miércoles, 27 de junio de 2007

Kosovo

No soy experto en conflictos internacionales. Estudié periodismo en este país, con lo cual, mi grado de analfabetismo es considerable. No soy, les repito, experto en política internacional y tampoco participaré jamás, creo, en tertulias radiofónicas donde todos saben de todo. A pesar de ello, procuro que no me tomen el pelo.

Hace unos días le dieron matarile a seis miembros del ejército español. Qué quieren, ser soldado tiene sus riesgos. Claro que podrían ser menos si el Ministerio de Defensa equipara como es debido a los militares. Ya saben, inhibidores de frecuencia en los vehículos, armamento moderno y chalecos antibalas para que los batallones en Kabul no se los tengan que rifar cada vez que salen a patrullar.

El caso es que episodios tan funestos como este son aprovechados por unos y por otros para seguir lanzándose afilados dardos. "Vaya, ustedes, los del no a la guerra de Irak, siguen en Afganistán y en Libano", dicen unos. "Pero es que estas misiones de paz (¿alguien se sigue creyendo este estúpido eufemismo?) están bajo el amparo de la ONU", responden los otros. Pero la derecha vuelve al ataque y espeta: "sí, estas sí; pero la de Kosovo no".

Eso hace que me revuelva incómodo en el asiento. En efecto, no tenía el amparo de la ONU; pero sí tenía el respaldo de la OTAN, que, seamos serios, es una entidad con algo más de peso que el Trío de las Azores, en el que uno de los vértices era el presidente de España, país a la cola de Europa y con nulo peso internacional.

No comparen Kosovo con Irak. El país árabe se invadió bajo el pretexto de la existencia de armas de destrución masiva. Armas que, con Hussein ya colgado, todavía no se han hallado, seguramente porque no han existido nunca. Hasta el mismo Bush ha reconocido la falsedad de los informes que le llevaron a dicha premisa.

La guerra contra las fuerzas serbias que estaban invadiendo Kosovo se decidió después de ver como Milosevic se sentaba una y otra vez en la mesa de negociaciones en París, creo recordar, mientras su ejército seguía degollando a albanokosovares y violando a sus mujeres delante de sus hijos. No me jodan, no es lo mismo.

La OTAN cometió errores imperdonables. Murieron muchos civiles que fueron confundidos con objetivos militares: filas de refugiados o la embajada china, por ejemplo. Imperdonable. Pero mientras hoy Kosovo busca su independencia, aunque quede en autonomía, de Serbia en las urnas, Irak sigue sumido en una guerra a tres bandas: marines, militares y policía iraquí e insurgencia. Y es que a estas alturas la población ha reconocido que a pesar de todo, con Hussein vivían mejor que tras la guerra de liberación del maldito Tío Sam.

lunes, 25 de junio de 2007

Dos décadas de replicantes

He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.

domingo, 24 de junio de 2007

Los restos del naufragio


Barceloneta, mañana de San Juan. Latas vacías. Magreos rebozados en arena. Ojeras. Mandíbulas desencajadas. El abrazo de Caty y el despecho del gordo Adrián. Pitillo arrugado. Cerveza fresquita de un "paki" amable. Risas y de fondo Led Zeppelin, ya en casa. Al despertar, los restos del naufragio: una botella vacía de Jack Daniels tirada en el suelo, discos compactos repartidos por la mesa, olor a tabaco y el feliz hallazgo de una bolsa plástica casi llena de marihuana.

miércoles, 20 de junio de 2007

Somos de barrio


... y eso nos gusta, ¡qué coño!

El primo Mercé


Anoche fui a ver a Mercé, José. Cantaor. No tengo ni idea de flamenco; pero fui a su concierto en el Palau de la Música Catalana. Esa joya de la que nos jactamos y de la que presumimos hasta la insolencia los barceloneses. Al menos, yo lo hago (prefiero presumir de eso que del Sónar o de que somos la capital del diseño... disculpen, que me da la risa).

