jueves, 31 de mayo de 2007

Diarios de Filipinas


El Skeleton es uno de los barcos que la US Navy hundió en aguas de la isla de Coron, durante la II Guerra Mundial. Era una pequeña fragata militar japonesa. Los nipones invadieron las Filipinas durante la contienda aprovechando la excesiva confianza del general Douglas MacArthur. "Esos japoneses no se atreverán a invadir el país", dijo. O así. Pero sí, lo invadieron. Y el gobierno gringo obligó a MacArthur a retirarse a Australia.


"I shall return" (volveré), dijo el general ya desde la distancia. Y volvió. En 1945. Y a los marinos nipones les dieron hasta en el cielo de la boca. Sin embargo, resistieron. Una vez se ocultaron selva adentro, los marines no tuvieron nada qué hacer.


Sea como fuere, hasta once buques de la armada japonesa permanecen hundidos en el Mar del Sur de la China, cubiertos de corales y oxidados hasta las entrañas. Esta mañana, nade y buceé sobre el Skeleton. Luego, al rato. Bajé ocho metros a pulmón y toqué parte de su quilla destrozada. Se levantó una nube de arena, algas y óxido y un pez de colores pasó fugaz ante mí. Esta mañana, acaricié, en Filipinas, un pedazo de historia.


Coron Town, Busuanga (Palawan)
25/7/2006, Filipinas

miércoles, 30 de mayo de 2007

De aromas, espumas y texturas

Hace poco visitaron mi ciudad unos viejos y bonísimos amigos míos. Pareja. Universitaria, ella; abogado él. De provincia (un pequeño pueblo de Extremadura). Él tiene un despacho junto a la vivienda de su chica, su medio esposa, en el que despacha pleitos relacionados con tierras, cultivos y ganado. Mucha pasta, se lo aseguro. "Tienes pinta de señorito de cortijo andaluz", le dije en cuanto lo vi, cinco años después de la última vez.

Quedamos para cenar. Opté por uno de esos restaurantes esnob de Barcelona (realmente, a estas alturas, es difícil encontrar uno que no lo sea). A pesar de ello, me lo habían recomendado encarecidamente un par de conocidos y amantes de la buena cocina. Esto último, por un lado, y la opción de cenar en un lugar que resultara distinto a los que ellos frecuentan en su tierra, por otro, hizo que me la jugara llevándolos al restorán recomendado.

Encontré la comida tan exquisita como escasa. Ellos la encontraron tan sólo curiosa en su sabor, también escasa en su cantidad y, además, tremendamente complicada y extraña en su elaboración. "Cuando leímos revuelto de espárragos -dijeron- pensamos en un plato de trigueros, ajos y huevo. Todo junto. No tres espárragos rebozados en una especie de harina con algo de sabor a huevo". En ese momento, supe que había metido la pata.

Me puse en el lugar de mis amigos cuando nos sirvieron los segundos. Un plato con cinco raviolis rellenos de espinacas y gorgonzola, uno más con un solomillo de cinco centímetros por ocho y tres rodajas de patata al horno y , el último, -textura de ventresca, decía la carta- una pequeña tira de siete centímetros de largo por dos de ancho, absolutamente cruda y con la única guarnición de una ramita de romero. Comparé todo eso con las costillas de cabrito, la caldereta o un plato de pata negra, vino y pan, y lo supe de nuevo: Ivancho, la has cagado, colega.

El postre, para ellos, fue, a esas alturas, de risa. Espuma de aire de chocolate, mousse de fresas y frutos rojos y bizcocho de terciopelo (lo juro por mis muertos más frescos). Riquísimos; pero difíciles de compartir. Fueron servidos en tres pequeñas cucharillas de plástico negro. De diseño, eso sí.

"Todo muy rico, sí. Algo extraño, aunque no estaba mal. Gracias por la invitación, amigo; pero ¿siempre sirven tan poca cantidad en los restaurantes de Barcelona?". Sospecho que antes de llegar al hotel asaltaron alguno de los establecimientos de kebabs que había por el camino.

Al día siguiente, los lleve a comer a un pizzería. Y, oigan, quedaron la mar de contentos. Los acompañé a la estación de autobuses, después, y, mientras se despedían por la ventanilla como dos críos pequeños, pensé en cuanta razón tenían la noche anterior. Si es que en esta ciudad, donde todo es sushi y sashimi, ya no hay quien encuentre un bar donde pida un quinto y unas rabas y le entiendan.

martes, 22 de mayo de 2007

La desagradable verborrea del cónsul

Hasta hace unos pocos días, todavía creía (ingenuo de mí) que la mala educación en el funcionariado era endémica y exclusiva de mi país. Lo de endémica lo mantengo, ¡qué diablos! Y no sólo en la administración pública, también en camareros (de diseño o no), cajeras de supermercado y casi cualquiera que se encuentre al otro lado de un mostrador o una barra, con excepción de los libreros.

