martes, 16 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (XI): La burbuja de las ocho horas (y II)

Hace algo menos de un mes cargaba mi mochila a las carreras para viajar de Santo Domingo a Puerto Príncipe por carretera. Cuerpo de cámara, varias lentes, unos viejos vaqueros, otras pocas camisas, libretas, bolígrafos, un libro y la usual cinta americana que puede dar solución desde a un desgarro en el pantalón hasta la bayoneta rota de un objetivo, al menos así era antes. Recuerdo que llenaba el morral con la mente puesta en las galerías fotográficas de las ediciones digitales de los principales diarios de mi país: una letanía de escorzos inmóviles y polvorientos, de cadáveres agolpados por las palas de las excavadoras que restaban en posturas grotescas e imposibles, de rostros desvalidos y mudos de pura impotencia y terror.

Hoy rehago mi macuto. Algo más tranquilo, ya de regreso y con la imagen de una ciudad distinta a la que me encontré tras el terremoto. Una ciudad orgullosa que pelea cada día por salir a flote. Una ciudad con el bullicio en los mercados callejeros tan propio de las urbes latinoamericanas y africanas. Una ciudad, también, en la que se han empezado a repartir alimentos bajo la coordinación de Naciones Unidas y la vigilancia de los Cascos Azules. Una ciudad en la que los puntos de distribución de agua potable de las distintas organizaciones que nos dedicamos a ello van en aumento cada día y, por ende, los haitianos que tienen acceso a ésta.

Además, Intermón Oxfam ha ampliado su respuesta llevando a cabo tareas de sensibilización en higiene, por un lado, y trabajos de saneamiento, por otro, como la construcción de letrinas en los campos de desplazados con el fin de evitar enfermedades derivadas de las aguas residuales. Además, previniendo la época de lluvias, cuyo inicio es dentro de dos meses, se repartirá durante los próximos días material de refugio y abrigo para los desplazados.

En ocasiones, nuestro trabajo requiere de la colaboración de la población de los campos, tanto de los comités que los coordinan como del resto de haitianos. Por ello, disponemos de programas que incluyen un salario diario para aquellos que trabajen con nosotros, un montante dentro de los estándares legales de Haití y que, como ya comenté en otro post, permite, entre otras cosas, la reactivación de la economía local. "Pero por lo general, reciban sueldo o no, siempre están dispuestos a echarte un cable. A levantar la plataforma para colocar el depósito de agua, a cavar el agujero de las letrinas... A todo. No les importa el sol, el cansancio, nada. Sólo quieren ayudar y que las condiciones aquí mejoren", me decía esta mañana uno de nuestros técnicos de agua y saneamiento.

Los haitianos son avispados, resolutivos. Buscavidas, en la mejor acepción de la palabra. Se te acercan educados, con un punto de timidez, y te dicen que saben conducir, hablar francés y español. Y chapurrear algo de inglés. Que además tienen automóvil propio y que tal vez podría interesarte contratarles como chóferes. O como la chica que vino hasta mí hoy en la terraza del hotel Fort Royal, en Petit Goave, donde Intermón Oxfam tiene una oficina provisional en una de sus habitaciones. Ella, viéndome con el chaleco multibolsillos de Oxfam Internacional, me dijo: "soy enfermera, quizá podría trabajar con ustedes", y me entregó su currículo. Lamentablemente no estaba en mi mano su contratación. La derivé a la responsable de proyecto en terreno; pero aún no sé si finalmente trabajará con nosotros o con alguna de las ONG que allí operan. Lo que sí sé es que con una hoja de vida tan impecable terminará trabajando con total seguridad.

De regreso a Puerto Príncipe otro de mis compañeros me preguntaba: "¿Has visto cómo salen adelante? ¿Cómo estaríamos nosotros si hubiéramos pasado algo tan terrible como esto?"
"Ni siquiera podemos imaginarlo", le contesté.