Como les digo, nada sé de flamenco. Soy incapaz de distinguir entre unas seguidillas y unas alegrías, desconozco la urdimbre de un fandango o cómo se acompaña con las palmas unas bulerías. No obstante, fue un placer verlo cantar, palmear y hasta arrancarse en un zapateao.
No entiendo; pero me gusta esa voz de aguardentero que posee. No entiendo; pero le seguía, de vez en cuando, con los pies, el ritmo al cajón o me erguía en mi asiento con la guitarra. En tramos del concierto me venía a la cabeza, no sé por qué -o sí-, el Albaicín de Granada o las casetas gitanas de las ferias que tan bien he conocido en Extremadura. No entiendo; pero hubo temas que me recordaron, en parte, de donde viene mi familia y en el último -Al alba-, se me erizó inevitablemente la piel. Pero, a lo mejor, entender el flamenco también se trata de eso.

Siempre es un gusto ver actuar a tipos como Mercé en esa sala. Un palmeo canalla en la solemnidad del Palau no tiene precio. Luego está el público, mucho tatuaje y cordones de oro. Mercé, sofocado por los cañones de luz, se da aire en la silla con las solapas de la chaqueta negra. Las coloca de nuevo sobre su pecho y, con el dorso de sus manos, libera su cabellera cana del cuello de la prenda mientras echa para atrás su cabeza y resopla. Entonces, con el Palau en silencio y a la espera de un fandango, se oye una voz de carraca vieja que dice: Jozé, ni en Chipiona ha tenío tú tanta caló. Que digo yo, que olé.

martes, 12 de junio de 2007

La primera y última misión de Elsa Serfass

Elsa Serfass tenía 27 años y toda ilusión del mundo puesta en su trabajo el día en que la mataron. Cumplía su primera misión como logista para Médicos Sin Fronteras (MSF) en Paoua, noroeste de la República Centroafricana (RCA), cuando recibió un balazo.

Paoua se encuentra inmersa en un conflicto entre guerrillas rebeldes y las Fuerzas Armadas del país. Además, los actos de bandidaje y pillaje son frecuentes debido a la inestabilidad del lugar. MSF había tenido noticias de la deplorable situación sanitaria de la zona y había decidido enviar un convoy para evaluar el área. Durante el reconocimiento, el vehículo de la organización recibió una serie de disparos de los que Serfass resultó mortalmente herida.

No soy de los que encumbra, martiriza e idolatra a humanitarios, reporteros de guerra o misioneros que mueren mientras realizan su trabajo. Conocen cuál es su profesión y qué riesgos comporta. Los asumen y saben que algún día pueden caer en acto de servicio. Hacen su trabajo a sabiendas de que no cambiarán las cosas, que la objetividad es un camelo o que dios, a lo mejor -después de ver tanta mierda- , es un maldito cuento chino. Realizan su labor en las zonas más cruentas del globo porque saben que el civil es siempre el más perjudicado, porque quieren estar en primera línea de las páginas de internacional que marcarán la historia o porque les satisface sobremanera ayudar al prójimo. Y les importa un carajo que se les recuerde o no cuando palmen.

No obstante, cuando los ataques a humanitarios, en concreto, y a ONG, en general, vienen generados por la injerencia en su labor de los ejércitos de países supuestamente democráticos y que interpretan el papel del "séptimo de caballería" en un conflicto determinado, la cosa cambia. Los ejércitos, y, en eso, el de nuestro país -qué quieren que les diga- se lleva la palma, están enarbolando, ahora mas que nunca, la bandera del humanitarismo para ocupar el territorio que las ONG han ido ganando.

Ejércitos de Estados Unidos, España, Inglaterra o Australia califican de misiones humanitarias lo que en realidad son incursiones en territorio hostil. "Es mucho más fácil asentarse en una zona controlada por milicias rebeldes entrando repartiendo mantas, que dando tiros", me decía hace un par de días una compañera de Serfass. Lo peor es que, al cabo del tiempo, las mantas dejan de repartirse para repartir metralla a diestro y siniestro.

