viernes, 29 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (IV): Los Topos del Montana

Les explicaré rápidamente y a grandes rasgos, para que no se confundan con cargos anglófilos y siglas interminables, quien es quien en los equipos de Intermón Oxfam durante las emergencias humanitarias. El emergency manager –jefe de misión- es el responsable, el coordinador de todo el dispositivo. Por debajo y con el mismo nivel de responsabilidad están las vértebras de la operación. El logistic manager, que se encarga de encontrar el mejor punto para situar la base de la misión y de que en ésta no falte nada de lo necesario. Desde vehículos (conductores incluidos) hasta sistemas de comunicación, pasando por herramientas y suministros. El wash manager, en español: el responsable de agua y saneamiento –nuestro trabajo principal-, se encarga de localizar los puntos de la zona afectada donde es más necesaria el agua potable, de coordinar la colocación de los depósitos y de gestionar la distribución entre la población. El responsable de finanzas gestiona y controla los gastos que surgen a lo largo del operativo. Y por último, el security advisor, literalmente, el consejero en seguridad, se encarga de llevar a cabo los protocolos de seguridad, diferentes según el contexto de cada país, e intenta que todos los integrantes de la misión los cumplan. Cada uno de ellos dirige un equipo que desarrolla el trabajo definido. A más gravedad de la emergencia, más personal.

Si el interés mediático de lo ocurrido es elevado, como en este caso, se enrola en el grupo uno de los periodistas –media officer, nos llaman- del gabinete de prensa de la organización. En terreno se encargan de recoger material audiovisual tanto para Intermón Oxfam como para los medios a los que les pueda interesar. También de gestionar la información para periodistas, acompañarles a terreno y realizar portavocías. En esas me encontraba el otro día, acompañando a un equipo de TV3, la televisión de Cataluña, hacia el punto de distribución de agua de Oxfam International en el campo de Petionville, cuando sonó la señal de “mensaje entrante” en el celular de uno de los reporteros.

-Son los Topos, dijo. Están al lado del Hotel Montana, en el edificio de apartamentos de Naciones Unidas que se ha derrumbado… Vamos antes para allá.

Accedimos no sin dificultad a lo que fue un complejo de estudios para el personal de Naciones Unidas. Un edificio de cinco pisos. El quinto estaba a la altura de mi entrecejo y bajo el primero los cuerpos de once personas. Frente a las ruinas y rodeados de escombros permanecían de pie, con la mirada fija en el mismo punto, los Topos. El cuerpo especial de rescates de México. Tiznados de cal, despeinados, sudorosos y con un cigarrillo en los labios. Morenos, bajitos y de ojos achinados. Equipados con unos monos de trabajo viejos y gastados y poco más que piquetas y martillos. Callados y duros escudriñando las piedras para poder acceder al lugar donde permanecían un niño y su padre desde el día del terremoto, desde una semana atrás.

-Llevamos acá cuatro días, señor. Me decía Eddy Ruiz, del cuerpo de rescate guatemalteco, que junto al uruguayo llevaban dando apoyo a los Topos durante esas cuatro jornadas.

Ruiz me contaba que quedaron atrapados por intentar salir por la parte delantera de la casa, en la parte del edificio que cayó primero. Que la “baby sitter” y la nena sí se salvaron, porque ellas agarraron por detrás, dice el guatemalteco. Y que aquella señora de allá es la mamá. De Guate como él, me apunta. Que se encontraba de vacaciones allá cuando todo sucedió y que lleva cuatro días aquí esperando a que rescaten a su esposo y su hijo.

Pueden ustedes imaginar el rostro de la mujer. Su expresión ausente, sus movimientos lentos y descoordinados. La mirada extraviada. La angustia de la espera, el miedo del desenlace. El pánico.

Pasó junto a nosotros una chica de no más de veinte años. Bajita y flaca. Nerviosa. Con el cabello revuelto en rizos y unos grandes lentes de pasta. “Es Marta”, me dice Eddy. “La hija de Jorge, el jefe del grupo”. Jorge, me cuenta el joven, es un mexicano grandote y con barba poblada y blanca. Que se mofa de los gringos porque “mientras esos pinches equipados hasta la madre, sacan un cuerpo, nosotros ya sacamos cinco. Y a puro martillo no más, güey”.

