miércoles, 15 de diciembre de 2010

Soñando con que me iban a matar

Llegaron pasadas las once de la noche pateando las puertas y sacando a los hombres afuera. Cortaron la energía de la planta y todo quedó a oscuras. Luego, a los que no mataron, los desaparecieron. Continuaron. Entraron a la habitación donde yo estaba, cuenta. Llevaban pasamontañas así que no les vio la cara. Salté al centro de la cama, allí estaban mis pequeños. Me preguntaron por mi esposo y por un tal John Jairo. Pero mi esposo estaba fuera y yo de verdad que no sabía quién era ese John Jairo.

La sacaron de la cama a golpes. La empujaron y la zarandearon. Uno de ellos enredó su puño en la larga cabellera negra azabache de ella y la aprisionó contra la pared. Le rasgaron la ropa con las bayonetas de sus armas. Yo les decía que por favor no me hicieran daño. Colabore y las cosas serán más sencillas, decían los otros. Aprovechó un descuido, se zafó y salió corriendo de la casa, pero todo seguía a oscuras. En el patio choqué con alguien, me pusieron la zancadilla y caí, cuenta. A partir de ahí todo fue rápido. Uno de los hombres de pie sobre sus brazos, sujetándola. Y otro sobre ella, aún aturdida por el golpe, violándola. Mira lo que te estás perdiendo, marrano, decía el tipo a otro que miraba. También éste la violó. Que sepas que tengo el sida, le escupió cuando terminó.

Mientras todo ocurría yo les rogaba que por favor me mataran; pero lo único que hacían era reírse. Reírse muchísimo. Esa noche infame violaron a otras tantas mujeres. A una le marcaron el cuerpo a base de cuchilladas, otra de avanzada edad quedó en estado de conmoción tal que ya no saldrá jamás… Y mataron a muchos hombres. Por colaboradores, dijeron. Me dolía todo el cuerpo; pero ahí mismo salimos del pueblo. Nos fuimos, nos fuimos lejos y los muertos se quedaron allí velándose solos.

Al tiempo, casi un año, se armó de valor y descubrió que en realidad no estaba contagiada. Fue una sorpresa, dice, como quiera que sea eso. Les cuento porque me ayuda, porque ahorita es cuando estoy saliendo; pero que sepan yo estuve mucho, mucho tiempo soñando con que me iban a matar.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Que Tonantzín nos ampare (IV): Usos, costumbres, ruido y vendedores de toda índole

México es muchas cosas y una de ellas es, sin duda, ruido. Calles estrechas donde se ubican excelentes taquerías, cevicherías, ostionerías… todas sin puerta de entrada y donde cualquier platillo queda en segundo plano tras los estruendos de motocicletas, vehículos, camiones, autobuses, colectivos. Vendedores ambulantes anuncian a gritos “cacahuates japoneses a diez pesoooos!!!” en los colectivos. Las Farmacias Similares (deduzco que especializadas en la venta de genéricos) no serían lo que son sin el altavoz conectado al máximo volumen a través del cual una de las empleadas recita las bondades y rebajas de cada uno de los fármacos, todo ello con música de fondo propia de discotecas de hace veinte años. De altavoces hablamos: también por sólo diez pesooos uno puede hacerse en el metro del D.F. con un disco compacto de narcocorridos, corridos, “la mejor música de los setentas”, lo mejor del rock en español o audiolibros desde García Márquez a Dan Brown. Los venden chamaquitos , por lo general. Suben al vagón con un reproductor de CD’s en las manos y una mochila cargada con un gran bafle a la espalda. Anuncian el producto y pulsan el botón “play”. La música lo invade todo entonces. Si es el CD de rock, siempre suena Bunbury con “Frente a frente”, que es de Jeanette en realidad. Ya me dirán. La música en bares y cantinas suele estar tan alta que apenas uno puede conversar con su acompañante y debe repetir cuatro o cinco veces que lo que quiere es una Bohemia Especial, o sea, la clara. No la tostada, la clara. ¿Si?, ok, gracias. Luego siempre te traen la oscura (obscura, como reza la etiqueta). El zócalo del D.F. y las calles aledañas siempre las recordaré con el sonido de esas cajas de madera fabricadas en Berlín (Lonely dixit) que reproducen una musiquilla similar a la de los organillos. Un bar de Veracruz: cuatro viejitos tocan en grupo un gran xilófono, en la terraza de al lado, unos mariachis esperan a que éstos terminen su pieza para empezar su repertorio, Guadalajara, Guadalajara y demás. Se turnan varias veces para tocar distintas composiciones. Mientras, a unos metros, la orquesta municipal toca danzón para un grupo de jubilados de piel ajada, morena y limpia. Hermosos, vestidos de domingo bailando despacito y bien pegados. Cuando vuelve a ser el turno de los viejitos y el xilófono, aparecen en la terraza donde tomo una cerveza, la misma de dichos viejitos, cuatro tipos “armados” con guitarras y panderetas, les sigue una mujer que demanda monedas para la Iglesia de qué se yo y otro nuevo grupo de mariachis aparece a reemplazar a los anteriores. No es que sea Latinoamérica, es que es México. Un país que parece hecho al ruido. Un ejemplo, tardé más de tres semanas en encontrar un lugar donde vendieran tapones para los oídos.

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Me gusta este país. En serio, no piensen lo que no es por el escrito anterior. No se me levanten en armas, que andan revolucionados con esto del bicentenario (Aunque la independencia no se lograra hasta 1821… y tuviera más que ver Agustín Iturbide -un facho, el Emperador Agustín I...- que el cura Hidalgo, al que se pelaron años atrás). En fin, a lo que íbamos. Sitúense: zócalo de Veracruz, terracita, cerveza fría, brisa y mariachis (los de antes) de fondo.

Entre las 21.14 y las 21.29 se sucedieron por nuestra mesas: una mujer indígena vendiendo camisas, al rato, otra con idéntica mercancía, un joven ofertando gafas de sol imitando las mejores marcas del mercado, de nuevo otro chico con los mismo modelos de lentes, un adolescente con pelusilla a modo de mostacho ofreciendo relojes de buena marca; pero falsos, falsísimos, una hermosa niña india, flaquita y con cara de sueño ofreciendo bonitas pulseras de hilo hechas a mano y cintas para recoger el cabello. “Para tu novia”, me dice. Pero mi novia no se recoge el pelo y le gusta lucir flequillo. Un joven con una vieja camiseta de baloncesto azul marino vendiendo bolígrafos y relojes, un niño bien peinado, raya a un lado, y recién duchado ofreciendo cacahuetes, habas y garbanzos tostados con la opción de añadirle polvo de chile (ricas habas y cacahuetes, compruebo), otra niña indígena con nuevas camisas, el más anciano del cuarteto del xilófono demandando unas monedas por su brillante actuación, una mujer con cara de dormida golpeando dos cilindros metálicos conectados a una batería eléctrica que porta a modo de cinturón, un joven con cola de caballo vendiendo pulseras adornadas con corteza de coco pulida, un hombre de unos 65 años, completamente ebrio y mostrando un pezón mientras se le resbala el tirante de su camiseta por su hombro izquierdo nos muestra sin mediar palabra (aventuramos que es incapaz de ello) gafas de sol y falsificaciones de colonias y perfumes de marca, unos mariachis demandando su propina, un indígena vendiendo hamacas, una pequeña ofreciendo imanes cilíndricos que emiten un peculiar sonido al lanzarlos al aire mientras se buscan el uno al otro, el señor mayor del xilófono de nuevo y un crío vendiendo blusas floreadas.

En total, 18 personas en 15 minutos Cada 50 segundo alguien se acercó a nuestra mesa a reclamar unas voluntarias monedas por el servicio ofrecido o a vender cualquier tipo de enseres. Eso es atención al cliente y no lo de El Corte Inglés, no fastidien.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Que Tonantzín nos ampare (III): Otras visiones del bicentenario

La iglesia de Santo Domingo de San Cristóbal de las Casas en el estado mexicano de Chiapas es austera. El suelo está compuesto por largos tablones de madera que se estremecen a cada pisada, un altar sin más ornamento que varios centros de flores que acompañan al santo y dorados en parte de los muros laterales. Sin pinturas, ni frescos se erige junto al mercado municipal del pueblo. Un templo sin más pretensiones que la de ser un lugar de encuentro de feligreses, lo que deberían ser todos.

Mientras caminaba esta mañana por el mercadillo de artesanías, telas y cueros aledaño a la iglesia me alegré de estar en este lugar hoy, fiesta nacional, día después de El Grito de la independencia mexicana. Doscientos años después de aquel "viva México, cabrones", o así. No me gusta juzgar con los ojos del presente los episodios históricos; pero no quita que comulgue con ciertas independencias y que me consuele pensando que no todos mis "antepasados" actuaron como Cortés o como el zorrón aquel de Malinche. Lo digo por Bartolomé de las Casas, sevillano y obispo dominico de Chiapas a partir de 1543.

Sé que es un modo algo sui generis de celebrar el bicentenario, más con mi nula fe, pero tengo mis razones. De las casas llegó a las Indias en 1502, se ordenó sacerdote en La Española en 1512, el primero que lo hizo en el nuevo mundo. Fue luego capellán en Cuba e ingresó más tarde, en 1523, en la orden de los Dominicos, que siempre pelearon, a diferencia de los Franciscanos, por garantizar a los indios de América los derechos humanos.

El religioso abogó por la supresión de la llamada encomienda como forma de premiar a los colonos en favor de comunidades agrícolas mixtas formadas por campesinos españoles e indígenas. Como toda historia y cualquier personas también aquí hay claroscuros: de las Casas, viendo como menguaba el número de indios por los malos tratos recibidos, entre otras razones, apostó por el tráfico de esclavos negros procedentes de África para las labores más arduas en el terreno agrícola. Además, defendió la colonización española siempre y cuando está tuviera lugar bajo la bandera de la evangelización.