No podemos. Vivimos metidos en nuestra burbuja de las ocho horas laborales diarias, de los fines de semana libres, del mes de vacaciones en playas inimaginables. Escudados en la seguridad social, una casa confortable y dos autos en el garaje. Ignoramos, o nos parecen películas de ciencia ficción, los tsunamis, terremotos, huracanes y ciclones que azotan a lugares como Haití. Olvidamos con rapidez la existencia del sida, de las guerras y de las mujeres violadas en estos conflictos. Nos creemos inmunes a todo ello por pura ignorancia y porque nos empeñamos en vivir de espaldas a la vida real. Porque lo nuestro, si me permiten la licencia y que desvincule ésta de la organización para la que trabajo, no es lo cotidiano, no es lo establecido, aunque así lo creamos y lo vendamos. En absoluto. La vida real es Haití, la República Democrática del Congo, Chechenia o el sudeste asiático. Pero no queremos creerlo. Por ello nos desconcertamos y no concebimos el porqué cuando los medios nos ponen ante los ojos un episodio como el acaecido aquí, en Puerto Príncipe, hace un mes.

Y si no comulgan conmigo, cojan un mapamundi. Señalen ahora los países donde la mayoría de la población vive por debajo de los umbrales de la pobreza, los que sufren guerras, los que en ellos se vulneran los Derechos Humanos y los que tienen el estigma de sufrir catástrofes naturales varios meses cada año. ¿Cuántos quedan? A mí me sobran dedos a la hora de contarlos.

domingo, 14 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (X): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (y III)

El patio de la Escuela Nacional República de Perú está rodeado por un muro de piedra con dibujos y pintadas a favor del diálogo, la no violencia y el progreso. En uno de sus costados hay una pequeña puerta de metal que abre el paso al contiguo Centro de Formación de Profesionales de la Educación, otra escuela que, a pesar del que el 75% de las ubicadas en Puerto Príncipe han quedado bajo los escombros, estaría perfectamente operativa si no fuera por los 2.500 desplazados que alberga en sus jardines.

Las imágenes son casi idénticas al colegio vecino: niños y colchones viejos por todas partes. Resguardada a la sombra en uno de los soportales descansa Ketsia Domany, de 32 años. La vida para ella en el campo es aún más difícil que para los demás debido a que por su parálisis debe vivir sobre una silla de ruedas. "Dependo totalmente de la gente para moverme y eso es muy incómodo. Y cuando no estoy en la silla, cuando estoy tumbada o sentada en el suelo, es horrible, las piedras se me clavan por todo el cuerpo", dice.

Con su mano derecha sostiene un pequeño libro con aspecto de folletín. Ki sa labib anseye tout bonvre? es el título en criollo. Significa ¿Qué es lo que realmente nos enseña la Biblia?. "A mí, lo que me ha enseñado es a tener esperanza. Hoy puedo estar aquí, en este campo, sin comida ni cobijo, sin apenas nada. Pero mañana, o dentro de una semana, un mes, no sé, puedo estar mejor. Con mi familia, amigos... bajo un techo", dice tímidamente la joven. "Y a compartir", añade. "Pero ya ve, aquí poco es lo que se puede compartir".

Crónicas desde el epicentro del desastre (IX): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (II)

Una anciana con un pañuelo blanco a la cabeza, aros grandes de plata en los lóbulos y arrugas pronunciadas alrededor de los ojos hace señas desde una de las tiendas del campo, en el centro del patio de la escuela. Para llegar hasta ella hay que caminar cuidadosamente y casi de costado entre las carpas, muy pegadas y levantadas sobre palos de madera mal afianzados en el terreno. "Vengan conmigo", dice. "Aquí hay un niño muy enfermo".

Aparta con su mano una sábana que cae a modo de puerta desde uno de los toldillos. Tras ella aparecen dos palanganas llenas con agua sucia y algunas prendas de ropa dentro, unas chanclas de goma polvorientas y un colchón de espuma mugriento, a pedazos casi negro por la suciedad y sobre el que descansan dos veinteañeras, una de ellas con un bebé –su hermano– en brazos que llora irremediablemente y cuyos ojos están cubiertos por una pátina blanquecina. "Tiene algo malo... pero no sabemos qué es", dice la madre, una mujer de 35 años que sostiene a otro pequeño en su regazo, el menor de sus ocho hijos, mientras la mayor, de 22 años, le hace trenzas en su pelo recio y negro.

