jueves, 26 de julio de 2007

Lengua

"El español es un hermoso viaje en el que las palabras tienen alma y destino marinero"
Belisario Betancur

miércoles, 25 de julio de 2007

Un dragón en un tuk tuk

en Taxis del Mundo

El dragón dorado se balanceaba bruscamente colgado del retrovistor. Al ritmo de los socavones de la calzada iba de un lado a otro, zis, zas, sin detenerse. A veces, con la velocidad adecuada y si el bache era lo suficientemente hondo, la figurita se elevaba y se golpeaba contra el techo de lona del tuk tuk. Afortunadamente, era de lona, mi cabeza corría igual suerte que el pequeño dragón.

Empezaba a sospechar que aquel triciclo motorizado y con una frágil cabina anexionada había sido la peor alternativa para regresar al hotel desde el barrio de Patpong, en Bangkok. No obstante, también había sido la única. Patpong es el caos y encontrar allí un taxi resulta poco menos que imposible. Es el barrio nocturno de la ciudad: clubes, bares musicales, garitos sin oficio ni beneficio, mercadillos callejeros y carritos de comida donde encontrar desde bolas de pescado fritas en aceite recalentado a ristras de grillos asados.

Un silbido bastó para llamar la atención del conductor. “Voy a Khaosan road”, dije. “¡300 baths!”, dijo él, unos tres euros. Igual que con los taxis convencionales, el regateo resulta inevitable. Tras los cinco minutos de rigor, acordamos 150 baths La mitad del precio inicial. Los destellos de las luces se sucedían uno tras otro a una velocidad vertiginosa, el chofer zigzagueaba entre los automóviles y yo temía que la cabina saliera disparada de un momento a otro.

El conductor, a pesar de chapurrear a duras penas el inglés, mantenía su cabeza girada permanentemente para charlar conmigo. “¿Qué tal la ciudad? ¿Guapas chicas, verdad?”. Únicamente, miraba al frente cuando el estruendo de un claxon lo exigía. La peor opción para mi integridad física, pensé, la mejor para esquivar el intenso tráfico de Bangkok.

Llegué al hostal a los pocos minutos con media sonrisa esbozándose en mi rostro. En el fondo, todo aquello había resultado divertido. Aboné el importe y me despedí. “¡Ey!”, me gritó el chofer cuando me disponía a entrar en el motel. Me acerqué. “¿Quieres algo de opio?”, preguntó con voz queda. Descubrí a los pocos días que esa especie de pluriempleo era tan usual entre los conductores de tuk tuk, como los socavones en las calzadas de Bangkok.

martes, 24 de julio de 2007

Esto no es China


Esto no es China, señores. Ni Cuba ni Marruecos, afortunadamente, en lo que a libertad de expresión se refiere. O, al menos, no debería.


Nadie, absolutamente nadie deber tener el poder de secuestrar un medio de comunicación a las primeras de cambio. Y menos por una portada como la que arriba les muestro. Portada, por otro lado, que se me antoja burda y, de verdad, sin gracia ni enjundia alguna. Y ahora no me jodan, cuando me mamo suelo cantar el Himno de Riego y lanzar vítores a la II República en plena calle, que ya me dirán....


Como les digo, nadie debería tener esa facilidad para prohibir la venta de un medio escrito y censurar, además, su página en la red. La libertad de expresión tiene unos límites, me enseñaron en la facultad. Cuando se emplea para injuriar o levantar falsos testimonios, por ejemplo. En esos casos, y no entro si el de El Jueves es uno de ellos, la Justicia está para sancionar y condenar a los responsables de la pieza periodística o del medio. Jamás se debería mandar a los cuerpos policiales a requisar los ejemplares de un medio escrito a los quioscos. Esos tiempos ya pasaron y, sobre todo como periodista, me siento afortunado de no haberlos vivido.

martes, 17 de julio de 2007

Nuestro hombre en Laos

La operación Penalty, coordinada por el Cuerpo Nacional de Policía e Interpol, culminó hace unos días con 66 detenidos y con 48 millones de imágenes requisadas, entre vídeos y fotografías, de pornografía infantil. Leo en la prensa declaraciones del director general de la Policía española, Joan Mesquida. Dice que la colaboración ciudadana, la de usuarios de internet, es fundamental para que este tipo de operativos lleguen a buen puerto. En este caso, además de las denuncias de varias ONG que luchan contra los abusos sexuales a menores de edad, también recibieron las de gente anónima. Internautas al acecho de descargas procaces como las 5.000 que se registraron en nuestro país relacionadas con esta investigación.

Irremediablemente me he acordado de Quique. Un viejo amigo que murió igual que vivió, sin molestar a nadie. Se lo llevó hace unos años un cáncer, aunque nunca supimos muy bien qué tipo de cáncer. El muy cabrón se largó a Granada en cuanto lo supo. A morir en su tierra, a quedarse con los suyos.

Trabajaba en el Instituto Anatómico Forense de Barcelona. Las jornadas maratonianas, diez o doce horas sin comer, las culminaba a las ocho de la tarde en el último escabel de nuestro bar del Paseo del Borne, cuando el barrio valía aún la pena y no había sido tomado por la marabunta de gilipollas que hoy pululan por allí. Bebía cerveza a raudales y fumaba como lavandera mueca. No comía o, si lo hacía, era una única vez al día. Sospechamos de que, en realidad, no lo mató el cáncer, sino la quimioterapia. Demasiado escuálido y endeble para soportar tanto químico concentrado.