Bartolomé de las Casas llegó como obispo a Chiapas en 1543 y debió salir del país sólo cuatro años más tarde por no estar en absoluto en línea con las cotas de alta moralidad de sus feligreses. No obstante, hasta su muerte, de las Casas siguió peleando por los derechos indígenas como procurador de indios. Su función era la de transmitir a las autoridades las quejas de la población indígena de las colonias españolas en América.

Publicó "Brevísima relación de la destrucción de las Indias" en 1522, donde denunció los abusos de la colonización española con un descaro sin precedentes para más quebraderos de cabeza para los Habsburgo. No en vano, San Cristobal añadió el de las Casas a su nombre en honor al religioso.

Como les digo, un modo algo diferente de celebrar el bicentenario. Un recordatorio para los indígenas mexicanos, los menos visibles, los más desfavorecidos.

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Conducía el taxista veloz hacia la estación de autobuses del Distrito Federal mientras que, entre volantazo y volantazo para esquivar al resto de vehículos que sí circulaban a la velocidad adecuada, giraba su rostro para intercambiar impresiones sobre política y fútbol con el sufrido pasaje: Muñoz y Muñoz Jr.

- Pues sí, acá estamos de celebración. La del bicentenario... Doscientos años de independencia... ¡Tseee! Pero vaya independencia... No, ¡la berga! Vean las tasas de pobreza, de analfabetismo, de falta de escolarización... ¿Pero que pinche vamos a celebrar? Y es que si me pregunta, patrón, mejor con ustedes, con los españoles. Al menos seríamos ahora campeones del mundo en fútbol... Pues, pa' que le digo que no, si sí. Mire nuestro presidente... el del trabajo, decía. El presidente del trabajo decía que iba a ser... Y lo fue, sí, pero pa' perder trabajo, cabrón. No es que... Y es que tenemos unos políticos rebuenos... rebuenos pa' robar, claro. Órale, llegamos. Treinta pesitos, patrón, que hoy estamos de promoción.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Que Tonantzín nos ampare (II): El féretro, el mezcal y la sensibilización rural

Sitúense: Muñoz y Muñoz Jr. en la pequeña iglesia de la Merced de Oaxaca. Una planta, suelo de baldosa, madera, velas y poca luz. Un tipo de unos sesenta, enjuto, moreno y con mostacho negro barre los escalones que suben al altar.

- ¿Puedo hacer un par de fotos? Sin flash, claro, le pregunta Muñoz.
- Sí, sin problema, señor. No más apresurese. El muertecito está por llegar... Ay, no, mire ya está en la puerta.

Efectivamente, junto a Muñoz Jr., que esperaba paciente en la entrada del templo, alguien había dejado sobre una plataforma de metal con ruedas un ataud de madera, pintado de color celeste y con sencillos ribetes y adornos blancos.

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- Sé que es la pregunta del millón, decía Muñoz Jr. hace un par de noches a la camarera -grande y bonachona- de la cantina La Cucaracha, pero ¿qué diferencia exactamente al mezcal del tequila?
- Pos el destilado. El tequila se destila mucho más. Es como más refinado... Más perfumado... No sé. Y si no, huela...

La camarera saca de debajo de la barra varias garrafas de mezcal casero. Una de ellas con corteza de naranja dentro, otra con gusanos del maguey, la tercera con un alacrán y la cuarta llena con mezcal puro. Una a una las abre y se las acerca a Muñoz Jr., que huele el trago y asiente satisfecho y algo mareado.

-No sé si me entiende ahora, dice ella.
-Perfectamente, dice Jr.
-Pos eso, que el tequila es como perfume y el mezcal... El mezcal es para meros machos, mi rey.

Tras tamaña afirmación, Muñoz y Muñoz Jr. no tendrán más remedio en un par de horas que acudir a la citada cantina a dar cuenta de un par de vasos (o más) de mezcal... El del alacrán. A lo mero, mero.

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El pueblo de Santa Ana del Valle se encuentra a unos 30 o 35 kilómetros de la ciudad de Oaxaca. Una iglesia, un pequeño mercado, un breve museo y un puesto de tapetes y sarapes indígenas en la plaza central. De resto, poco más. Una cuadrícula de apenas ocho calles, vacías, empedradas unas y sin asfaltar la mayoría.

Unos pocos hombres morenos y de piel ajada tocados con sombrero beige, mujeres de pelo lacio con vestidos de motivos florales bordados a mano, vistosos y hermosos, y muchos, muchísimos, perros flacos, sucios y con secuelas de dentelladas en la piel.

El sol cae en vértical al mediodia, así que las calles permanecen casi vacías a esa hora. Es entonces cuando llaman la atención el gran número de pinturas y mensajes de sensibilización que hay en los muros del pueblo. "Lo que un niño no recibe, definitivamente no lo da", rezaba uno. "Si su tos tiene flema, puede ser tuberculosis. Acuda al centro médico", "La no violencia es un derecho indiscutible de la mujer", "Lave sus manos después de ir al sanitario", etc.

Sensibilización como la que hacen las ONG en lugares como Haití, Congo y Pakistán, me dije. Está bien ver que aquí no necesitan de estas organizaciones para tenerlo claro, pensé. Aunque también me llamó la atención que estuvieran sólo en español y no en náhualt y el resto de lenguas indígenas (esas que sí están en peligro de verdad) que también se hablan en la zona, pues Oaxaca es uno de los lugares con más pobalción india de latinoamérica.

martes, 7 de septiembre de 2010

Que Tonantzín nos ampare (I): Kalho y Rivera


La casa estudio donde vivieron Diego Rivera y Frida Kahlo en San Ángel (México D.F.), en realidad, dos viviendas independientes unidas por un puente (no veo mejor formar para vivir en pareja), se halla ahora junto a una cafetería Starbucks y una galería comercial en la que destacan las vitrinas de Hugo Boss y Carolina Herrera.

Abundan y revolotean por allá señoras estupendas de cutis moreno y bien maquillado. De las de mucho "o sea" y "papi". De un cuidado aspecto deportivos, unas, y de casual ejecutivo, otras. Divinas, si empleamos su jerga. Mientras apuraba mi capuccino (reconozco que embriagado por el ambiente caímos en la tentación de un café Starbucks) pensaba en qué diría la vieja Frida si levantase la cabeza y retirase el manto con la hoz y el martillo con el que fue cubierto su féretro por uno de sus estudiantes.


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Una vez le preguntaron a Frida si se sufría mucho siendo la mujer de un hombre como Diego Rivera. Ella contestó algo así como: "no veo que los márgenes de un río deban sufrir por dejar a éste correr".

martes, 31 de agosto de 2010

Agosto 2009 - agosto 2010

Pongamos que hablo de Madrid, en general. De Malasaña, La Latina, Chamberí y las cañas con Ángela en el Automático, en particular. Más Oxfam. Terremoto, réplicas y trabajo duro y gratificante en Haití. Las playas de Samaná y mi parce Nico en la ciudad vieja de Santo Domingo. Aquella noche. Marearme con un atun al curry dos días después de aquella noche (I want to believe). Jim Bean con hielo en un pequeño balcón del Cádiz viejo en Semana Santa. Mi Cochus. Comprobar que cada vez la familia es más amiga y los amigos más familia. Mapas y rutas confirmadas; pero por partida doble. La isla de Buru. Mi Barceloneta again. Lisboa o donde quedaron por siempre las peleas. De princesas y petardillas con Maya y Lila. Un futuro a dúo.

martes, 17 de agosto de 2010

Conversaciones de cama

-¿Pero qué es esto? No me entran los shorts del verano pasado. Claro... estoy gordííísimaaa...!!!
- No te preocupes querida. La gordura no es tu peor defecto.

domingo, 13 de junio de 2010

Regreso a PaP (I): Regreso a PaP

Afortunadamente la tormenta había quedado atrás, mojando el empedrado de la ciudad vieja de Santo Domingo, y el pequeño avión de doce plazas del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas se deslizaba suavemente ya sobre Puerto Príncipe. El cielo permanecía claro y despejado, “no durará demasiado” me dije mientras virábamos para encarar la pista, “estamos en plena estación de lluvias”.

Cinco meses después de que la capital haitiana se estremeciera el 12 de enero, regresaba a PaP, tal y como abreviamos Port au Prince en los informes de Oxfam, la organización para la que trabajo. Mientras cargaba las mochilas en el automóvil que fue a recogerme, vinieron a mi cabeza las mismas preguntas que lo hicieron días atrás en una de las puertas de embarque de Madrid-Barajas: ¿Cómo encontraré la ciudad? ¿Seguirán en pie los edificios que quedaron inhabitables? ¿En qué condiciones estarán los desplazados? ¿Habrán empezado ya las lluvias a hacer mella en los asentamientos? ¿Qué rumbo habrá tomado todo aquello que dejé en febrero?

No obstante, lo primero que comprobé cinco minutos después de abandonar la base de Naciones Unidas fue algo ciertamente más banal: el tráfico seguía siendo caótico en Puerto Príncipe. “Dieu est ma force. Delice Pastisserie” fue el rótulo que alcancé a leer -letras rojas sobre fondo blanco- antes de que un grupo de muchachas con el cabello concienzudamente recogido en moños, uniformes escolares color pastel, zapatos negros y brillantes y calcetines blancos de talle corto pasaran junto a la puerta trasera del coche, donde iba recostado. Justo después, enfilamos Delmas, una de las arterias principales de la ciudad.

Muchos de los edificios afectados por el terremoto siguen ahí, en pie, cual siniestros escorzos. Otros, los menos, han sido derruidos y en su lugar sólo hay vacío, piedras y polvo. Sin embargo, a pesar de este funesto legado la ciudad ha retomado su pulso. En cada uno de los arcenes se sucedían puestos de madera y cartón –algunos, un simple retal de tela en el suelo- donde poder comprar desde pañuelos de papel y enseres para la higiene a unas pocas legumbres, frutas, huevos, botes de mahonesa, embutidos, salchichas e incluso pequeñas botellas de vino tinto español marcas “Campeón” y “La fuerza”. Me percaté también de que al menos en el centro de la ciudad han abierto nuevos bares y modestos restaurantes. Además han aumentado los tenderetes de comida callejera consistentes en varios braseros donde se cocinan pollo, pescado, empanadas de carne, arroz, frijoles y sémola que se sirven en platos de plástico, se comen con cubiertos desechables sobre frágiles bancos de madera o en el capó de cualquier vehículo y por los que se pagan unas pocas gourdes.