El bebé tiene tres meses y está escuálido. Debe pesar poco más de dos kilos. Su antebrazo no tiene más de dos centímetros de grosor y una de sus pequeñas y arrugadas piernas, que queda al descubierto de la manta con la que está tapado, no supera los cuatro de diámetro. El pequeño mantiene su boca pegada al pecho de la madre y succiona a duras penas la poca leche que puede ofrecer ésta sin haber ingerido apenas alimentos desde el seísmo. "No sabemos qué le sucede", dice la madre. "Nació perfectamente, sin nada extraño... pero vea a los tres meses como está", añade.

Cuenta Makilene Josil, la progenitora del bebé enfermo, que lo llevó hace ocho días al hospital que la ONG International Medical Corps (IMC) ha instalado en la escuela. Que le dieron medicinas, que el bebé las toma con el arroz que le dan o con leche de coco; pero que no ha experimentado mejoría. "Nadie me ayuda. Nadie me dice nada. Se han olvidado de mí", se lamenta. El joven intérprete mira al pequeño, incrédulo. Compungido, se diría. Niega con la cabeza y con la mirada fija en algún punto de la mínima anatomía que tiene delante, afirma: "las medicinas son la otra gran carencia aquí".

A pocos metros, en una tienda vecina, Jameson Dort observa la escena. Habla con seguridad y el ceño fruncido. "Déjeme que le diga una cosa. En realidad no necesitamos ni agua, ni comida, ni toldos para nuestras tiendas. ¿Sabe lo que en realidad necesitamos? Una oportunidad. Una oportunidad para trabajar, para trabajar por este país y compartir todo lo que tenemos, nuestros recursos, entre todos los haitianos. Trabajar y, de ese modo, sacar a Haití adelante".

jueves, 11 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VIII): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (I)

Un perro flaco y sucio sale a ritmo pausado de la Escuela Nacional República de Perú, deja atrás un gran portón de metal y se pierde en las calles a medio asfaltar del desfavorecido y complicado barrio de Martissant, a las afueras de Puerto Príncipe. El colegio permanece cerrado a los estudiantes. No porque sea uno de los 6.000 centros de los 16.000 que hay en Haití que resultaron afectados por el terremoto del pasado día 12, sino porque en su interior se refugian ahora más de 3.000 damnificados por el desastre.

El patio del colegio es un sinfín de toldos, plásticos, sábanas y maderas medio podridas que conforman las viviendas de los desplazados. "No quiero ni pensar qué es lo que puede pasar aquí si esto sigue en las mismas condiciones en la época de lluvias, dentro de poco más de dos meses", comenta Patrick Rosielain, el portavoz de Kashim, el comité que organiza a la población concentrada tanto en esta escuela como en la que hay al otro lado del muro del patio. El Centro de Formación de Profesionales de la Educación, con 2.500 desplazados en su interior y donde Intermón Oxfam ha instalado un depósito de 10.000 litros de agua potable que recarga dos veces al día. "La verdad es que ahora, con Oxfam ya aquí, lo que nos hace falta es algo con qué refugiarnos... Y comida, claro", añade Rosielain.

Una joven da de comer a su bebé una papilla a base de maíz molido, agua y azúcar, bajo un toldillo hecho de telas remendadas, junto a un chico y una chica. La pequeña aparta la cara y tuerce el gesto cada vez que la madre intenta darle una cucharada. Los tres jóvenes ríen. Una de ellas descansa sobre un colchón maltrecho con la pierna escayolada. "Me la rompí en el terremoto", dice. Se llama Berthrand Hermeith y tiene 22 años. Explica que vive allí con sus abuelos, sus hermanos –los dos chicos que están junto a ella– y su sobrina, que sigue rehusando el mejunje de maíz. Explica que pasan hambre, que las Naciones Unidas les llevaron una vez, hace días, algo de comida pero que eso no llegó para todos y que la distribución de la ayuda debería estar mejor coordinada con la población. Berthrand defiende que los comités locales elegidos entre la población deberían jugar un rol más activo en las distribuciones, pues éstos son quienes hablan criollo y saben cómo funcionan las comunidades aquí. Que de ese modo todo el mundo tendría algo que llevarse a la boca, concluye.