Marta lleva un pequeño osito de peluche en uno de los bolsillos de su pantalón. Se lo regaló hace tiempo su padre. Y éste, lleva consigo el suyo. Por si algún día, cavando un túnel entre escombros, hay una réplica, temblores y se vuelve todo negro y polvo y ya no más. “El otro día nos pasó. Estábamos llegando a uno de los cuerpos atrapados. Bien adentrito del túnel y todo se movió. Se movió demasiado. Y salimos como una flecha”, me explica Eddy.

Salieron todos menos Marta, que es la que estaba más adentro, pues es pequeñita y llega donde los demás no alcanzan. Al parecer, se quedó allí, muy quieta, de rodillas con las gafas resbalándosele por la nariz y la mirada fija en el techo del túnel. Tranquila. Cuando todo pasó y al fin salió del fondo de las ruinas y se sacudía el polvo de los pantalones les dijo: “y pa que correr si no voy a alcanzar”. Brava.

Le pregunto a Eddy en cuánto tiempo esperan llegar a donde están el papá y el hijo. “Hoy llegamos, no más”, me dice. “Quizá unas horas; pero ya estamos cerca. Lo sabemos”, dice mientras su semblante se vuelve aún más grave. “Y es que el olor es ya muy fuerte ahí dentro”, añade mientras tuerce el gesto, resignado.

martes, 26 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (III): El chico malcarado de la gorra

La barra de la terraza del Club Petionville de Puerto Príncipe ya no es lo que era. Hace las veces ahora de una especie de departamento de administración de un hospital de campaña levantado en lo alto de la colina del recinto por varias organizaciones médicas estadounidenses. La piscina donde se remojaban las élites haitianas está ahora a medio llenar, con hojas secas flotando en el agua sucia y en lugar de hamacas a su alrededor, hay cajas de provisiones y fusiles de combate ordenados metódicamente. Relucientes, negros y siniestros. Pertenecen a los soldados de Estados Unidos que custodian el club de campo donde ahora viven miles de haitianos afectados por el terremoto.

Abajo, en la ladera de la colina y a lo largo del pequeño valle se extiende un amalgama de tiendas levantadas a base de madera y plásticos, unas; de chapa y retales de telas mal cosidos, otras; de lonas impermeables de organizaciones humanitarias, las que menos. Los corredores que se han formado entre las hileras de estas pequeñas e improvisadas viviendas –en apenas tres por cuatro metros duermen y conviven familias de cinco, seis y siete miembros- van apareciendo recurrentes maneras para ganarse unas monedas.
Un enchufe múltiple permanece conectado a un par de baterías de coche, en él hay enchufados varios teléfonos celulares bajo la atenta mirada de un joven vestido con camisa blanca, pantalón negro de algodón y unos mocasines polvorientos y de suela gastada. El encargado de cobrar por cada recarga.

Continuo caminando, sorteo un colchón sucio tirado en medio del corredor y acto seguido esquivo un gallo que corre de una tienda a otra para toparme con una nueva batería de vehículos. Esta vez se trata de un joven que, máquina de rapar conectada, se dedica a cortar el pelo a todo aquel que lo desee a cambio de unas pocas gourdes. Pequeños mostradores de madera con enseres higiénicos, otros con sal para cocinar y botellas de agua y neveras térmicas sin hielo dentro que ofrecen naranjadas y limonadas a la elevada temperatura ambiente de Haití.