"Sucede que en los países en conflicto, a menudo en Oriente, nos engloban a todos los occidentales en el mismo saco, y llegas en el convoy humanitario y te reciben a balazos", corrobora la presidenta de MSF, Paula Farias. En este sentido, el director de la misma organización, Aitor Zabalgogeazkoa, explicaba como los habitantes de un pequeño poblado al norte de Afganistán huyeron despavoridos cuando entró en el pueblo la caravana de MSF. "Es que vuestros coches son iguales que los de las UN (los inconfundibles 4X4 que emplean los Cascos Azules de las Naciones Unidas)", dijeron los moradores del lugar una vez aclarada la confusión.

Así, no es extraño que los ataques a las organizaciones humanitarias aumenten cada vez más y muchas de ellas dejen de actuar en las zonas que más se necesita porque no hay manera de garantizar mínimamente la vida de los trabajadores. "Nos fuimos de Irak, en parte, porque el ejército de Estados Unidos no nos dejaba trabajar como se debe", dice la directora general de Intermon Oxfam, Ariane Arpa. Pero eso, me temo, merece un texto a parte.

lunes, 11 de junio de 2007

Las muertes de Tirofijo




leído en www.farcep.org


Su muerte según las noticias que circulan en los medios de comunicación, en los cuarteles y en las altas esferas del gobierno, pudo ocurrir en uno de los días finales de octubre o en los primeros días de noviembre de 1965, en las horas de la mañana, en las horas de la tarde.


Según versión del corresponsal de El Tiempo en Neiva, Tirofijo fue herido desde un avión. El brazo le quedó inútil por la rotura de las articulaciones y el destrozo de los músculos. Tirofijo continuó entre el monte, y en contacto de fuego con tropas de tierra y fue alcanzado en una pierna por una ráfaga de fusil ametralladora. El encuentro ocurrió posiblemente en la zona de La Estrella, municipio de Ataco, Tolima. Sin drogas, ni elementos de curación, la pierna se gangrenó y la cuadrilla de antisociales después de errar por la serranía, resolvió buscar las cabeceras del río Atá, llevando en parihuela a Tirofijo.



Al occidente de la hacienda La Trigueña, la cuadrilla hizo un alto en su largo viaje y reposó en un rancho abandonado. Allí Tirofijo ordenó a sus hombres internarlo en un monte más espeso y abandonarlo, diciendo que su muerte era inminente y no debía él ser un estorbo para sus hombres. La cuadrilla no obedeció y continuó la marcha con lentitud.


"… la cuadrilla estaba integrada por 20 hombres heridos en su mayor parte, esqueléticos, hambreados, descalzos, con ropas convertidas en andrajos, en tal forma que con bejucos habían anudado los pedazos de tela de lo que fuera camisa y pantalones".
"Hay en este relato campesino un nombre geográfico, ambiguo e impreciso. La cuadrilla, dice la narración, hablaba de las cabeceras de 'Chiquilla' o 'Siquilá'. Pero se ignora si es un lugar de refugio o es un nombre simbólico dentro del argot bandolero".
"¿Con quién dialogó Tirofijo allí, ya moribundo y seguro de su muerte inmediata? ¿Cómo pudo la versión de este episodio salir del monte y llegar a la ciudad? ¿Por qué Tirofijo narró, allí en el rancho, cómo y cuándo había sido herido en el brazo y en la pierna y en medio de los agudos dolores solicitaba a sus hombres que lo tiraran al monte y se salvaran ellos?".

"Varios informadores -afirmó el coronel Currea Cubides- me han dicho que pueden localizar el sitio donde está enterrado Tirofijo, y ellos están en camino hacia aquel lugar, aunque la tarea es difícil por la topografía hostil y las dificultades de la marcha…". Insistió el coronel que "la recompensa ofrecida se entregará cuando se identifique el cadáver".


Los buscadores del cadáver de Marulanda salieron de madrugada para no perder tiempo. En la mirada portaban como señal, la imagen de un árbol conocido como la Ceiba Madre, que según los rumores que salieron de la montaña, había servido para que Marulanda descansara la dolorosa agonía, que había durado los últimos días de octubre y alcanzado algunos días del mes de noviembre. Ninguno de los hombres conocía el sitio preciso en que habitaba la Ceiba Madre.