Los damnificados por el terremoto siguen asentados en prácticamente los mismos campamentos espontáneos que se crearon tras el seísmo dentro de la ciudad: en la Plaza Santa Ana, en el patio del Liceo Toussaint Loverture, en la escuela República de Perú de Martissant, etc. En todos ellos la población ha aumentado considerablemente, en algunos casos, casi se ha doblado. “Pero no quiere decir que el número de desplazados sea mayor”, comenta Silvia, una de nuestras técnicas en Promoción de Higiene Pública. “Sino que la gente se ha desplazado, ha cambiado de lugar y, obviamente, se ha dirigido a donde se está entregando la ayuda humanitaria”, añade.

Las ONG han mejorado y ampliado su trabajo en estos lugares; pero cada vez es más complicado realizarlo. Los damnificados sufren un hacinamiento mayor que hace cinco meses, las carpas de lona han devenido en viviendas de madera y chapa y éstas se han multiplicado. Han ido apareciendo focos de actividad económica, casi todos ellos en forma de pequeñas y peculiares cantinas y comercios improvisados. Con todo, hay mucho menos espacio en estos asentamientos, lo cual complica en exceso la respuesta de las ONG. ¿Dónde ubicar más baños químicos si no hay un hueco libre? ¿Cómo cavar letrinas en medio de una ciudad de cemento y hormigón? ¿Y cómo aumentar el número de duchas? ¿De qué modo implementar canales de drenado y desagüe si las viviendas de los desplazados no sigue patrón alguno?...

La respuesta humanitaria en Puerto Príncipe sigue siendo complicada. Por ello, desde las organizaciones como Oxfam abogamos, por un lado, por que aquellos desplazados que puedan volver a su casa - Naciones Unidas estima que el 40% de las viviendas afectadas por el terremoto están en condiciones seguras y pueden ser habitadas, lo hagan de acuerdo a un plan gubernamental- y, por otro, que el gobierno haitiano identifique nuevas tierras que no se encuentren ubicadas en una zona inundable para reubicar a los damnificados que vivan en los asentamientos más vulnerables ante la estación de lluvias y la temporada de huracanes, que empezó el 1 de junio. De este modo, con la población desplazada concentrada en varios lugares específicos, la respuesta a largo plazo de las ONG podrá implementarse al cien por cien. Aspecto éste que merece (y tendrá) un post aparte.

Para finalizar con esta primera entrada, sólo un dato: cinco meses después el número total de desplazados reubicados en campos seguros es de 7.000 de un millón y medio.

viernes, 23 de abril de 2010

¡Feliz Día del Libro!

"La núbil languidez de sus movimientos era sólo aparente: después de cada desdeñosa flexión de las rodillas, en la rigidez repentina de las corvas y en la indolencia felina de sus caderas sueltas, un tanto anticipadas en relación con los hombros, asomaba una extraña agresividad, un aire concientemente agraviado o despechado. Mientras caminaba, descalza, se abrochó la blusa con manos inertes y dobladas como tallos rotos. Los pequeños shorts amarillos se le habían pegado a las ingles y tiró nerviosamente de los bordes hacia abajo con el pulgar y el índice, aislando los demás dedos, igual que si tocara una materia infectada y temiera contagiarse. Y al mismo tiempo que cerraba los ojos, en su boca pálida se dibujó una sonrisa despectiva: no tenía conciencia de su cuerpo, sino de la enojosa presencia que aún había en él de otro cuerpo. Al llegar a la puerta de cristales, una ráfaga de viento movió sus largos cabellos lacios, desnudó su cuello alto y redondo, y durante unos instantes, al sumergirse en la luz de la luna que viniendo de la terraza entraba en el cuarto como una espuma blanca, su figura se inmovilizó como por efecto de un repentino flash."

Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé

miércoles, 7 de abril de 2010

Escenas gaditanas

Escena 1.
Dos matrimonios de que rondan los 75 cada uno, sentados en una terracita del centro histórico y con la carta del menú en la mano. Conversación entre uno de ellos. Señora entradísima en carnes, pelo casi al cepillo y dientes postizos. Él, repeinado, piel ajada y enjuto como la mojama.

- Que se dise beicon, Manuel, beicon… Que no es Baigón. Que Baigón es lo de los moscos!!! (Insecticida Baygon)


Escena 2.
Siete y media de la mañana. Única cantina abierta al lado de la estación de trenes. Un tipo pequeño y flaco tomándose un coñac en la esquina de la barra, un estudiante chino de la Escuela de Turismo de Álava tan desubicado como confundidos nosostros al verle y una pareja preguntando por el siguiente bus a un camarero alto, tranquilo y de pelo cano.

- Disculpe, ¿me puede decir como puedo llegar hasta la Playa de la Cortadura, para salir hacia Madrid?

- Claro, pisha. Ustedes vais aquí a la esquina. Andáis un poquillo a la deresha y ya veréis la parada. En lo alto pone el nombre del autobús… que es el… (pausa prolongada y algo inquietante)… el uno. Entonces lo que tenéis que hacer es esperar a que llegue… Cuando veáis un autobús con un… (nueva pausa)… un uno en la cabecera, ese es. Y a ese os tenéis que subir… comprendéis.

-Perfectamente, caballero. Muchas gracias, buenos días.

martes, 2 de marzo de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (XII): Un mero testigo

Siempre tuve mis reparos a la hora de subirme a un avión. De todos modos, las ganas de ir, ver y contar siempre pesaron más. Una de las azafatas del vuelo en el que regresaba de Santo Domingo a Madrid hace unos días pedía a los pasajeros poco después de finalizar el despegue que abrochasen sus cinturones, regresaran los respaldos a su posición inicial, la vertical, y cerrasen la pequeña bandeja de los asientos delanteros. Se avecinaban turbulencias sobre el Atlántico. En estos casos sólo aseguro la hebilla de mi cinturón, pues siempre lo llevo abrochado, localizo a varias azafatas y pienso que todo va bien si ninguna de ellas rompe en un llanto histérico. Sé que puede resultar gracioso; pero les aseguro que no lo es. Al menos, no para mí.

Les cuento esto porque las turbulencias ese día fueron fuertes. El avión subía y bajaba bruscamente. A veces se zarandeaba hacia uno y otro lado para caer de nuevo como si perdiera toda la fuerza de sus motores: zasssss, pac!. Golpe seco en el estómago y continuaba el vuelo. Les aseguro que no sé cuanto tiempo pasaría hasta que todo regresó a la normalidad y el resto del pasaje pudo dormir tranquilo. En esta ocasión apenas presté atención a las turbulencias y en realidad no sé cuando la nave volvió a deslizarse con suavidad. No me percaté de apenas nada. Si acaso, que el estar metido en un avión a miles de millas de la tierra y con temporal debía parecerse a lo que se siente cuando la tierra tiembla y todo se viene abajo: impotencia y miedo al estar a merced de lo que depare la naturaleza o los motores de un avión, en este caso. Absorto e inmóvil en el asiento sólo pensaba una y otra vez en lo que estaba dejando atrás.

Durante todo el viaje revisé informes, imágenes en la cámara de fotografías y anotaciones en las arrugadas hojas de la libreta: “su marido murió”, “mirada perdida”, “responde el chico de modo amable”, “se reparten 10.000 litros se agua diarios”, “bromea y sonríe”, “se empieza a distribuir comida”, “mercados callejeros” y “haitianos colaboran con el montaje de los depósitos de agua”, entre otras. Me preguntaba de qué modo desde mi céntrica oficina de Madrid podía seguir trabajando para poder ser útil a todos aquellos con los que me crucé en los campos de desplazados, con todos los que conversé, a quienes fotografié y quienes se sentaron a mi lado para contarme su historia una semana después de que todo se volviera polvo y penuria allí en Puerto Príncipe.

Por un lado, me dije, hay que tratar que el interés de los medios en Haití no se evapore, como ocurre en otras tantas ocasiones. Acercarles las historias que los haitianos está protagonizando hoy. Las historias de aquellos haitianos que han empezado a tomar las riendas de sus vidas. Y también contarlas yo mismo. Contar lo que fue y lo que no fue tanto. Que el país más pobre de América Latina es también un lugar donde las cosas funcionan y que con la cooperación de las agencias humanitarias y de países extranjeros coordinados por las Naciones Unidas puede salir adelante, siempre y cuando su Gobierno tome con fuerzas los mandos.
Contarlo a tu familia, amigos, pareja. Y también en pequeñas conferencias a compañeros de trabajo o en eventos con más o menos audiencia. Pero contarlo. Nuestro trabajo, el de los periodistas, es tan hermoso como complicado. Viajar a lugares remotos, estar un tiempo limitado en ellos y luego contar lo que uno vio, experimentó, vivió. Es difícil. La única salida es contarlo de la manera más honrada que uno sepa. O pueda.

Quisiera cerrar esta serie de crónicas para El Periódico con esta que escribo ya desde Madrid. Y quisiera hacerlo diciéndoles que me sorprendió gratamente encontrarme decenas de mensajes de ánimo, felicitaciones y saludos en mi correo electrónico y en la página electrónica de una de las redes sociales con más movimiento hoy en día. Algunos de ellos constituyeron un pilar base de mi confianza durante los días más duros de trabajo. Gracias ahora a ustedes.

