre.

Alrededor de este peculiar centro materno filial, otras mujeres esperan sentadas en el suelo con los críos en brazos. Muchos de ellos con mechones de cabellos casi rubios. Claro síntoma de desnutrición. Van descalzos, algunos, con chanclas de goma desgastadas, otros. Todos, llenos de mocos y de polvo. Curiosamente sólo uno de ellos llora. El resto de madres permanece en silencio y la que de veras alborota es una oronda enfermera que demanda unos billetes a este cronista. Muzungu aquí es sinónimo de dinero fácil.

El interior del campo es una cuadrícula infinita donde cada cuadro es una choza de unos cuatro metros de largo por uno y medio de alto y ancho. Están hechas de ramas de árboles, maderas, pedazos de troncos, hojarasca, piedras volcánicas y de las sempiternas lonas del UNHCR. A algunas de ellas les han añadido una puerta fabricada de latas de aceite de la agencia USAID. Unas latas plateadas en las que está escrito en letras azules y rojas: USA. Refined vegetable oil. Vitamin A fortified. USAID. Entre estas tiendas, donde en ocasiones cohabitan hasta diez miembros de una familia, y a cada cierta distancia, se hallan las letrinas levantadas por varias ONG, en su mayoría por Oxfam International, para evitar el cólera en los campos.

El terreno es irregular, duro, pues la lava procedente de la ultima erupción del volcán aún permanece cubriendo el suelo de esta zona. “Si tuviésemos una nueva erupción, los desplazados serían los primeros en morir. A los primeros a quien alcanzaría la lava”, comenta un trabajador del ACNUR.

Una mujer pasa con un niño atado a su espalda con una enorme tela de flores. Porta un paraguas de colorines, sucio, para protegerse del sol. Se cruza con un hombre que, altavoz en mano, convoca a gritos a la población del campo para el comité de higiene. Allí se realiza la sensibilización para usar debidamente las letrinas, para lavarse las manos antes de cocinar y antes de comer, para saber qué agua emplear en las comidas y cómo. Y sobre todo, los peligros de preparar el sustento dentro de las tiendas. Los incendios de éstas son frecuentes en los campos.