Conocían de la Ceiba Madre algunas referencias: Ceiba de enorme sombra por su frondosa hojarasca y de tronco hueco que servía como refugio, hueco en el cual tres hombres juntos podían dormir en la noche; Ceiba anhelada por los hombres perdidos en la montaña, pues se conocía que en sus adentros no sólo encontrarían refugio, sino también leña seca para prender candela. Una Ceiba de tal naturaleza no era tan fácil localizar, más cuando en sus entrañas se ocultaba el cadáver del hombre que ansiosamente buscaban. Para ellos, no era simple cuestión de avaricia por el dinero de la recompensa, fe tesonera que moviliza los pensamientos de los hombres. Ellos, los buscadores del cadáver perdido, también vivían el deseo iluso de volverse hombres importantes ante la opinión pública por tan extraordinario hallazgo, en caso de lograrlo.
La duda era si aún se encontraba como un cuerpo insepulto, lo que podía ser posible por el frío húmedo de la montaña, que conservaba incluso, cuerpos intactos de animales muertos dos o tres años atrás. Unos opinaban que finalmente, encontrarían un esqueleto crecido en maleza, florecido en musgos, camino de hormigas arrieras, difícil de reconocerlo. Pero el más experimentado buscador de cadáveres, dijo que no era necesario preocuparse por cuestión tan baladí, pues él había conocido a Marulanda en vida y podía identificarlo por sus ropas, y quizás por algún rasgo físico que se conservara en sus huesos, y sobre todo, por sus dedos disparadores.
De camino los confundió la niebla espesa, al ocultar a mitad del día el rostro del sol. Dieron vueltas hasta que les llegó la noche como pesado fardo sobre los hombros. Acosados por la prisa madrugaron tras el trillo grande, que parecía una trocha abierta por un grupo de hombres en trashumancia. Al perder el trillo, caminaron bajo la lluvia intensa que cubrió de frío sus ánimos y sus cuerpos de pies a cabeza. En la tarde encontraron un árbol que imaginaron era la Madre Ceiba, por el abrazo supremo de los ramajes, por la corpulencia del tronco, por la quietud avasallante de su presencia. Pero en el tronco no encontraron hueco, tampoco encontraron el cadáver. Desconsolados pensaron que había sido un viejo ardid de un hombre astuto como Marulanda, que en las fiebres de su agonía, había previsto que después de muerto, algunos hombres intentarían buscar su cadáver. Entonces precavido, había ordenado a los suyos que cuidadosamente cubrieran el hueco de la Ceiba con la corteza desprendida de otros árboles, para evitar la profanación de su tumba. Los hombres observaron el tronco, pero no encontraron cicatrices de grietas de su profundo hueco. Con piedras golpearon la corteza para escuchar el sonido hueco que pudiera orientarlos y sólo vieron señales de cansancio en sus rostros.



Uno de los hombres gritó que había encontrado otra Ceiba igual. Un segundo gritó que había encontrado otra similar. Pero ninguna con la señal de hondura profunda en el tronco. Y no fue una alucinación, menos un espejismo lo que vieron en la languidez de sus miradas: los árboles con el avance y cubrimiento de la niebla, enflaquecieron en los troncos hasta convertirse en un nudo de enredaderas, infranqueable, que finalmente les impedía seguir el camino. El hombre más decidido en la búsqueda de cadáveres, ordenó silencio: dijo que le parecía haber escuchado el ruido de un hombre macheteando, monte adentro. Siguieron el ruido del macheteo, pero nunca pudieron alcanzar al dueño del ruido. El cadáver de Marulanda continuaba huyendo. Sus buscadores ya cansados por el trajinar del día, se dieron un abrazo de tristeza).