Luego, durante unos días en Barcelona. Familia y amigos preguntaban como si uno tuviera respuesta a todas las dudas, que para mi tranquilidad, nada tenían que ver con los titulares de la primera semana de emergencia. Escuchaban atentos y volvían felicitarte. “Qué coraje el tuyo, chico”, decían algunos. “Eso es entrega”, decían otros. Pero nada que ver.
Yo sólo he sido un testigo durante un mes de un episodio -uno más- desgraciadísimo de América Latina. Un mes en una respuesta que la Comunidad Internacional proyecta a diez años vista. Y lo he sido con el respaldo de una organización de la talla de Oxfam Internacional, Intermón Oxfam en España. Con el trabajo a grandes dosis que ello implica, sí, pero con la espalda cubierta en todo momento. Si me apuran, dejen sus felicitaciones a tipos como Jordi, nuestro logista; Alberto, el excelente técnico de agua, saneamiento e higiene que puso en marcha el trabajo clave de Intermón Oxfam. A ellos sí, feliciten a Jilali, Cèline, Mario, Melissa, Paco, Enzo y al resto del equipo. Ellos van a estar allí seis meses, ocho, un año. El tiempo que sea necesario para que las cosas en Haití vayan funcionando poco a poco, sacrificando días con la esposa, los hijos. Cumpleaños, cenas y abrazos.

Pero si me apuran, casi mejor feliciten a los chóferes, administrativos, auxiliares de logística. A todo el personal local de las ONG que hacen el trabajo más duro, e indispensable en muchas ocasiones. Feliciten también a todos los desplazados que aguantan estoicos y firmes en los asentamientos. A los que empiezan a ganar dinero con los programas Cash for work, a quienes arriman el hombro en los comités para organizar la vida en los asentamientos de desplazados: la distribución de agua, alimentos, kits de higiene, etcétera. Y también a los más pequeños quienes a pesar de todo no pierden las ganas de preguntar, mirar y corretear divertidos entre las carpas de los campos.

Felicítenlos a ellos mejor, por pelear duro y querer salir del hueco.

martes, 16 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (XI): La burbuja de las ocho horas (y II)

Hace algo menos de un mes cargaba mi mochila a las carreras para viajar de Santo Domingo a Puerto Príncipe por carretera. Cuerpo de cámara, varias lentes, unos viejos vaqueros, otras pocas camisas, libretas, bolígrafos, un libro y la usual cinta americana que puede dar solución desde a un desgarro en el pantalón hasta la bayoneta rota de un objetivo, al menos así era antes. Recuerdo que llenaba el morral con la mente puesta en las galerías fotográficas de las ediciones digitales de los principales diarios de mi país: una letanía de escorzos inmóviles y polvorientos, de cadáveres agolpados por las palas de las excavadoras que restaban en posturas grotescas e imposibles, de rostros desvalidos y mudos de pura impotencia y terror.

Hoy rehago mi macuto. Algo más tranquilo, ya de regreso y con la imagen de una ciudad distinta a la que me encontré tras el terremoto. Una ciudad orgullosa que pelea cada día por salir a flote. Una ciudad con el bullicio en los mercados callejeros tan propio de las urbes latinoamericanas y africanas. Una ciudad, también, en la que se han empezado a repartir alimentos bajo la coordinación de Naciones Unidas y la vigilancia de los Cascos Azules. Una ciudad en la que los puntos de distribución de agua potable de las distintas organizaciones que nos dedicamos a ello van en aumento cada día y, por ende, los haitianos que tienen acceso a ésta.

Además, Intermón Oxfam ha ampliado su respuesta llevando a cabo tareas de sensibilización en higiene, por un lado, y trabajos de saneamiento, por otro, como la construcción de letrinas en los campos de desplazados con el fin de evitar enfermedades derivadas de las aguas residuales. Además, previniendo la época de lluvias, cuyo inicio es dentro de dos meses, se repartirá durante los próximos días material de refugio y abrigo para los desplazados.

En ocasiones, nuestro trabajo requiere de la colaboración de la población de los campos, tanto de los comités que los coordinan como del resto de haitianos. Por ello, disponemos de programas que incluyen un salario diario para aquellos que trabajen con nosotros, un montante dentro de los estándares legales de Haití y que, como ya comenté en otro post, permite, entre otras cosas, la reactivación de la economía local. "Pero por lo general, reciban sueldo o no, siempre están dispuestos a echarte un cable. A levantar la plataforma para colocar el depósito de agua, a cavar el agujero de las letrinas... A todo. No les importa el sol, el cansancio, nada. Sólo quieren ayudar y que las condiciones aquí mejoren", me decía esta mañana uno de nuestros técnicos de agua y saneamiento.

Los haitianos son avispados, resolutivos. Buscavidas, en la mejor acepción de la palabra. Se te acercan educados, con un punto de timidez, y te dicen que saben conducir, hablar francés y español. Y chapurrear algo de inglés. Que además tienen automóvil propio y que tal vez podría interesarte contratarles como chóferes. O como la chica que vino hasta mí hoy en la terraza del hotel Fort Royal, en Petit Goave, donde Intermón Oxfam tiene una oficina provisional en una de sus habitaciones. Ella, viéndome con el chaleco multibolsillos de Oxfam Internacional, me dijo: "soy enfermera, quizá podría trabajar con ustedes", y me entregó su currículo. Lamentablemente no estaba en mi mano su contratación. La derivé a la responsable de proyecto en terreno; pero aún no sé si finalmente trabajará con nosotros o con alguna de las ONG que allí operan. Lo que sí sé es que con una hoja de vida tan impecable terminará trabajando con total seguridad.

De regreso a Puerto Príncipe otro de mis compañeros me preguntaba: "¿Has visto cómo salen adelante? ¿Cómo estaríamos nosotros si hubiéramos pasado algo tan terrible como esto?"
"Ni siquiera podemos imaginarlo", le contesté.

No podemos. Vivimos metidos en nuestra burbuja de las ocho horas laborales diarias, de los fines de semana libres, del mes de vacaciones en playas inimaginables. Escudados en la seguridad social, una casa confortable y dos autos en el garaje. Ignoramos, o nos parecen películas de ciencia ficción, los tsunamis, terremotos, huracanes y ciclones que azotan a lugares como Haití. Olvidamos con rapidez la existencia del sida, de las guerras y de las mujeres violadas en estos conflictos. Nos creemos inmunes a todo ello por pura ignorancia y porque nos empeñamos en vivir de espaldas a la vida real. Porque lo nuestro, si me permiten la licencia y que desvincule ésta de la organización para la que trabajo, no es lo cotidiano, no es lo establecido, aunque así lo creamos y lo vendamos. En absoluto. La vida real es Haití, la República Democrática del Congo, Chechenia o el sudeste asiático. Pero no queremos creerlo. Por ello nos desconcertamos y no concebimos el porqué cuando los medios nos ponen ante los ojos un episodio como el acaecido aquí, en Puerto Príncipe, hace un mes.

Y si no comulgan conmigo, cojan un mapamundi. Señalen ahora los países donde la mayoría de la población vive por debajo de los umbrales de la pobreza, los que sufren guerras, los que en ellos se vulneran los Derechos Humanos y los que tienen el estigma de sufrir catástrofes naturales varios meses cada año. ¿Cuántos quedan? A mí me sobran dedos a la hora de contarlos.

domingo, 14 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (X): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (y III)

El patio de la Escuela Nacional República de Perú está rodeado por un muro de piedra con dibujos y pintadas a favor del diálogo, la no violencia y el progreso. En uno de sus costados hay una pequeña puerta de metal que abre el paso al contiguo Centro de Formación de Profesionales de la Educación, otra escuela que, a pesar del que el 75% de las ubicadas en Puerto Príncipe han quedado bajo los escombros, estaría perfectamente operativa si no fuera por los 2.500 desplazados que alberga en sus jardines.

Las imágenes son casi idénticas al colegio vecino: niños y colchones viejos por todas partes. Resguardada a la sombra en uno de los soportales descansa Ketsia Domany, de 32 años. La vida para ella en el campo es aún más difícil que para los demás debido a que por su parálisis debe vivir sobre una silla de ruedas. "Dependo totalmente de la gente para moverme y eso es muy incómodo. Y cuando no estoy en la silla, cuando estoy tumbada o sentada en el suelo, es horrible, las piedras se me clavan por todo el cuerpo", dice.

Con su mano derecha sostiene un pequeño libro con aspecto de folletín. Ki sa labib anseye tout bonvre? es el título en criollo. Significa ¿Qué es lo que realmente nos enseña la Biblia?. "A mí, lo que me ha enseñado es a tener esperanza. Hoy puedo estar aquí, en este campo, sin comida ni cobijo, sin apenas nada. Pero mañana, o dentro de una semana, un mes, no sé, puedo estar mejor. Con mi familia, amigos... bajo un techo", dice tímidamente la joven. "Y a compartir", añade. "Pero ya ve, aquí poco es lo que se puede compartir".

Crónicas desde el epicentro del desastre (IX): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (II)

Una anciana con un pañuelo blanco a la cabeza, aros grandes de plata en los lóbulos y arrugas pronunciadas alrededor de los ojos hace señas desde una de las tiendas del campo, en el centro del patio de la escuela. Para llegar hasta ella hay que caminar cuidadosamente y casi de costado entre las carpas, muy pegadas y levantadas sobre palos de madera mal afianzados en el terreno. "Vengan conmigo", dice. "Aquí hay un niño muy enfermo".

Aparta con su mano una sábana que cae a modo de puerta desde uno de los toldillos. Tras ella aparecen dos palanganas llenas con agua sucia y algunas prendas de ropa dentro, unas chanclas de goma polvorientas y un colchón de espuma mugriento, a pedazos casi negro por la suciedad y sobre el que descansan dos veinteañeras, una de ellas con un bebé –su hermano– en brazos que llora irremediablemente y cuyos ojos están cubiertos por una pátina blanquecina. "Tiene algo malo... pero no sabemos qué es", dice la madre, una mujer de 35 años que sostiene a otro pequeño en su regazo, el menor de sus ocho hijos, mientras la mayor, de 22 años, le hace trenzas en su pelo recio y negro.