El sol cae en picado y las moscas revolotean incansables y molestas por todas partes. El polvo que se levanta de la arena del patio del colegio se mete en las fosas nasales y se queda ahí por un rato, junto a los diversos olores que surgen a cada paso: a leña quemada, a plátano frito, a sudor, a aguas residuales. Al fondo, justo en la entrada a las aulas, unas adolescentes saltan a la comba divertidas. Ajenas, al menos en apariencia, a todo lo que las rodea. "Cuando oscurece es mejor que no estén fuera", advierte Patrick Rosielain. El joven, que esta mañana también hace las veces de intérprete de criollo, explica que ha habido varios intentos de violación al caer la noche. Que el corte casi generalizado de electricidad y la carencia de generadores no facilitan la labor de los 25 vigilantes que posee el comité. "Aunque podemos dar gracias a que tenemos una comisaría de policía justo delante de la entrada del colegio", apunta.

martes, 9 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VII): La alfombra roja


El nombre de Tapis Rouge, alfombra roja, resultaría irónico para este mísero campo de desplazados si no fuera porque realmente a eso se asemeja. El asentamiento se levanta a los dos lados de una larga y empinada calle de tierra rojiza y barro de la ladera de una de las colinas que rodean Puerto Príncipe. Desde el punto más alto desciende un mar de chabolas que parece perderse al fondo en las playas de la capital hatiana.

Pausados y laboriosos como hormigas ascienden por la cuesta diez habitantes de Tapis Rouge. Unos, barriendo mondas de naranjas, envoltorios, latas de refrescos, plásticos y otro tipo de inmundicias; otros, cargando carretillas donde depositan los primeros las basuras; el resto, portando rastrillos y palas con los que forman un surco en el centro de la vía por el que deben correr las aguas residuales que ahora fluyen sin control alguno por el lugar.

Todos ellos forman uno de los ocho equipos del programa Cash for work (Dinero en efectivo por trabajo) que Oxfam International ha formado en ocho asentamientos de Puerto Príncipe y alrededores. La iniciativa pretende ser una alternativa a la distribución de comida que se está llevado a cabo diariamente en 16 puntos de Puerto Príncipe. Pues comida hay –en los pequeños comercios, en los puestos callejeros, en los supermercados- lo que falta es el dinero para comprarla. Los integrantes del Cash for work reciben 275 gourdes diarias, unos seis dólares, por trabajar de siete a 11 de la mañana. Un montante por encima del salario mínimo haitiano. Con esas ganancias pueden comprar la comida que necesitan. A su vez, el dinero circula y la economía local y a pequeña escala se reactiva. “Hasta ahora había poca cosa que hacer aquí”, dice Mismose Destin, de 37 años, mientras se ajusta dos pedazos de cartón enrollados en sendas fosas nasales para evitar el polvo. “De este modo, puedo comprar algo de comida. Una parte revenderla y con el resto alimentar a mis tres hijos”, añade.

El proyecto de Oxfam Internacional pretende dar cobertura a 5.000 familias desplazadas en pocas semanas y siempre centrado en tareas que beneficien a la comunidad: recogida de basuras, limpieza de escombros o instalaciones de letrinas. También una manera para trabajar con y por la comunidad y establecer lazos entre los integrantes de los asentamientos. “A este lugar le hacía falta algo como esto. Mi chica también está en uno de los grupos de limpieza”, dice Mikelson Joilivier de 25 años. “Además, es lo único con lo que podemos contar para sacarnos unas gourdes diarias para cuidar de nuestros tres pequeños”.

El sistema de Cash for work implica que sus participantes vayan turnándose cada determinado tiempo con el fin de crear incentivos equitativamente, que la población amplíe sus expectativas laborales más allá de este proyecto y no provocar fricciones entre los beneficiarios.