En El Espacio, periódico capitalino, durante tres días en el mes de noviembre de 1970, se insistió en la publicación de diversas crónicas sobre el rumor de la muerte de Manuel Marulanda Vélez, en un enfrentamiento con tropas regulares. La noticia daba detalles fidedignos de cómo habían ocurrido los hechos: en el combate murieron cinco de sus hombres y Marulanda había logrado escapar solitario, mortalmente herido en el pecho y en la pierna derecha. Tropas especializadas del ejército estaban detrás de las huellas de su sangre y pronto encontrarían el cuerpo desangrándose. Por la continuidad de las noticias, el rumor creció y terminó por configurar en la opinión pública, su total veracidad.


Uno de los hombres se agachó y observó detenidamente una mancha negruzca en la tierra, recogió un terrón y lo frotó en las manos como dándose calor, luego escupió dos o tres veces sobre el terrón, se mordió los labios y cuando terminó de frotarlo, dijo, pleno de seguridad en la mirada: es la sangre de Tirofijo. Yo conozco su sangre... No debe andar muy lejos. En marcha...


El Manuel Marulanda que ha estado firmando comunicados en nombre de las FARC no es el auténtico Tirofijo, sostiene Víctor Mosquera Cháux en el periódico El Siglo del 13 de junio de 1983. El expresidente de la República, dijo al periodista "que él conoció muy bien a Tirofijo cuando era gobernador del Cauca, época en que también se adelantaban gestiones de paz… "El hombre que han presentado en las fotos como Manuel Marulanda no es Tirofijo, dijo el legislador caucano, quien hizo esa manifestación con completos ademanes de seguridad …".
Ante las afirmaciones de Mosquera Cháux, el presidente encargado de la Comisión de Paz, John Agudelo Ríos, expidió la siguiente declaración: "Para los miembros de la Comisión de Paz no cabe duda de que Manuel Marulanda Vélez vive y que con él sostuvieron, en enero de este año, las conversaciones de paz que el país conoce".


Y la otra vez lo mataron las congas, gigantes hormigas de color negro y aguijón de veneno. Como no lo pudieron matar los operativos, ni los bombardeos de la aviación, ni el fuego mortal de los cercos militares, imaginaron su muerte en un ataque sorpresivo de congas iracundas en las selvas del Caquetá. Para un conocedor de estas hormigas la versión del diario El Tiempo de Bogotá no podía ser del todo descabellada. Si el aguijonazo de una sola, además del terrible dolor, provoca oleadas de fiebre, parálisis, espasmos y ganas de morir, un ataque en masa, como suele ser el de las congas, sería el suplicio, y también la muerte.


Decía El Tiempo de los Santos, que luego de varios días de deambular en agonía por las selvas inhóspitas del sur, cargado unas veces en camilla y otras en hamaca, Marulanda había expirado bajo el manto verde, alelado en la visión de su entrada triunfal a Bogotá al frente de sus huestes guerrilleras.


Pero esa historia se desvaneció en el fragor de los combates del sur, del oriente y del noroccidente… Todos supieron que seguía vivo cuando reapareció hablando de paz y de canje de prisioneros. La guerrilla tenía en su poder a 500 militares capturados en combate.
La última vez que fue visto Marulanda fue aquella tarde de fuego del Caguán, en las postrimerías de los diálogos de paz, cuando al despedirse de los periodistas que lo cercaban con sus preguntas, micrófonos y cámaras, les dijo con su refinado humor de siempre: "me voy porque está cayendo la noche, y como ustedes saben, por aquí hay mucha guerrilla".

Su muerte más reciente tuvo lugar en una crónica de la periodista Patricia Lara, en la que afirmaba con toda certeza y aguda intuición, que había muerto de cáncer de próstata. Relató los angustiosos e inútiles esfuerzos de sus compañeros de ideas y de armas por embarcarlo en un avión ambulancia que lo llevara hasta Cuba. Murió en el intento, dijo Patricia. Muerto de la risa Manuel Marulanda lo leyó en la montaña.


La próxima vez Manuel vendrá, estamos seguros, trayendo en sus cananas la nueva alborada del triunfo de este pueblo, llamado Colombia por Bolívar.