El bebé tiene tres meses y está escuálido. Debe pesar poco más de dos kilos. Su antebrazo no tiene más de dos centímetros de grosor y una de sus pequeñas y arrugadas piernas, que queda al descubierto de la manta con la que está tapado, no supera los cuatro de diámetro. El pequeño mantiene su boca pegada al pecho de la madre y succiona a duras penas la poca leche que puede ofrecer ésta sin haber ingerido apenas alimentos desde el seísmo. "No sabemos qué le sucede", dice la madre. "Nació perfectamente, sin nada extraño... pero vea a los tres meses como está", añade.

Cuenta Makilene Josil, la progenitora del bebé enfermo, que lo llevó hace ocho días al hospital que la ONG International Medical Corps (IMC) ha instalado en la escuela. Que le dieron medicinas, que el bebé las toma con el arroz que le dan o con leche de coco; pero que no ha experimentado mejoría. "Nadie me ayuda. Nadie me dice nada. Se han olvidado de mí", se lamenta. El joven intérprete mira al pequeño, incrédulo. Compungido, se diría. Niega con la cabeza y con la mirada fija en algún punto de la mínima anatomía que tiene delante, afirma: "las medicinas son la otra gran carencia aquí".

A pocos metros, en una tienda vecina, Jameson Dort observa la escena. Habla con seguridad y el ceño fruncido. "Déjeme que le diga una cosa. En realidad no necesitamos ni agua, ni comida, ni toldos para nuestras tiendas. ¿Sabe lo que en realidad necesitamos? Una oportunidad. Una oportunidad para trabajar, para trabajar por este país y compartir todo lo que tenemos, nuestros recursos, entre todos los haitianos. Trabajar y, de ese modo, sacar a Haití adelante".

jueves, 11 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VIII): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (I)

Un perro flaco y sucio sale a ritmo pausado de la Escuela Nacional República de Perú, deja atrás un gran portón de metal y se pierde en las calles a medio asfaltar del desfavorecido y complicado barrio de Martissant, a las afueras de Puerto Príncipe. El colegio permanece cerrado a los estudiantes. No porque sea uno de los 6.000 centros de los 16.000 que hay en Haití que resultaron afectados por el terremoto del pasado día 12, sino porque en su interior se refugian ahora más de 3.000 damnificados por el desastre.

El patio del colegio es un sinfín de toldos, plásticos, sábanas y maderas medio podridas que conforman las viviendas de los desplazados. "No quiero ni pensar qué es lo que puede pasar aquí si esto sigue en las mismas condiciones en la época de lluvias, dentro de poco más de dos meses", comenta Patrick Rosielain, el portavoz de Kashim, el comité que organiza a la población concentrada tanto en esta escuela como en la que hay al otro lado del muro del patio. El Centro de Formación de Profesionales de la Educación, con 2.500 desplazados en su interior y donde Intermón Oxfam ha instalado un depósito de 10.000 litros de agua potable que recarga dos veces al día. "La verdad es que ahora, con Oxfam ya aquí, lo que nos hace falta es algo con qué refugiarnos... Y comida, claro", añade Rosielain.

Una joven da de comer a su bebé una papilla a base de maíz molido, agua y azúcar, bajo un toldillo hecho de telas remendadas, junto a un chico y una chica. La pequeña aparta la cara y tuerce el gesto cada vez que la madre intenta darle una cucharada. Los tres jóvenes ríen. Una de ellas descansa sobre un colchón maltrecho con la pierna escayolada. "Me la rompí en el terremoto", dice. Se llama Berthrand Hermeith y tiene 22 años. Explica que vive allí con sus abuelos, sus hermanos –los dos chicos que están junto a ella– y su sobrina, que sigue rehusando el mejunje de maíz. Explica que pasan hambre, que las Naciones Unidas les llevaron una vez, hace días, algo de comida pero que eso no llegó para todos y que la distribución de la ayuda debería estar mejor coordinada con la población. Berthrand defiende que los comités locales elegidos entre la población deberían jugar un rol más activo en las distribuciones, pues éstos son quienes hablan criollo y saben cómo funcionan las comunidades aquí. Que de ese modo todo el mundo tendría algo que llevarse a la boca, concluye.

El sol cae en picado y las moscas revolotean incansables y molestas por todas partes. El polvo que se levanta de la arena del patio del colegio se mete en las fosas nasales y se queda ahí por un rato, junto a los diversos olores que surgen a cada paso: a leña quemada, a plátano frito, a sudor, a aguas residuales. Al fondo, justo en la entrada a las aulas, unas adolescentes saltan a la comba divertidas. Ajenas, al menos en apariencia, a todo lo que las rodea. "Cuando oscurece es mejor que no estén fuera", advierte Patrick Rosielain. El joven, que esta mañana también hace las veces de intérprete de criollo, explica que ha habido varios intentos de violación al caer la noche. Que el corte casi generalizado de electricidad y la carencia de generadores no facilitan la labor de los 25 vigilantes que posee el comité. "Aunque podemos dar gracias a que tenemos una comisaría de policía justo delante de la entrada del colegio", apunta.

martes, 9 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VII): La alfombra roja


El nombre de Tapis Rouge, alfombra roja, resultaría irónico para este mísero campo de desplazados si no fuera porque realmente a eso se asemeja. El asentamiento se levanta a los dos lados de una larga y empinada calle de tierra rojiza y barro de la ladera de una de las colinas que rodean Puerto Príncipe. Desde el punto más alto desciende un mar de chabolas que parece perderse al fondo en las playas de la capital hatiana.

Pausados y laboriosos como hormigas ascienden por la cuesta diez habitantes de Tapis Rouge. Unos, barriendo mondas de naranjas, envoltorios, latas de refrescos, plásticos y otro tipo de inmundicias; otros, cargando carretillas donde depositan los primeros las basuras; el resto, portando rastrillos y palas con los que forman un surco en el centro de la vía por el que deben correr las aguas residuales que ahora fluyen sin control alguno por el lugar.

Todos ellos forman uno de los ocho equipos del programa Cash for work (Dinero en efectivo por trabajo) que Oxfam International ha formado en ocho asentamientos de Puerto Príncipe y alrededores. La iniciativa pretende ser una alternativa a la distribución de comida que se está llevado a cabo diariamente en 16 puntos de Puerto Príncipe. Pues comida hay –en los pequeños comercios, en los puestos callejeros, en los supermercados- lo que falta es el dinero para comprarla. Los integrantes del Cash for work reciben 275 gourdes diarias, unos seis dólares, por trabajar de siete a 11 de la mañana. Un montante por encima del salario mínimo haitiano. Con esas ganancias pueden comprar la comida que necesitan. A su vez, el dinero circula y la economía local y a pequeña escala se reactiva. “Hasta ahora había poca cosa que hacer aquí”, dice Mismose Destin, de 37 años, mientras se ajusta dos pedazos de cartón enrollados en sendas fosas nasales para evitar el polvo. “De este modo, puedo comprar algo de comida. Una parte revenderla y con el resto alimentar a mis tres hijos”, añade.

El proyecto de Oxfam Internacional pretende dar cobertura a 5.000 familias desplazadas en pocas semanas y siempre centrado en tareas que beneficien a la comunidad: recogida de basuras, limpieza de escombros o instalaciones de letrinas. También una manera para trabajar con y por la comunidad y establecer lazos entre los integrantes de los asentamientos. “A este lugar le hacía falta algo como esto. Mi chica también está en uno de los grupos de limpieza”, dice Mikelson Joilivier de 25 años. “Además, es lo único con lo que podemos contar para sacarnos unas gourdes diarias para cuidar de nuestros tres pequeños”.

El sistema de Cash for work implica que sus participantes vayan turnándose cada determinado tiempo con el fin de crear incentivos equitativamente, que la población amplíe sus expectativas laborales más allá de este proyecto y no provocar fricciones entre los beneficiarios.

Una mujer tocada con un sombrero tipo bombín de paja, falda estrecha negra y camisa de lino blanca y deshilachada se acerca a este cronista. Le demanda su número de celular y trabajo para sus cinco hijos. “Tenga, aquí me puede encontrar”, dice mientras entrega su teléfono. “Alguno de ellos podría trabajar en su organización”, añade. Se llama Delsi Luciene y tiene 53 años. Asegura que de este trabajo “sólo espera sobrevivir”. Eso y “comprar algo de ropa para mis nietas y utensilios de cocina para poder cocinarles”.

Un joven se abre paso en el corro de personas que se ha formado alrededor de Delsi y este “blanc”. Sostiene una pala de cavar en sus manos. Sin quitarse la mascarilla de papel que le cubre la nariz y la boca logra hacerse entender cuando exclama: “¡Aquí hay muy mal olor! Estas mascarillas son de mala calidad y no nos potregen de nada. Y tampoco tenemos guantes. Hay que recoger mucha porquería y no tenemos guates de goma.”

Quedan muchas cosas por hacer.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VI): Las chicas guapas vuelven a sonreír

Las opiniones expresadas en esta entrada son completamente ajenas a la organización para la que trabajo

El Palacio Presidencial de Haití se asemeja ahora a una enorme tarta de merengue que se ha desvanecido sobre su bandeja. La cúpula central se escurre entre las dos laterales, más pequeñas y ahora maltrechas. El recinto se ha convertido en una metáfora grotesca del estado de la capital haitiana, Puerto Príncipe, tras el terremoto. Las calles aledañas bien podrían confundirse con las bombardeadas en Gaza hace poco más de un año o las que recordamos en televisión de Kosovo, Serbia y Macedonia. Montañas de piedras, cal y prendas de ropa desgarradas y sucias.

A varias manzanas del Palacio se encuentra la Plaza de Santa Ana, uno de los muchos campos de desplazados improvisados en los diferentes espacios públicos de la ciudad. La misma fotografía en todos ellos: carpas hechas a retazos de cualquier cosa con la que resguardarse de la lluvia, niños corriendo y ollas de acero con unas pocas legumbres dentro calentándose en unas brasas.