Les sitúo: lunes por la mañana, en el despacho del cónsul de un país de América del sur. Doy pistas de la nacionalidad del diplomático porque los latinoamericanos que trabajan de cara al público acostumbran a tener un trato y paciencia exquisitos con el que les solicita información o algún producto para su compra. Que quede claro. Más que nada por los cantamañanas de lo políticamente correcto que puedan leer estas líneas.

Consulado, como les digo, de país latino. La visita se debía a un reportaje acerca de cómo ven los inmigrantes (personas migradas, dirían los soplacirios de los que les hablaba anteriormente) mi ciudad: Barcelona. En un inicio, me mosqueó que el fulano no me estrechara la mano antes de que tomara asiento y que ni me mirara a la cara cuando me entregaba una de sus tarjetas de contacto. Lo atribuí rápidamente a un flujo extremo de trabajo, pues luego, al momento, me saludo en tono agradable y conciliador. "Demasiado conciliador", pensé mientras volvía a mosquearme.

El tipo, grandote, tripón y con un soberano Rolex en su muñeca izquierda, enumeraba los puntos positivos de la urbe: arquitectura envidiable, ciudad del diseño, oferta inmejorable en cuanto a museos, etc. Totalmente de acuerdo, aunque no sé hasta que punto es una ventaja la vorágine de diseño en la que nos están metiendo; pero ese es otro tema. El cónsul, que a esas alturas me trataba poco menos que como a un hijo -repitiendo mi nombre dos veces en cada frase, una al inicio y la otra al final, ya saben, como un cuñado pesado y comercial de profesión- me habló también de las cosas menos agradables de Barcelona.

Según el diplomático, nos hemos vendido al turismo barato. El de paella, sangría y sexo en Lloret de Mar. Qué quieren que les diga, lo suscribo. Paseen sino por la calle Ferran: huele a hamburguesa y a fritanga. Añadió que roban muchísimo y que es una ciudad muy sucia, fruto, en parte, -sólo en parte- de ese turismo infame al que estamos expuestos. Iba a pasar a otro tema como perro con el rabo entre las patas, pues, a pesar de todo, quiero mucho a mi ciudad, cuando él tipo me interrumpió.

Se recostó sobre su amplia silla de oficina y, tras aspirar hondamente, me dijo. "Ivan, ¿sabe usted una cosa...? Escuche lo que le digo, querido Ivan". Se incorporó, apoyó sus codos sobre la mesa de madera y miró fugazmente su reloj. "Además, se les está llenando la ciudad de maricones", me espetó sin mirarme. "No es que yo esté en contra, ya sabe. Pero, hombre, no se puede promocionar la ciudad para que se llene de esta gente. ¡Y tengo muchos amigos maricones! Cada cual que haga lo que quiera; pero no en plena calle, que para eso tienen sus bares y sus cosas". Y se quedó allí, recostado de nuevo en su sofá, mirándome con cara de indignación suprema.

Salí de su despacho preguntándome qué era, en ese caso, lo grave: la forma o el contenido. Sin duda, ambos. Pero entendí que esas ideas en un tipo confeso de "derechas y conservador" eran, desgraciadamente, de lo más común. Lo malo es que, ocupando la poltrona de un consulado, haya un fulano capaz de despreciar a los homosexuales llamándolos maricones y a relegarlos a sus casas o a determinados bares y discotecas. Capaz de pensar que debería estar prohibido que dos hombres se besen en la calle o se cojan de la mano al cruzar un semáforo. No obstante, lo más jodido de todo este asunto es que todavía haya presidentes que cuenten con individuos de esta calaña en su cuerpo diplomático. Pero como les decía antes: ingenuo de mi.

martes, 8 de mayo de 2007

La historia de Du'a Khalil Aswad

Uno se cree curado de espanto; pero no. Abre un periódico, enciende el televisor y lee o ve noticias que le repugnan. La ultima, ayer. Apedreada hasta la muerte titulaba El País la terrible historia de una cría de 17 años en el norte de Irak.

Du'a Khalil Aswad se había enamorado. Lo había hecho de otro joven, también menor de edad, un chaval sunní. En medio de esa casa de putas en que los gringos han convertido el país, los chavales se habían enamorado hasta las cachas. El caso es que ella pertenecía a una minoría religiosa, los yazidí o, traducido, los adoradores del Diablo. Según el rotativo, devotos de una creencia que mezcla postulados del cristianismo, del judaísmo y del islam. Qué miedo.