Una mujer tocada con un sombrero tipo bombín de paja, falda estrecha negra y camisa de lino blanca y deshilachada se acerca a este cronista. Le demanda su número de celular y trabajo para sus cinco hijos. “Tenga, aquí me puede encontrar”, dice mientras entrega su teléfono. “Alguno de ellos podría trabajar en su organización”, añade. Se llama Delsi Luciene y tiene 53 años. Asegura que de este trabajo “sólo espera sobrevivir”. Eso y “comprar algo de ropa para mis nietas y utensilios de cocina para poder cocinarles”.

Un joven se abre paso en el corro de personas que se ha formado alrededor de Delsi y este “blanc”. Sostiene una pala de cavar en sus manos. Sin quitarse la mascarilla de papel que le cubre la nariz y la boca logra hacerse entender cuando exclama: “¡Aquí hay muy mal olor! Estas mascarillas son de mala calidad y no nos potregen de nada. Y tampoco tenemos guantes. Hay que recoger mucha porquería y no tenemos guates de goma.”

Quedan muchas cosas por hacer.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (VI): Las chicas guapas vuelven a sonreír

Las opiniones expresadas en esta entrada son completamente ajenas a la organización para la que trabajo

El Palacio Presidencial de Haití se asemeja ahora a una enorme tarta de merengue que se ha desvanecido sobre su bandeja. La cúpula central se escurre entre las dos laterales, más pequeñas y ahora maltrechas. El recinto se ha convertido en una metáfora grotesca del estado de la capital haitiana, Puerto Príncipe, tras el terremoto. Las calles aledañas bien podrían confundirse con las bombardeadas en Gaza hace poco más de un año o las que recordamos en televisión de Kosovo, Serbia y Macedonia. Montañas de piedras, cal y prendas de ropa desgarradas y sucias.

A varias manzanas del Palacio se encuentra la Plaza de Santa Ana, uno de los muchos campos de desplazados improvisados en los diferentes espacios públicos de la ciudad. La misma fotografía en todos ellos: carpas hechas a retazos de cualquier cosa con la que resguardarse de la lluvia, niños corriendo y ollas de acero con unas pocas legumbres dentro calentándose en unas brasas.

Regresaba justamente ayer de esa parte de la ciudad junto a Paco Cumbreras, el técnico watsan (water and sanitation) de Intermón Oxfam encargado del depósito de 10.000 litros que abastece de agua potable a los desplazados de la zona, cuando recordé la pregunta que un lector de la edición digital de uno de los periódicos nacionales me hizo la semana pasada en un chat: ¿Podrán los hatianos recuperarse de un trauma tan grande como el que les ha supuesto este terremoto? Sin dudarlo le contesté que sí, basándome en varias experiencias de mi todavía corta carrera profesional. La recordé porque lo que vi ayer en las calles del centro de Puerto Príncipe me hicieron pensar que no estaba desencaminado.

Tras el terremoto, los alrededores del Palacio Presidencial permanecieron desiertos, con apenas gente en las calles, sin vehículos circulando ni tampoco ruido alguno. Una postal desoladora. Sin embargo ayer, en las vías que desembocaban a Santa Ana el tráfico era fluido, los cláxones una constante y los coches avanzaban lentamente de una esquina a otra interrumpidos por inevitables frenazos. Apostados en las aceras se sucedían los vendedores callejeros de frutas, bebidas refrescantes, rebanadas de plátano frito sazonadas con sal y las farmacias andantes, como yo los llamo. Vendedores con varios cubos de plástico que, insertados uno dentro del otro, adoptan forma de gran cono alrededor del cual y sujetas con gomas elásticas han ido colocando tabletas de pastillas -de todas formas y colores- que se venden por píldora o por caja, según dolencia y presupuesto.

Subimos al coche rumbo a la oficina. El camino más corto obliga a rodear la plaza así que continuo observando la vida avanzar en Puerto Príncipe. Un limpiabotas saca lustre a los zapatos de un señor de mediana edad pulcramente vestido y con un bigote recortado a la perfección. Dos jóvenes salen de un establecimiento de comida para llevar con sendas bandejas de pollo frito, tostón, ensalada y arroz con habichuelas. Tres mujeres avanzan decididas por el medio de la calzada. Parecen recién salidas de la peluquería, con el pelo brillante y liso, maquillaje caro y tacones. Antes de dejar atrás la iglesia que permanece hecha escombros junto a la plaza, cruzo la mirada con una chica de ojos grandes y rasgados. Está abriendo la puerta de su pequeño automóvil mientras tararea la canción que debe estar escuchando a través de los auriculares que lleva puestos. Me sonríe y se introduce en el vehículo. La vida avanza, me repito, en Puerto Príncipe.