Regresaba justamente ayer de esa parte de la ciudad junto a Paco Cumbreras, el técnico watsan (water and sanitation) de Intermón Oxfam encargado del depósito de 10.000 litros que abastece de agua potable a los desplazados de la zona, cuando recordé la pregunta que un lector de la edición digital de uno de los periódicos nacionales me hizo la semana pasada en un chat: ¿Podrán los hatianos recuperarse de un trauma tan grande como el que les ha supuesto este terremoto? Sin dudarlo le contesté que sí, basándome en varias experiencias de mi todavía corta carrera profesional. La recordé porque lo que vi ayer en las calles del centro de Puerto Príncipe me hicieron pensar que no estaba desencaminado.

Tras el terremoto, los alrededores del Palacio Presidencial permanecieron desiertos, con apenas gente en las calles, sin vehículos circulando ni tampoco ruido alguno. Una postal desoladora. Sin embargo ayer, en las vías que desembocaban a Santa Ana el tráfico era fluido, los cláxones una constante y los coches avanzaban lentamente de una esquina a otra interrumpidos por inevitables frenazos. Apostados en las aceras se sucedían los vendedores callejeros de frutas, bebidas refrescantes, rebanadas de plátano frito sazonadas con sal y las farmacias andantes, como yo los llamo. Vendedores con varios cubos de plástico que, insertados uno dentro del otro, adoptan forma de gran cono alrededor del cual y sujetas con gomas elásticas han ido colocando tabletas de pastillas -de todas formas y colores- que se venden por píldora o por caja, según dolencia y presupuesto.

Subimos al coche rumbo a la oficina. El camino más corto obliga a rodear la plaza así que continuo observando la vida avanzar en Puerto Príncipe. Un limpiabotas saca lustre a los zapatos de un señor de mediana edad pulcramente vestido y con un bigote recortado a la perfección. Dos jóvenes salen de un establecimiento de comida para llevar con sendas bandejas de pollo frito, tostón, ensalada y arroz con habichuelas. Tres mujeres avanzan decididas por el medio de la calzada. Parecen recién salidas de la peluquería, con el pelo brillante y liso, maquillaje caro y tacones. Antes de dejar atrás la iglesia que permanece hecha escombros junto a la plaza, cruzo la mirada con una chica de ojos grandes y rasgados. Está abriendo la puerta de su pequeño automóvil mientras tararea la canción que debe estar escuchando a través de los auriculares que lleva puestos. Me sonríe y se introduce en el vehículo. La vida avanza, me repito, en Puerto Príncipe.

Aunque lentamente, todo parece volver a la normalidad. Los bancos abren, las oficinas se reestablecen, “pero también la delincuencia”, comenta un periodista que vivió en la capital haitiana tres años y ahora ha vuelto a cubrir el terremoto.

“Unos tres mil presos huyeron de la cárcel de la ciudad debido a los destrozos del terremoto. Muchos de ellos pertenecen a las bandas que apoyaron en su día a Aristide y que una vez en el exilio éste, se dedicaron al tráfico de drogas, a robar camiones de mercancías tras disparar al conductor, dejarlo tirado en el arcén a plena luz del día e introducir el vehículo en su barrio, a secuestrar a haitianos pudientes y a prensa extranjera… Incluso una vez secuestraron un autobús escolar lleno de niños. La mayoría pertenecen a los barrios de Cite Soleil y Martissant. Allí deben estar ahora reorganizándose y rearmándose… Sólo hay que esperar a que la atención mediática disminuya y las tropas en las calles mengüen para que todo eso se reproduzca…. Y es que, vea, el Gobierno haitiano ahora mismo no existe… bien, nunca existió. Las tropas estadounidenses se limitan a controlar sus zonas: el aeropuerto y Petionville. Y la MINUSTAH… la MINUSTAH es bastante ineficaz…”

Una vez más: queda mucho por hacer en Haití. La labor de organizaciones como Intermón Oxfam no debe acarbarse tras la emergencia, hay que seguir aquí apoyando a las instituciones y tejiendo la sociedad civil.

lunes, 1 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (V): La serpiente y la terapia de la solidaridad

“¿Sabe usted lo que sucede cuando se produce un terremoto?”, pregunta Menard Meneles, una profesora de inglés que vive bajo una carpa improvisada a orillas de la iglesia de Santa Caterina, en uno de los asentamientos de desplazados de Gressier. “Seguro que no”, añade. “Siéntese aquí que yo se lo voy a explicar”. Menard es quizá la única persona en este campo que aparenta menos edad de la que tiene. Aún así, se disculpa por el “aspecto horrible” que dice tener. No es cierto.

“Un terremoto es como una serpiente gigante que repta por el subsuelo levantado la tierra, derrumbando edificios y haciendo saltar los vehículos. Cuando esa serpiente llega donde tu estás, todo tiembla, todo vibra, todo se cae y se rompe. Tus piernas flaquean, tus rodillas se doblan y caes al suelo incapaz de mantenerte en pie. Te mueres del miedo”, asegura con una pátina de amargura en su expresión.

Menard vive en el campo con su esposo y sus tres hijos. Su casa quedó hecha escombros y hierros doblados, con el aspecto de los pecios que descansan bajo el mar Caribe, frente al cual estaba ubicada. Pero las ojeras de Menard se deben en realidad a otro tipo de pérdidas. “Ese día salí antes de la academia. Debía solucionar unos trámites administrativos. El terremoto me cogió ya en casa; pude salir, no sin hacerme varias heridas, pero pude salir sana y salva. Sin embargo, mi promoción… todos mis alumnos murieron en la escuela. Se les vino el techo abajo y murieron allá. Allá, donde yo debía estar dando clases”, dice.

Ella y su familia pudieron rescatar algo de arroz, un poco de maíz, otro poco de aquello, de esto y con todo se fueron al asentamiento. “Pero todo ha subido de precio, como mínimo al doble de lo que costaba antes. Por eso a veces, cuando me despierto, veo que me falta una bolsa de arroz, una cajita de jabón... Cualquier cosa. Pero qué se le va hacer, usted ya ha visto como estamos. La gente está desesperada por que llegue la ayuda…”, señala amable Menard.

Unos metros más allá, descansa bajo el toldillo de su tienda Jeannette Jean Pierre. Jeannette de 70 años está sola. Si no hubiera sido por la ayuda de un vecino nunca hubiera podido salir de su casa. No tiene familia salvo un hijo en Estados Unidos. “Estoy preocupada porque no puedo contactar con él, no tengo manera de hacerlo. Él no sabe nada de mi todavía”. Asegura que no han recibido nada de nadie, que no tiene nada, ni comida ni agua ni medicamentos; que nadie les ha llevado ningún tipo de ayuda. Sin embargo siempre puede contar con un plato de comida. “Quien más quien menos consigue unas pocas legumbres un día, algo de arroz al otro y entre todos cocinan y procuramos que todos podamos comer algo compartiendo lo poquito que tenemos”, dice.

El de Jeannette es sólo uno de las decenas de miles de casos de solidaridad que se dan en Haití cada día, uno por cada desplazado, si me apuran. “Mi casa también se ha derrumbado”, cuenta el director de Intermón Oxfam en el país, Vincent Maurepas. “Ahora vivo con otros familiares, cerquita de la casa de mi madre. En ese barrio vemos muestras de solidaridad cada día: familias que han podido salvar algo más que otras de sus casas y se encargan de cocinar para ellos y el resto de vecinos, gente que ha puesto su vehículo a disposición de la comunidad para los que necesitan ir al hospital, por ejemplo… La solidaridad se ha convertido en la terapia colectiva de los haitianos”, apunta.

Una pintura de Françoise Dominique Toussaint Loverture, el revolucionario haitiano que abolió la esclavitud en parte de la isla, preside el patio del Liceo Francés, en el centro de Puerto Príncipe. Aparece de perfil, con galas militares. “El Bolívar negro”, pienso. El edificio, fundado en la década de los años cuarenta, también se vino abajo con el terremoto sepultando a varios alumnos entre las piedras y las vigas. La pista de baloncesto y la cancha de fútbol son ahora el lugar donde viven alrededor de 500 personas. Otro asentamiento de desplazados. Olor a aceite recalentado de tostones de plátano y pollo frito, moscas, varios muchachos construyendo una tienda con tablones de madera desiguales, el calor pegajoso y húmedo de Haití y los molestos helicópteros del ejército estadounidense atronando en lo alto.

“Necesitamos agua. También comida, plásticos para cubrir nuestras tiendas y medicamentos; pero sobre todo agua”, me dice un joven corpulento, de mirada noble y maneras suaves mientras me acerca una toalla blanca para el sudor. Lleva un bidón de bebidas isotónicas para deportistas en la mano con la que sujeta la toalla y un libro, Vengar el vuelo 800 de Gerard de Villiers, en la otra. Se llama Steven Jeal y tiene un dejo venezolano en su español. “Viví allá, en Caracas, tres años con mi padre”, dice. Steven es uno de los integrantes del comité de organización de este asentamiento. La formación de estos grupos ha sido casi tan espontánea como la de los propios asentamientos. Las ganas de salir delante de los haitianos debe unirse a la solidaridad si hablamos de terapia para superar el azote que les ha supuesto el terremoto del pasado día 12.

Los comités, formados por cinco, seis o siete personas gestionan la ayuda humanitaria que llega a los asentamientos, coordinan la instalación de tanques y depósitos de agua y distribuyen la comida que las ONG dedicadas a ello llevan a estos lugares, entre otras tareas. “Están mucho mejor preparados de lo que esperábamos y dispuestos a lo que haga falta para sacar esto adelante”, me decía hace un par de días uno de los técnicos de Agua y Saneamiento de Intermón Oxfam en Gressier, donde llegamos con la intención de planificar la elaboración de un censo; y nos encontramos con que ellos ya lo habían hecho una semana atrás, poco después del seísmo.