Alto, flaco y con cara de viejo lobo guasón mantenía que era forense; pero todos sabíamos que eso ano era así, que era auxiliar de laboratorio y que, en lugar de realizar autopsias de esas que salen hoy en la tele, analizaba pequeñas muestras de tejidos en los anticuados microscopios del Instituto. Pero Quique era mitómano, o casi. Mentía con una facilidad pasmosa, hasta divertida, si me apuran, cuando uno ya sabía de qué iba el cuento. Según Nuño, su apellido, él investigó el triple crimen de Alcásser, estuvo de copas con el Príncipe de Asturias cuando éste estudiaba en la Academia Militar de Zaragoza, analizó muestras de seres extraterrestres y participó en no sé qué Olimpiadas en el equipo español de aikido. Cuando el aikido, creo, jamás ha sido deporte olímpico.

Te soltaba una de esas mentiras como un latigazo. De golpe y sin avisar, el muy cabrón. Y lo mirabas con cara de gilipollas, con un esbozo de sonrisa confusa y preguntándote que cómo es posible que te estuviera contando semejante payasada. Él te mantenía la mirada, serio. Muy serio. Quieto. Para luego asentir lentamente con la cabeza, mientras sonreía con la boca torcida. Optabas por creerle. Adicto a la red, mantenía su ordenador encendido 24 horas al día descargando archivos de abusos a menores porque así se investigaba sobre nuevos enlaces y sitios en internet de pornografía infantil, y también así se daban los primeros pasos para capturar a los que estaban detrás de todas esa mafias. También quisimos creerle.

La creías porque siempre estuvo ahí, poniendo oreja cuando era necesario o prestándote unos billetes cuando andabas tieso de viruta, a pesar del mísero sueldo que le pagaba Interior. La puerta de su casa siempre estuvo abierta para nosotros. De hecho, se convirtió en la mía cuando abandoné mi primer hogar fuera del paterno un mes antes de viajar a Colombia. Él estaba de vacaciones y me confió las llaves sin mayores palabras que "no hace falta que la limpies cuando te vayas, ya contrataré a alguien cuando vuelva". Nos reíamos con él. Además, siempre daba la cara por uno, sin importarle demasiado si uno tenía razón o no, o si había metido la pata hasta las cejas. Se la jugaba por ti por el simple hecho de considerarse un amigo. Lo era. Por eso quiero creer que Quique no murió, que nos volvió a engañar a todos y que ahora pasa los días en antros y burdeles de Vientiane investigando para los servicios de inteligencia del Ministerio del Interior.

lunes, 9 de julio de 2007

Olores


Los olores me permiten recordar mejor las cosas. Un olor, un aroma, me trae recuerdos de una manera mucho más intensa que una imagen o una canción. Tengo una fotografía sobre uno de los muebles de mi estudio en la que aparezco remando de pie en la Ensenada de Utría, en el Chocó. Pero lo que realmente me transporta de nuevo allí es el olor a gasolina. La misma que usaban los motores de las barcazas de madera que empleábamos para desplazarnos de un sitio a otro.

El intenso olor a combustible lo tengo ligado al día en que Emiro y Tulungo pararon el motor del viejo bote en mitad del Pacífico esperando a que un ballenato emergiera para expulsar un chorro de agua. Y yo, que quieren que les diga, me sentí Ismael por un segundo.

En unas semanas vuelvo a Colombia. Y quiero volver a oler el aceite recalentado de las empanadas de la 10 de Medallo, el humo de los carros en los aledaños de El Hueco, la gasolina en la costa de La Guajira y, por supuesto, también el olor del que te impregna el Antioqueño y el de los cigarrillos de marihuana de Barrrio Antioquia. Además de sentir el aroma de la brisa del mar Caribe, cuando estemos sentados sobre la muralla de la ciudad vieja de Cartagena de Indias descorchando una botella de vino tinto. Esta vez, español.

jueves, 5 de julio de 2007

Bienvenidos a Yemen

"Pensé que secuestraban, no que mataban", decía hace poco una de las turistas que ha salido casi ilesa del reciente atentado en Yemen. "Si nos hubiesen dicho que era tan peligroso, no hubiéramos ido", añadía.

Querida, me parece usted una imbécil soberana. Imbécil por varias razones. La primera, por no informarse antes sobre el destino al que viajó. De entrada, Exteriores desaconseja pasar las vacaciones en ese país. A poco que hubiera investigado, se habría percatado de que, tal y como está el panorama político internacional, no es un buen lugar para irse a descansar. Allí, Al Qaeda también tiene células activas. Además, habitan numerosas tribus y clanes que suelen secuestrar a turistas occidentales para conseguir un trato de favor del Gobierno yemení. Si con todo eso sigue pensando que secuestran; pero no matan, es que es usted más imbécil de lo que me parecía.

La segunda. Tal vez usted sí se informó y, aún así, optó por viajar. ¿Por qué se lamenta ahora? Asuma y sea consecuente. Yemen es un país hermoso; pero tiene sus riesgos. Como muchos otros. Cuando se opta -y allá cada cual con sus razones- por pasar un mes en Colombia, una semana en Israel o largarse a Kenia de luna de miel a sabiendas de los riesgos que conllevan esos viajes, es absurdo (o, al menos, así me lo parece a mí) lamentar hasta la indignación que te secuestre una guerrilla y te meta un bala en la nuca después de cobrar tres o cuatro veces tu rescate, un suicida vuele el garito de la calle Jaffa de Jerusalén cuando estás tomando una copa dentro o el motor de la avioneta en la que viajas se quede parado a medio vuelo.

Por eso, le digo que deje de una vez de lloriquear y asuma la maldita realidad, querida.