Aunque lentamente, todo parece volver a la normalidad. Los bancos abren, las oficinas se reestablecen, “pero también la delincuencia”, comenta un periodista que vivió en la capital haitiana tres años y ahora ha vuelto a cubrir el terremoto.

“Unos tres mil presos huyeron de la cárcel de la ciudad debido a los destrozos del terremoto. Muchos de ellos pertenecen a las bandas que apoyaron en su día a Aristide y que una vez en el exilio éste, se dedicaron al tráfico de drogas, a robar camiones de mercancías tras disparar al conductor, dejarlo tirado en el arcén a plena luz del día e introducir el vehículo en su barrio, a secuestrar a haitianos pudientes y a prensa extranjera… Incluso una vez secuestraron un autobús escolar lleno de niños. La mayoría pertenecen a los barrios de Cite Soleil y Martissant. Allí deben estar ahora reorganizándose y rearmándose… Sólo hay que esperar a que la atención mediática disminuya y las tropas en las calles mengüen para que todo eso se reproduzca…. Y es que, vea, el Gobierno haitiano ahora mismo no existe… bien, nunca existió. Las tropas estadounidenses se limitan a controlar sus zonas: el aeropuerto y Petionville. Y la MINUSTAH… la MINUSTAH es bastante ineficaz…”

Una vez más: queda mucho por hacer en Haití. La labor de organizaciones como Intermón Oxfam no debe acarbarse tras la emergencia, hay que seguir aquí apoyando a las instituciones y tejiendo la sociedad civil.

lunes, 1 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (V): La serpiente y la terapia de la solidaridad

“¿Sabe usted lo que sucede cuando se produce un terremoto?”, pregunta Menard Meneles, una profesora de inglés que vive bajo una carpa improvisada a orillas de la iglesia de Santa Caterina, en uno de los asentamientos de desplazados de Gressier. “Seguro que no”, añade. “Siéntese aquí que yo se lo voy a explicar”. Menard es quizá la única persona en este campo que aparenta menos edad de la que tiene. Aún así, se disculpa por el “aspecto horrible” que dice tener. No es cierto.

“Un terremoto es como una serpiente gigante que repta por el subsuelo levantado la tierra, derrumbando edificios y haciendo saltar los vehículos. Cuando esa serpiente llega donde tu estás, todo tiembla, todo vibra, todo se cae y se rompe. Tus piernas flaquean, tus rodillas se doblan y caes al suelo incapaz de mantenerte en pie. Te mueres del miedo”, asegura con una pátina de amargura en su expresión.

Menard vive en el campo con su esposo y sus tres hijos. Su casa quedó hecha escombros y hierros doblados, con el aspecto de los pecios que descansan bajo el mar Caribe, frente al cual estaba ubicada. Pero las ojeras de Menard se deben en realidad a otro tipo de pérdidas. “Ese día salí antes de la academia. Debía solucionar unos trámites administrativos. El terremoto me cogió ya en casa; pude salir, no sin hacerme varias heridas, pero pude salir sana y salva. Sin embargo, mi promoción… todos mis alumnos murieron en la escuela. Se les vino el techo abajo y murieron allá. Allá, donde yo debía estar dando clases”, dice.

Ella y su familia pudieron rescatar algo de arroz, un poco de maíz, otro poco de aquello, de esto y con todo se fueron al asentamiento. “Pero todo ha subido de precio, como mínimo al doble de lo que costaba antes. Por eso a veces, cuando me despierto, veo que me falta una bolsa de arroz, una cajita de jabón... Cualquier cosa. Pero qué se le va hacer, usted ya ha visto como estamos. La gente está desesperada por que llegue la ayuda…”, señala amable Menard.