El caso es que la familia andaba algo mosqueada con que la cría andara de carantoñas con un vástago sunní. Deconfiaban y sospechaban hasta tal punto que empezaron a pensar que la joven se había convertido al islam para poder contraer matrimonio con él. Eso no está confirmado, posiblemente nunca lo esté. Pues tras una noche en que ella no apareció por casa -gota que colmó el vaso-, una decena de hombres fueron a su encuentro, entre ellos, varios miembros de su familia y agentes de la ley.

La encontraron de vuelta. Quizás de contar las estrellas mil y una veces antes de caer dormida en el regazo de él en alguna cima del Kurdistán o vayan ustedes a saber. Corrieron hacia ella, la rodearon y la apedrearon. Lapidación por faltar al honor de la familia. Alguno de esos hombres registró las imágenes en un teléfono celular. Imágenes que estuvieron colgadas en youtube.com hasta ayer por la tarde, cuando fueron censuradas.

Son borrosas. Pero no lo suficiente como para no ver un cúmulo de manos arrojando piedras sobre el rostro y la cabeza de la joven. Agazapada en el suelo se tapaba la cara con las manos. En un momento, las retira y su imagen aparece bañada en sangre. Aquellos fulanos continuaban con lo suyo hasta que después de un impacto ella termina por caer desplomada. Muerta, creo.

Las rocas continuaban cayendo y las patadas eran ya continuas. Tras una arremetida, su cuerpo se estremece y pierde la falda. La muchacha queda tendida en el suelo vestida con una camisetilla y unas bragas. En ese momento, uno de los hombres entra en cuadro y cubre su cintura y sus piernas con lo que parece una cazadora. O a lo mejor era la falda extraviada. El resto, una vez tapada, continua apedreándola.

En realidad, fue ese detalle infame lo que hizo que mis tripas se revolvieran del todo.

jueves, 3 de mayo de 2007

Un cuscús frente a la Puerta de Damasco

La conocí hace algunos años en Jerusalén. Entró en la estancia común de la pensión donde me hospedaba -un viejo edificio pegado a las murallas de la ciudad vieja- cargada de mochilas y con una camiseta blanca con las siglas de la organización gubernamental para la que trabajaba entonces impresas en la espalda.
Tú debes ser el periodista que estoy buscando.
Alcé la vista. Era menuda y flaca. Llevaba su cabellera rizada recogida en una coleta, eso hacía resaltar sus ojos vivarachos ya de por sí. Sonrió y me estrechó la mano.

Habíamos hablado antes por teléfono. Proyecto en Oriente Próximo, documentación, conferencias, amigo en común, intercambio de teléfonos, etcétera. Era el contacto ideal en la zona: española, residente desde hacía años en el país y con un alto cargo en una de las ONG más serias del panorama. Así que nos citamos la noche siguiente en un restaurante próximo a la pensión. Una jaima con mesas bajas, cojines y pipas de agua.
Visita los cuatro barrios de la ciudad vieja, me dijo. Empieza habituarte al país... si puedes, bromeó antes de salir a la calle.

Escogió una pequeña mesa con vistas a la Puerta de Damasco. Pedimos dos cervezas (siempre me gustaron las mujeres que beben cerveza), ella optó por un cuscús de pollo y yo la imité. Me habló de la Línea Verde, del Jerusalén Este y del Oeste y de la parte antigua de la ciudad. De como allí, las cosas, mejor o peor, funcionaban a pesar de la mezcla de religiones y razas. Empieza por Belén. Ahora está tranquilo y es poco probable que te encuentres con una escaramuza. Eso sí, respeta el toque de queda. Tienes cara de árabe.

Hablaba gesticulando mucho y enérgicamente. Se indignaba a cada frase cuando me contó las incursiones, unas cuantas cada mes, de los convoyes de su organización en Gaza y Cisjordania. Asomó la rabia a sus ojos cuando me explicó como agarró a un soldado israelí por su chaleco antibalas para que dejara de golpear a una mujer palestina en Hebrón, se mostró impotente al recordar un grupo de críos -no más de once años- esposados por querer saltarse un checkpoint cerrado sólo para ir a la escuela. Y con resignación me contó como a ella y a una compañera, un grupo de chavales con los que Israel nutre su ejército les apuntaron con el laser rojo de su armamento a la cabeza mientras tomaban té en la azotea de una familia palestina, en Nablús.

No creía que las causas perdidas se pudieran recuperar ni quería salvar el mundo. Simplemente, hacía bien su trabajo. Tenía códigos, reglas y vergüenza. Además, era una chica valiente. Ayer, no sé porque razón, me acordé otra vez de ella.