Más allá se encuentra uno de los siete puntos de distribución de agua que ha colocado en la ciudad y sus alrededores Oxfam Internacional. Una gran depósito de goma con cabida para 10.000 litros y conexión para tuberías. Su aspecto es el de una gran colchoneta de aire, donde sin duda se revolcarían felices el “millón” de niños que corretean por el campo. Es la hora del reparto. Los coordinadores del campo acuden con una tubería plástica y flexible. Conectan uno de sus extremos al depósito y el otro a un sencillo surtidor con varios grifos. El agua, necesidad primordial en este momento para los afectados por el seísmo, brota. Acuden primero los niños, con garrafas casi tan grandes como ellos, divertidos y alborotadores. Les siguen a unos pasos sus madres o abuelas, dispuestas a cargar el recipiente en sus cabezas cuando el pequeño se percata de que ni modo con ese peso. La fila va en aumento y sólo llega a su fin cuando las necesidades diarias de todos en Petionville están saciadas. Al día siguiente, se repetirá la misma escena.

Pero queda mucho por hacer. A los siete puntos de distribución que el afiliado de Oxfam Internacional, Oxfam Gran Bretaña, ha puesto en marcha, hay que sumar los tres de una serie de depósitos y surtidores que implementó el pasado sábado Intermón Oxfam, dos en varias de las áreas más afectadas de Puerto Príncipe, y otro en la localidad de Gressier. Cuando se concluya el operativo de Intermón Oxfam dentro de unos días, se verán colmadas las necesidades en cuanto a agua potable de unas 30.000 personas.

Regreso a la salida del campo. Decido dar un rodeo y no atravesar el punto de encuentro de la milicia estadounidense, con helicópteros despegando y aterrizando continuamente y con los soldados hieráticos, de piel blanca, uniformados con traje de camuflaje marrón claro y todos con las mismas gafas reglamentarias de sol. Como en las películas; pero de verdad. Jóvenes. Muy jóvenes. Pensaba en ello, cuando se me acercó un chico vestido con vaqueros anchos, camiseta de jugador de béisbol, gorra y muy malcarado. Me alzó la mano. “Good morning, sir”, dijo y respiré aliviado.

Se llama Jules Edison y vive en la Avenida Delmas. Me dijo que en la explanada donde antes estaba su casa y la de sus vecinos hay ahora un gran número de asentamientos de al menos un centenar de personas cada uno. Que no hay nada. Ni agua, ni comida, ni medicamentos. Que duermen al raso, sin cobijo ni techo y vendidos a las calamidades que conlleva la noche oscura en Puerto Príncipe.

- ¿Por que no vienen a ayudarnos allá?, me dice con los brazos abiertos.

De manera tan automática como estúpida, le digo que aquí, en Petionville, puede conseguir agua cada día, que hay refugio y demás gente en su situación. Que quizá mejor aquí, al amparo de las ONG que allí trabajamos. Al menos, hasta que empiece a solucionarse dentro de un (largo) tiempo todo.

- ¿No crees que quizá aquí puedes estar algo mejor? Hay agua, una clínica…, le digo tímidamente.
- ¿Pero por qué? Si mi casa y mi familia está en Delmas, yo no quiero irme del lugar donde he vivido siempre. ¿Por qué no vienen ustedes allá?

Como les decía hace unas líneas, queda mucho por hacer.

sábado, 23 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (II): Sábanas blancas

Una extraña y psicodélica versión de The house of the rising sun se escapaba por los orificios de la cubierta de los altavoces del vehículo mientras el sol se ponía sobre Haití y Puerto Príncipe al fondo se tornaba inexorablemente rojo. El coche se internaba en la ciudad por una larga carretera de dos carriles pero tres hileras de vehículos circulando sin orden aparente. Entre ruido de frenazos y pitidos de claxon veía pasar los peculiares taxis de la capital haitiana. Automóviles tipo pick up en cuyo remolque se habilitan dos banquetas y un techo de metal y madera soldado al chasis mediante barrotes de hierro. Todos ellos pintados de azules, amarillos, rojos. Dibujos imposibles y verdades insondables rotuladas en el capó. Los “I love you”, “Man says, God makes”, “Wait for me, baby” y “O’ mondieu” se sucedían al otro lado de la ventanilla mientras pensaba que la pobreza se asemeja demasiado en todas partes. Los mismos niños vendiendo en el arcen que en la República Democrática del Congo, la misma humareda de los tubos de escape que en Bangkok y los mismos estanquillos de tapias frágiles y colores chillones que en la Guajira colombiana.

