Hasta hace unos pocos días, todavía creía (ingenuo de mí) que la mala educación en el funcionariado era endémica y exclusiva de mi país. Lo de endémica lo mantengo, ¡qué diablos! Y no sólo en la administración pública, también en camareros (de diseño o no), cajeras de supermercado y casi cualquiera que se encuentre al otro lado de un mostrador o una barra, con excepción de los libreros.
Les sitúo: lunes por la mañana, en el despacho del cónsul de un país de América del sur. Doy pistas de la nacionalidad del diplomático porque los latinoamericanos que trabajan de cara al público acostumbran a tener un trato y paciencia exquisitos con el que les solicita información o algún producto para su compra. Que quede claro. Más que nada por los cantamañanas de lo políticamente correcto que puedan leer estas líneas.
Consulado, como les digo, de país latino. La visita se debía a un reportaje acerca de cómo ven los inmigrantes (personas migradas, dirían los
soplacirios de los que les hablaba anteriormente) mi ciudad: Barcelona. En un inicio, me mosqueó que el fulano no me estrechara la mano antes de que tomara asiento y que ni me mirara a la cara cuando me entregaba una de sus tarjetas de contacto. Lo atribuí rápidamente a un flujo extremo de trabajo, pues luego, al momento, me saludo en tono agradable y conciliador. "Demasiado conciliador", pensé mientras volvía a mosquearme.
El tipo, grandote, tripón y con un soberano Rolex en su muñeca izquierda, enumeraba los puntos positivos de la urbe: arquitectura envidiable, ciudad del diseño, oferta inmejorable en cuanto a museos, etc. Totalmente de acuerdo, aunque no sé hasta que punto es una ventaja la vorágine de diseño en la que nos están metiendo; pero ese es otro tema. El cónsul, que a esas alturas me trataba poco menos que como a un hijo -repitiendo mi nombre dos veces en cada frase, una al inicio y la otra al final, ya saben, como un cuñado pesado y comercial de profesión- me habló también de las cosas menos agradables de Barcelona.
Según el diplomático, nos hemos vendido al turismo barato. El de paella, sangría y sexo en Lloret de Mar. Qué quieren que les diga, lo suscribo. Paseen sino por la calle Ferran: huele a hamburguesa y a fritanga. Añadió que roban muchísimo y que es una ciudad muy sucia, fruto, en parte, -sólo en parte- de ese turismo infame al que estamos expuestos. Iba a pasar a otro tema como perro con el rabo entre las patas, pues, a pesar de todo, quiero mucho a mi ciudad, cuando él tipo me interrumpió.
Se recostó sobre su amplia silla de oficina y, tras aspirar hondamente, me dijo. "Ivan, ¿sabe usted una cosa...? Escuche lo que le digo, querido Ivan". Se incorporó, apoyó sus codos sobre la mesa de madera y miró fugazmente su reloj. "Además, se les está llenando la ciudad de maricones", me espetó sin mirarme. "No es que yo esté en contra, ya sabe. Pero, hombre, no se puede promocionar la ciudad para que se llene de esta gente. ¡Y tengo muchos amigos maricones! Cada cual que haga lo que quiera; pero no en plena calle, que para eso tienen sus bares y sus cosas". Y se quedó allí, recostado de nuevo en su sofá, mirándome con cara de indignación suprema.
Salí de su despacho preguntándome qué era, en ese caso, lo grave: la forma o el contenido. Sin duda, ambos. Pero entendí que esas ideas en un tipo confeso de "derechas y conservador" eran, desgraciadamente, de lo más común. Lo malo es que, ocupando la poltrona de un consulado, haya un fulano capaz de despreciar a los homosexuales llamándolos maricones y a relegarlos a sus casas o a determinados bares y discotecas. Capaz de pensar que debería estar prohibido que dos hombres se besen en la calle o se cojan de la mano al cruzar un semáforo. No obstante, lo más jodido de todo este asunto es que todavía haya presidentes que cuenten con individuos de esta calaña en su cuerpo diplomático. Pero como les decía antes: ingenuo de mi.