Unos metros más allá, descansa bajo el toldillo de su tienda Jeannette Jean Pierre. Jeannette de 70 años está sola. Si no hubiera sido por la ayuda de un vecino nunca hubiera podido salir de su casa. No tiene familia salvo un hijo en Estados Unidos. “Estoy preocupada porque no puedo contactar con él, no tengo manera de hacerlo. Él no sabe nada de mi todavía”. Asegura que no han recibido nada de nadie, que no tiene nada, ni comida ni agua ni medicamentos; que nadie les ha llevado ningún tipo de ayuda. Sin embargo siempre puede contar con un plato de comida. “Quien más quien menos consigue unas pocas legumbres un día, algo de arroz al otro y entre todos cocinan y procuramos que todos podamos comer algo compartiendo lo poquito que tenemos”, dice.

El de Jeannette es sólo uno de las decenas de miles de casos de solidaridad que se dan en Haití cada día, uno por cada desplazado, si me apuran. “Mi casa también se ha derrumbado”, cuenta el director de Intermón Oxfam en el país, Vincent Maurepas. “Ahora vivo con otros familiares, cerquita de la casa de mi madre. En ese barrio vemos muestras de solidaridad cada día: familias que han podido salvar algo más que otras de sus casas y se encargan de cocinar para ellos y el resto de vecinos, gente que ha puesto su vehículo a disposición de la comunidad para los que necesitan ir al hospital, por ejemplo… La solidaridad se ha convertido en la terapia colectiva de los haitianos”, apunta.

Una pintura de Françoise Dominique Toussaint Loverture, el revolucionario haitiano que abolió la esclavitud en parte de la isla, preside el patio del Liceo Francés, en el centro de Puerto Príncipe. Aparece de perfil, con galas militares. “El Bolívar negro”, pienso. El edificio, fundado en la década de los años cuarenta, también se vino abajo con el terremoto sepultando a varios alumnos entre las piedras y las vigas. La pista de baloncesto y la cancha de fútbol son ahora el lugar donde viven alrededor de 500 personas. Otro asentamiento de desplazados. Olor a aceite recalentado de tostones de plátano y pollo frito, moscas, varios muchachos construyendo una tienda con tablones de madera desiguales, el calor pegajoso y húmedo de Haití y los molestos helicópteros del ejército estadounidense atronando en lo alto.

“Necesitamos agua. También comida, plásticos para cubrir nuestras tiendas y medicamentos; pero sobre todo agua”, me dice un joven corpulento, de mirada noble y maneras suaves mientras me acerca una toalla blanca para el sudor. Lleva un bidón de bebidas isotónicas para deportistas en la mano con la que sujeta la toalla y un libro, Vengar el vuelo 800 de Gerard de Villiers, en la otra. Se llama Steven Jeal y tiene un dejo venezolano en su español. “Viví allá, en Caracas, tres años con mi padre”, dice. Steven es uno de los integrantes del comité de organización de este asentamiento. La formación de estos grupos ha sido casi tan espontánea como la de los propios asentamientos. Las ganas de salir delante de los haitianos debe unirse a la solidaridad si hablamos de terapia para superar el azote que les ha supuesto el terremoto del pasado día 12.

Los comités, formados por cinco, seis o siete personas gestionan la ayuda humanitaria que llega a los asentamientos, coordinan la instalación de tanques y depósitos de agua y distribuyen la comida que las ONG dedicadas a ello llevan a estos lugares, entre otras tareas. “Están mucho mejor preparados de lo que esperábamos y dispuestos a lo que haga falta para sacar esto adelante”, me decía hace un par de días uno de los técnicos de Agua y Saneamiento de Intermón Oxfam en Gressier, donde llegamos con la intención de planificar la elaboración de un censo; y nos encontramos con que ellos ya lo habían hecho una semana atrás, poco después del seísmo.

Otro detalle significativo: las tiendas han permanecido cerradas prácticamente en su totalidad durante estos días. Pocos han sido los servicios accesibles en la ciudad. Sin embargo, todos los miembros de los comités portan siempre colgadas del cuello sus correspondientes tarjetas identificativas. Plastificadas, impolutas y con una fotografía a color incluida.