El equipo de Intermón Oxfam del que formo parte había dejado atrás la frontera con República Dominicana hacía un par de horas. Una frontera peculiar, sí. Pero no más que el paso de Beni Ansar entre Melilla y Nador, por citar una de muchas. Un gran portón de metal, como si de una finca se tratase, abre y cierra el paso en la parte dominicana. Al otro lado, una solitaria caseta de inmigración. En medio: camiones, vehículos 4X4, ciclomotores, policías, peatones y vendedoras de todo tipo de enseres domésticos exhibiéndolos en grandes cubas negras y mostradores de madera. A pesar del bullicio la situación era calma. Nada de caos. Nada de regueros de haitianos huyendo de los efectos del terremoto que el pasado día doce zarandeó y sepultó los barrios más pobres de Puerto Príncipe. Además, en ese aspecto, el equipo de mi organización que nos precedió el día anterior, reportó que no habían percibido movimientos importantes de desplazados haitianos dispuestos a cruzar la frontera. No obstante, parte de la misión de Intermón Oxfam es poner en marcha un sistema de observación desde la oficina en Santo Domingo por si esa situación cambia. Es decir, en una emergencia humanitaria como la que vive Haití pueden haber mil y un motivos para que un flujo importante de la población decida resguardarse al otro lado del puesto fronterizo. Si así fuera, Intermón Oxfam se encargaría de garantizarles el cubrimiento de las necesidades básicas en agua, saneamiento y refugio.

El tejado en forma de cono de una de las dos torretas de una casa con ínfulas de palacete permanece en medio de una de las calles de Puerto Príncipe. Íntegro en inamovible dificulta enormemente con sus cuatro metros de diámetro y otros tanto de alto el paso de los vehículos. Viviendas sin apenas una grieta permanecen íntegras junto a las ruinas de otras. Hogares convertidos en un amasijo de pedruscos, polvo, jirones de ropa y hierros que nacen de los escombros como las raíces desgarradas de un árbol caído. Llevo apenas un día en Puerto Príncipe y he visto poco. Sumido en reuniones y gestiones con los enviados especiales que cubren esta tragedia, sé que aún no me he topado con lo más duro, quizá sean estos los daños menos considerables; pero conforman por si solos un drama. Llegando a la oficina una familia se agolpa en los escombros de su casa. Apenas unos tabiques maltrechos en pie. Sobre ellos cuelga una sabana blanca. “We need help”, reza.

Esa es la otra parte de nuestra misión. Ayudar a la población afectada. La primera necesidad: el agua potable. Las dos siguientes: asistencia médica y refugio, pues hay un millón de personas que han quedado sin un techo bajo el que resguardarse. Los destrozos en las carreteras tras el terremoto, la imposibilidad de comunicarse con la capital haitiana, la inoperatividad del aeropuerto, el cierre del puerto, incluso los daños en las oficinas e infraestructuras de las ONG que tenían base en Puerto Príncipe y la afectación personal de los cooperantes que en ellas trabajan enlentecieron irremediablemente la distribución de ayuda humanitaria. No obstante, las circunstancias mejoran, las comunicaciones se reestablecen y las vías se despejan. Prueba de ello son los cinco puntos en que Oxfam Internacional, Intermón Oxfam en España, está distribuyendo agua potable para 80.000 personas diarias en los barrios de Petionville y Carrefour, dos de las zonas más afectadas por el seísmo.