Otro detalle significativo: las tiendas han permanecido cerradas prácticamente en su totalidad durante estos días. Pocos han sido los servicios accesibles en la ciudad. Sin embargo, todos los miembros de los comités portan siempre colgadas del cuello sus correspondientes tarjetas identificativas. Plastificadas, impolutas y con una fotografía a color incluida.

viernes, 29 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (IV): Los Topos del Montana

Les explicaré rápidamente y a grandes rasgos, para que no se confundan con cargos anglófilos y siglas interminables, quien es quien en los equipos de Intermón Oxfam durante las emergencias humanitarias. El emergency manager –jefe de misión- es el responsable, el coordinador de todo el dispositivo. Por debajo y con el mismo nivel de responsabilidad están las vértebras de la operación. El logistic manager, que se encarga de encontrar el mejor punto para situar la base de la misión y de que en ésta no falte nada de lo necesario. Desde vehículos (conductores incluidos) hasta sistemas de comunicación, pasando por herramientas y suministros. El wash manager, en español: el responsable de agua y saneamiento –nuestro trabajo principal-, se encarga de localizar los puntos de la zona afectada donde es más necesaria el agua potable, de coordinar la colocación de los depósitos y de gestionar la distribución entre la población. El responsable de finanzas gestiona y controla los gastos que surgen a lo largo del operativo. Y por último, el security advisor, literalmente, el consejero en seguridad, se encarga de llevar a cabo los protocolos de seguridad, diferentes según el contexto de cada país, e intenta que todos los integrantes de la misión los cumplan. Cada uno de ellos dirige un equipo que desarrolla el trabajo definido. A más gravedad de la emergencia, más personal.

Si el interés mediático de lo ocurrido es elevado, como en este caso, se enrola en el grupo uno de los periodistas –media officer, nos llaman- del gabinete de prensa de la organización. En terreno se encargan de recoger material audiovisual tanto para Intermón Oxfam como para los medios a los que les pueda interesar. También de gestionar la información para periodistas, acompañarles a terreno y realizar portavocías. En esas me encontraba el otro día, acompañando a un equipo de TV3, la televisión de Cataluña, hacia el punto de distribución de agua de Oxfam International en el campo de Petionville, cuando sonó la señal de “mensaje entrante” en el celular de uno de los reporteros.

-Son los Topos, dijo. Están al lado del Hotel Montana, en el edificio de apartamentos de Naciones Unidas que se ha derrumbado… Vamos antes para allá.

Accedimos no sin dificultad a lo que fue un complejo de estudios para el personal de Naciones Unidas. Un edificio de cinco pisos. El quinto estaba a la altura de mi entrecejo y bajo el primero los cuerpos de once personas. Frente a las ruinas y rodeados de escombros permanecían de pie, con la mirada fija en el mismo punto, los Topos. El cuerpo especial de rescates de México. Tiznados de cal, despeinados, sudorosos y con un cigarrillo en los labios. Morenos, bajitos y de ojos achinados. Equipados con unos monos de trabajo viejos y gastados y poco más que piquetas y martillos. Callados y duros escudriñando las piedras para poder acceder al lugar donde permanecían un niño y su padre desde el día del terremoto, desde una semana atrás.

-Llevamos acá cuatro días, señor. Me decía Eddy Ruiz, del cuerpo de rescate guatemalteco, que junto al uruguayo llevaban dando apoyo a los Topos durante esas cuatro jornadas.

Ruiz me contaba que quedaron atrapados por intentar salir por la parte delantera de la casa, en la parte del edificio que cayó primero. Que la “baby sitter” y la nena sí se salvaron, porque ellas agarraron por detrás, dice el guatemalteco. Y que aquella señora de allá es la mamá. De Guate como él, me apunta. Que se encontraba de vacaciones allá cuando todo sucedió y que lleva cuatro días aquí esperando a que rescaten a su esposo y su hijo.

Pueden ustedes imaginar el rostro de la mujer. Su expresión ausente, sus movimientos lentos y descoordinados. La mirada extraviada. La angustia de la espera, el miedo del desenlace. El pánico.

Pasó junto a nosotros una chica de no más de veinte años. Bajita y flaca. Nerviosa. Con el cabello revuelto en rizos y unos grandes lentes de pasta. “Es Marta”, me dice Eddy. “La hija de Jorge, el jefe del grupo”. Jorge, me cuenta el joven, es un mexicano grandote y con barba poblada y blanca. Que se mofa de los gringos porque “mientras esos pinches equipados hasta la madre, sacan un cuerpo, nosotros ya sacamos cinco. Y a puro martillo no más, güey”.

Marta lleva un pequeño osito de peluche en uno de los bolsillos de su pantalón. Se lo regaló hace tiempo su padre. Y éste, lleva consigo el suyo. Por si algún día, cavando un túnel entre escombros, hay una réplica, temblores y se vuelve todo negro y polvo y ya no más. “El otro día nos pasó. Estábamos llegando a uno de los cuerpos atrapados. Bien adentrito del túnel y todo se movió. Se movió demasiado. Y salimos como una flecha”, me explica Eddy.

Salieron todos menos Marta, que es la que estaba más adentro, pues es pequeñita y llega donde los demás no alcanzan. Al parecer, se quedó allí, muy quieta, de rodillas con las gafas resbalándosele por la nariz y la mirada fija en el techo del túnel. Tranquila. Cuando todo pasó y al fin salió del fondo de las ruinas y se sacudía el polvo de los pantalones les dijo: “y pa que correr si no voy a alcanzar”. Brava.

Le pregunto a Eddy en cuánto tiempo esperan llegar a donde están el papá y el hijo. “Hoy llegamos, no más”, me dice. “Quizá unas horas; pero ya estamos cerca. Lo sabemos”, dice mientras su semblante se vuelve aún más grave. “Y es que el olor es ya muy fuerte ahí dentro”, añade mientras tuerce el gesto, resignado.

martes, 26 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (III): El chico malcarado de la gorra

La barra de la terraza del Club Petionville de Puerto Príncipe ya no es lo que era. Hace las veces ahora de una especie de departamento de administración de un hospital de campaña levantado en lo alto de la colina del recinto por varias organizaciones médicas estadounidenses. La piscina donde se remojaban las élites haitianas está ahora a medio llenar, con hojas secas flotando en el agua sucia y en lugar de hamacas a su alrededor, hay cajas de provisiones y fusiles de combate ordenados metódicamente. Relucientes, negros y siniestros. Pertenecen a los soldados de Estados Unidos que custodian el club de campo donde ahora viven miles de haitianos afectados por el terremoto.

Abajo, en la ladera de la colina y a lo largo del pequeño valle se extiende un amalgama de tiendas levantadas a base de madera y plásticos, unas; de chapa y retales de telas mal cosidos, otras; de lonas impermeables de organizaciones humanitarias, las que menos. Los corredores que se han formado entre las hileras de estas pequeñas e improvisadas viviendas –en apenas tres por cuatro metros duermen y conviven familias de cinco, seis y siete miembros- van apareciendo recurrentes maneras para ganarse unas monedas.
Un enchufe múltiple permanece conectado a un par de baterías de coche, en él hay enchufados varios teléfonos celulares bajo la atenta mirada de un joven vestido con camisa blanca, pantalón negro de algodón y unos mocasines polvorientos y de suela gastada. El encargado de cobrar por cada recarga.

Continuo caminando, sorteo un colchón sucio tirado en medio del corredor y acto seguido esquivo un gallo que corre de una tienda a otra para toparme con una nueva batería de vehículos. Esta vez se trata de un joven que, máquina de rapar conectada, se dedica a cortar el pelo a todo aquel que lo desee a cambio de unas pocas gourdes. Pequeños mostradores de madera con enseres higiénicos, otros con sal para cocinar y botellas de agua y neveras térmicas sin hielo dentro que ofrecen naranjadas y limonadas a la elevada temperatura ambiente de Haití.

Más allá se encuentra uno de los siete puntos de distribución de agua que ha colocado en la ciudad y sus alrededores Oxfam Internacional. Una gran depósito de goma con cabida para 10.000 litros y conexión para tuberías. Su aspecto es el de una gran colchoneta de aire, donde sin duda se revolcarían felices el “millón” de niños que corretean por el campo. Es la hora del reparto. Los coordinadores del campo acuden con una tubería plástica y flexible. Conectan uno de sus extremos al depósito y el otro a un sencillo surtidor con varios grifos. El agua, necesidad primordial en este momento para los afectados por el seísmo, brota. Acuden primero los niños, con garrafas casi tan grandes como ellos, divertidos y alborotadores. Les siguen a unos pasos sus madres o abuelas, dispuestas a cargar el recipiente en sus cabezas cuando el pequeño se percata de que ni modo con ese peso. La fila va en aumento y sólo llega a su fin cuando las necesidades diarias de todos en Petionville están saciadas. Al día siguiente, se repetirá la misma escena.

Pero queda mucho por hacer. A los siete puntos de distribución que el afiliado de Oxfam Internacional, Oxfam Gran Bretaña, ha puesto en marcha, hay que sumar los tres de una serie de depósitos y surtidores que implementó el pasado sábado Intermón Oxfam, dos en varias de las áreas más afectadas de Puerto Príncipe, y otro en la localidad de Gressier. Cuando se concluya el operativo de Intermón Oxfam dentro de unos días, se verán colmadas las necesidades en cuanto a agua potable de unas 30.000 personas.

Regreso a la salida del campo. Decido dar un rodeo y no atravesar el punto de encuentro de la milicia estadounidense, con helicópteros despegando y aterrizando continuamente y con los soldados hieráticos, de piel blanca, uniformados con traje de camuflaje marrón claro y todos con las mismas gafas reglamentarias de sol. Como en las películas; pero de verdad. Jóvenes. Muy jóvenes. Pensaba en ello, cuando se me acercó un chico vestido con vaqueros anchos, camiseta de jugador de béisbol, gorra y muy malcarado. Me alzó la mano. “Good morning, sir”, dijo y respiré aliviado.

