miércoles, 30 de mayo de 2007

De aromas, espumas y texturas

Hace poco visitaron mi ciudad unos viejos y bonísimos amigos míos. Pareja. Universitaria, ella; abogado él. De provincia (un pequeño pueblo de Extremadura). Él tiene un despacho junto a la vivienda de su chica, su medio esposa, en el que despacha pleitos relacionados con tierras, cultivos y ganado. Mucha pasta, se lo aseguro. "Tienes pinta de señorito de cortijo andaluz", le dije en cuanto lo vi, cinco años después de la última vez.

Quedamos para cenar. Opté por uno de esos restaurantes esnob de Barcelona (realmente, a estas alturas, es difícil encontrar uno que no lo sea). A pesar de ello, me lo habían recomendado encarecidamente un par de conocidos y amantes de la buena cocina. Esto último, por un lado, y la opción de cenar en un lugar que resultara distinto a los que ellos frecuentan en su tierra, por otro, hizo que me la jugara llevándolos al restorán recomendado.

Encontré la comida tan exquisita como escasa. Ellos la encontraron tan sólo curiosa en su sabor, también escasa en su cantidad y, además, tremendamente complicada y extraña en su elaboración. "Cuando leímos revuelto de espárragos -dijeron- pensamos en un plato de trigueros, ajos y huevo. Todo junto. No tres espárragos rebozados en una especie de harina con algo de sabor a huevo". En ese momento, supe que había metido la pata.

Me puse en el lugar de mis amigos cuando nos sirvieron los segundos. Un plato con cinco raviolis rellenos de espinacas y gorgonzola, uno más con un solomillo de cinco centímetros por ocho y tres rodajas de patata al horno y , el último, -textura de ventresca, decía la carta- una pequeña tira de siete centímetros de largo por dos de ancho, absolutamente cruda y con la única guarnición de una ramita de romero. Comparé todo eso con las costillas de cabrito, la caldereta o un plato de pata negra, vino y pan, y lo supe de nuevo: Ivancho, la has cagado, colega.

El postre, para ellos, fue, a esas alturas, de risa. Espuma de aire de chocolate, mousse de fresas y frutos rojos y bizcocho de terciopelo (lo juro por mis muertos más frescos). Riquísimos; pero difíciles de compartir. Fueron servidos en tres pequeñas cucharillas de plástico negro. De diseño, eso sí.

"Todo muy rico, sí. Algo extraño, aunque no estaba mal. Gracias por la invitación, amigo; pero ¿siempre sirven tan poca cantidad en los restaurantes de Barcelona?". Sospecho que antes de llegar al hotel asaltaron alguno de los establecimientos de kebabs que había por el camino.

Al día siguiente, los lleve a comer a un pizzería. Y, oigan, quedaron la mar de contentos. Los acompañé a la estación de autobuses, después, y, mientras se despedían por la ventanilla como dos críos pequeños, pensé en cuanta razón tenían la noche anterior. Si es que en esta ciudad, donde todo es sushi y sashimi, ya no hay quien encuentre un bar donde pida un quinto y unas rabas y le entiendan.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

pero que bien comimos en el diez la virgen

Unknown dijo...

... yo conozco un buen bar de rabas y quintos, se llama Salamanca... te suena?

Anónimo dijo...

Xabá donde esten unos kikos,palomitas los mojitos y por supuesto......... buena compañia pa que quiere má mi arma"via Cái"