Además, los trabajadores de la organización están entregado kits de higiene y material de refugio como lonas y plásticos. Refugio provisional, evidentemente. Pero no debemos quedarnos ahí. Intermón Oxfam inició su trabajo en Haití en 1994 y continuará en este país cuando termine esta respuesta de inicial de emergencia. Serán necesarias entonces labores de rehabilitación y reconstrucción para que nadie más deba afrontar un paraje desolador como el de Puerto Príncipe hoy. Para que nadie más cuelgue una sábana blanca pidiendo ayuda.

martes, 19 de enero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (I): La burbuja de las ocho horas

(Las opiniones expresadas en esta serie de entradas quedan totalmente desvinculadas de la organización para la que trabajo)

Los copos de nieve caían al otro lado del ventanal limpio y diáfano del cálido local del Madrid canalla donde la otra tarde compartía vino, tapa y charla con una chica joven, guapa y lúcida. Me hablaba de la productora donde trabaja, de sus contratos con cadenas importantes y yo le replicaba con viajes y fotografías. La gente entraba y salía. Reían. Se tiraban bolas de nieve y se cogían de la mano para calentarse.

Tres días después, me encontraba a cuatro horas de Haití, contando para RNE como los cadáveres se agolpaban en las calles de Puerto Príncipe, su capital, tras el terremoto que sacudió a ésta el día antes. Los heridos a las puertas de los hospitales. Polvo, negrura y llantos ahogados de niños entre los escombros. Nuestra gente en Haití y la angustia atrincherada en lo más hondo de la garganta.

Leía luego a Pablo Ordaz –impecable, brillante, preciso y afilado como una daga, como siempre- en El País. Como un hombre transportaba a su hijo pequeño, muerto, en un pupitre vuelto del revés. El hombre, con hojas de menta en las fosas nasales para fintar el hedor que desprende la muerte, dispuesto a cavar con las manos la sepultura de su vástago sin vida.

A media tarde las galerías fotográficas en las ediciones digitales de los principales diarios eran una letanía de escorzos inmóviles y polvorientos, de cadáveres agolpados por las palas de las excavadoras que restaban en posturas grotescas e imposibles, de rostros desvalidos y mudos de pura impotencia y terror.

Ultimo ahora la mochila. Cuerpo de cámara, varios objetivos, baterías, cables, tarjetas y cinta americana. Una pequeña cámara de vídeo, libretas y bolígrafos. Mientras repaso el resto del equipaje, botas, teléfono satélite, unos viejos vaqueros y un libro que me acaban de regalar sobre las desgracias del país más bello del mundo, pienso en la periodista que tenía dos personas más allá en la cinta del equipaje, en el aeropuerto de Las Américas de Santo Domingo hace unos días. “Espero que me garanticen la seguridad del equipo que llevo. Es supercaro… Y la mía, claro”, decía una y otra vez mientras acompañaba cada “claro” con una risa nerviosa.

Tenía acento británico. Sofisticada, rubia y madura. Atractiva. La adiviné comiéndose el mundo. Recibiendo y dando puyazos en la carrera de fondo llena de obstáculos que es el periodismo. Sentada ahora en lo más alto sin querer dejar de tocar de pies en tierra. O intentándolo, me dije. ¿Garantizar la seguridad? Me pregunté. ¿La seguridad? ¿La seguridad de qué? ¿La seguridad de que no te disparen tras robarte tu Nikon, de que solamente te desvalijen, te roben tus Timberland y te manden descalza y desorientada a la casa que alquiló tu periódico sin que te violen cinco tipos borrachos y drogados hasta las cejas? ¿Seguridad tras un terremoto de grado 7,3 Richter en el país más pobre de América Latina? No, aquí no hay seguridad. En la vida real nada es seguro. Acá se mata, se roba, se viola y, por su puesto, uno se muere sin que el mundo deje de girar. Aquí no hay airbags ni semana de 35 horas. Ni seguridad social, ni vacaciones pagadas. No hay garajes ni dos autos aparcados en éste.

Aquí hay niños de diez años que trabajan cada jornada de sol a sol. Hay malaria, sida y tuberculosis. Y si uno viene aquí, es a esto a lo que se expone. El escudo del pasaporte no vale nada y la burbuja de las ocho horas diarias, de la posterior cañita, del pincho de tortilla y del cómodo sofá de casa no te aisla de nada en la vida real. Por eso siempre se nos queda cara de imbécil cuando nos descerrajan un tiro en un callejón oscuro de Puerto Príncipe.