Se llama Jules Edison y vive en la Avenida Delmas. Me dijo que en la explanada donde antes estaba su casa y la de sus vecinos hay ahora un gran número de asentamientos de al menos un centenar de personas cada uno. Que no hay nada. Ni agua, ni comida, ni medicamentos. Que duermen al raso, sin cobijo ni techo y vendidos a las calamidades que conlleva la noche oscura en Puerto Príncipe.

- ¿Por que no vienen a ayudarnos allá?, me dice con los brazos abiertos.

De manera tan automática como estúpida, le digo que aquí, en Petionville, puede conseguir agua cada día, que hay refugio y demás gente en su situación. Que quizá mejor aquí, al amparo de las ONG que allí trabajamos. Al menos, hasta que empiece a solucionarse dentro de un (largo) tiempo todo.

- ¿No crees que quizá aquí puedes estar algo mejor? Hay agua, una clínica…, le digo tímidamente.
- ¿Pero por qué? Si mi casa y mi familia está en Delmas, yo no quiero irme del lugar donde he vivido siempre. ¿Por qué no vienen ustedes allá?

Como les decía hace unas líneas, queda mucho por hacer.

sábado, 23 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (II): Sábanas blancas

Una extraña y psicodélica versión de The house of the rising sun se escapaba por los orificios de la cubierta de los altavoces del vehículo mientras el sol se ponía sobre Haití y Puerto Príncipe al fondo se tornaba inexorablemente rojo. El coche se internaba en la ciudad por una larga carretera de dos carriles pero tres hileras de vehículos circulando sin orden aparente. Entre ruido de frenazos y pitidos de claxon veía pasar los peculiares taxis de la capital haitiana. Automóviles tipo pick up en cuyo remolque se habilitan dos banquetas y un techo de metal y madera soldado al chasis mediante barrotes de hierro. Todos ellos pintados de azules, amarillos, rojos. Dibujos imposibles y verdades insondables rotuladas en el capó. Los “I love you”, “Man says, God makes”, “Wait for me, baby” y “O’ mondieu” se sucedían al otro lado de la ventanilla mientras pensaba que la pobreza se asemeja demasiado en todas partes. Los mismos niños vendiendo en el arcen que en la República Democrática del Congo, la misma humareda de los tubos de escape que en Bangkok y los mismos estanquillos de tapias frágiles y colores chillones que en la Guajira colombiana.

El equipo de Intermón Oxfam del que formo parte había dejado atrás la frontera con República Dominicana hacía un par de horas. Una frontera peculiar, sí. Pero no más que el paso de Beni Ansar entre Melilla y Nador, por citar una de muchas. Un gran portón de metal, como si de una finca se tratase, abre y cierra el paso en la parte dominicana. Al otro lado, una solitaria caseta de inmigración. En medio: camiones, vehículos 4X4, ciclomotores, policías, peatones y vendedoras de todo tipo de enseres domésticos exhibiéndolos en grandes cubas negras y mostradores de madera. A pesar del bullicio la situación era calma. Nada de caos. Nada de regueros de haitianos huyendo de los efectos del terremoto que el pasado día doce zarandeó y sepultó los barrios más pobres de Puerto Príncipe. Además, en ese aspecto, el equipo de mi organización que nos precedió el día anterior, reportó que no habían percibido movimientos importantes de desplazados haitianos dispuestos a cruzar la frontera. No obstante, parte de la misión de Intermón Oxfam es poner en marcha un sistema de observación desde la oficina en Santo Domingo por si esa situación cambia. Es decir, en una emergencia humanitaria como la que vive Haití pueden haber mil y un motivos para que un flujo importante de la población decida resguardarse al otro lado del puesto fronterizo. Si así fuera, Intermón Oxfam se encargaría de garantizarles el cubrimiento de las necesidades básicas en agua, saneamiento y refugio.

El tejado en forma de cono de una de las dos torretas de una casa con ínfulas de palacete permanece en medio de una de las calles de Puerto Príncipe. Íntegro en inamovible dificulta enormemente con sus cuatro metros de diámetro y otros tanto de alto el paso de los vehículos. Viviendas sin apenas una grieta permanecen íntegras junto a las ruinas de otras. Hogares convertidos en un amasijo de pedruscos, polvo, jirones de ropa y hierros que nacen de los escombros como las raíces desgarradas de un árbol caído. Llevo apenas un día en Puerto Príncipe y he visto poco. Sumido en reuniones y gestiones con los enviados especiales que cubren esta tragedia, sé que aún no me he topado con lo más duro, quizá sean estos los daños menos considerables; pero conforman por si solos un drama. Llegando a la oficina una familia se agolpa en los escombros de su casa. Apenas unos tabiques maltrechos en pie. Sobre ellos cuelga una sabana blanca. “We need help”, reza.

Esa es la otra parte de nuestra misión. Ayudar a la población afectada. La primera necesidad: el agua potable. Las dos siguientes: asistencia médica y refugio, pues hay un millón de personas que han quedado sin un techo bajo el que resguardarse. Los destrozos en las carreteras tras el terremoto, la imposibilidad de comunicarse con la capital haitiana, la inoperatividad del aeropuerto, el cierre del puerto, incluso los daños en las oficinas e infraestructuras de las ONG que tenían base en Puerto Príncipe y la afectación personal de los cooperantes que en ellas trabajan enlentecieron irremediablemente la distribución de ayuda humanitaria. No obstante, las circunstancias mejoran, las comunicaciones se reestablecen y las vías se despejan. Prueba de ello son los cinco puntos en que Oxfam Internacional, Intermón Oxfam en España, está distribuyendo agua potable para 80.000 personas diarias en los barrios de Petionville y Carrefour, dos de las zonas más afectadas por el seísmo.

Además, los trabajadores de la organización están entregado kits de higiene y material de refugio como lonas y plásticos. Refugio provisional, evidentemente. Pero no debemos quedarnos ahí. Intermón Oxfam inició su trabajo en Haití en 1994 y continuará en este país cuando termine esta respuesta de inicial de emergencia. Serán necesarias entonces labores de rehabilitación y reconstrucción para que nadie más deba afrontar un paraje desolador como el de Puerto Príncipe hoy. Para que nadie más cuelgue una sábana blanca pidiendo ayuda.

martes, 19 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (I): La burbuja de las ocho horas

(Las opiniones expresadas en esta serie de entradas quedan totalmente desvinculadas de la organización para la que trabajo)

Los copos de nieve caían al otro lado del ventanal limpio y diáfano del cálido local del Madrid canalla donde la otra tarde compartía vino, tapa y charla con una chica joven, guapa y lúcida. Me hablaba de la productora donde trabaja, de sus contratos con cadenas importantes y yo le replicaba con viajes y fotografías. La gente entraba y salía. Reían. Se tiraban bolas de nieve y se cogían de la mano para calentarse.

Tres días después, me encontraba a cuatro horas de Haití, contando para RNE como los cadáveres se agolpaban en las calles de Puerto Príncipe, su capital, tras el terremoto que sacudió a ésta el día antes. Los heridos a las puertas de los hospitales. Polvo, negrura y llantos ahogados de niños entre los escombros. Nuestra gente en Haití y la angustia atrincherada en lo más hondo de la garganta.

Leía luego a Pablo Ordaz –impecable, brillante, preciso y afilado como una daga, como siempre- en El País. Como un hombre transportaba a su hijo pequeño, muerto, en un pupitre vuelto del revés. El hombre, con hojas de menta en las fosas nasales para fintar el hedor que desprende la muerte, dispuesto a cavar con las manos la sepultura de su vástago sin vida.

A media tarde las galerías fotográficas en las ediciones digitales de los principales diarios eran una letanía de escorzos inmóviles y polvorientos, de cadáveres agolpados por las palas de las excavadoras que restaban en posturas grotescas e imposibles, de rostros desvalidos y mudos de pura impotencia y terror.

Ultimo ahora la mochila. Cuerpo de cámara, varios objetivos, baterías, cables, tarjetas y cinta americana. Una pequeña cámara de vídeo, libretas y bolígrafos. Mientras repaso el resto del equipaje, botas, teléfono satélite, unos viejos vaqueros y un libro que me acaban de regalar sobre las desgracias del país más bello del mundo, pienso en la periodista que tenía dos personas más allá en la cinta del equipaje, en el aeropuerto de Las Américas de Santo Domingo hace unos días. “Espero que me garanticen la seguridad del equipo que llevo. Es supercaro… Y la mía, claro”, decía una y otra vez mientras acompañaba cada “claro” con una risa nerviosa.

Tenía acento británico. Sofisticada, rubia y madura. Atractiva. La adiviné comiéndose el mundo. Recibiendo y dando puyazos en la carrera de fondo llena de obstáculos que es el periodismo. Sentada ahora en lo más alto sin querer dejar de tocar de pies en tierra. O intentándolo, me dije. ¿Garantizar la seguridad? Me pregunté. ¿La seguridad? ¿La seguridad de qué? ¿La seguridad de que no te disparen tras robarte tu Nikon, de que solamente te desvalijen, te roben tus Timberland y te manden descalza y desorientada a la casa que alquiló tu periódico sin que te violen cinco tipos borrachos y drogados hasta las cejas? ¿Seguridad tras un terremoto de grado 7,3 Richter en el país más pobre de América Latina? No, aquí no hay seguridad. En la vida real nada es seguro. Acá se mata, se roba, se viola y, por su puesto, uno se muere sin que el mundo deje de girar. Aquí no hay airbags ni semana de 35 horas. Ni seguridad social, ni vacaciones pagadas. No hay garajes ni dos autos aparcados en éste.

Aquí hay niños de diez años que trabajan cada jornada de sol a sol. Hay malaria, sida y tuberculosis. Y si uno viene aquí, es a esto a lo que se expone. El escudo del pasaporte no vale nada y la burbuja de las ocho horas diarias, de la posterior cañita, del pincho de tortilla y del cómodo sofá de casa no te aisla de nada en la vida real. Por eso siempre se nos queda cara de imbécil cuando nos descerrajan un tiro en un callejón oscuro de Puerto Príncipe.