La barra de la terraza del Club Petionville de Puerto Príncipe ya no es lo que era. Hace las veces ahora de una especie de departamento de administración de un hospital de campaña levantado en lo alto de la colina del recinto por varias organizaciones médicas estadounidenses. La piscina donde se remojaban las élites haitianas está ahora a medio llenar, con hojas secas flotando en el agua sucia y en lugar de hamacas a su alrededor, hay cajas de provisiones y fusiles de combate ordenados metódicamente. Relucientes, negros y siniestros. Pertenecen a los soldados de Estados Unidos que custodian el club de campo donde ahora viven miles de haitianos afectados por el terremoto.
Abajo, en la ladera de la colina y a lo largo del pequeño valle se extiende un amalgama de tiendas levantadas a base de madera y plásticos, unas; de chapa y retales de telas mal cosidos, otras; de lonas impermeables de organizaciones humanitarias, las que menos. Los corredores que se han formado entre las hileras de estas pequeñas e improvisadas viviendas –en apenas tres por cuatro metros duermen y conviven familias de cinco, seis y siete miembros- van apareciendo recurrentes maneras para ganarse unas monedas.
Un enchufe múltiple permanece conectado a un par de baterías de coche, en él hay enchufados varios teléfonos celulares bajo la atenta mirada de un joven vestido con camisa blanca, pantalón negro de algodón y unos mocasines polvorientos y de suela gastada. El encargado de cobrar por cada recarga.
Continuo caminando, sorteo un colchón sucio tirado en medio del corredor y acto seguido esquivo un gallo que corre de una tienda a otra para toparme con una nueva batería de vehículos. Esta vez se trata de un joven que, máquina de rapar conectada, se dedica a cortar el pelo a todo aquel que lo desee a cambio de unas pocas gourdes. Pequeños mostradores de madera con enseres higiénicos, otros con sal para cocinar y botellas de agua y neveras térmicas sin hielo dentro que ofrecen naranjadas y limonadas a la elevada temperatura ambiente de Haití.
Más allá se encuentra uno de los siete puntos de distribución de agua que ha colocado en la ciudad y sus alrededores Oxfam Internacional. Una gran depósito de goma con cabida para 10.000 litros y conexión para tuberías. Su aspecto es el de una gran colchoneta de aire, donde sin duda se revolcarían felices el “millón” de niños que corretean por el campo. Es la hora del reparto. Los coordinadores del campo acuden con una tubería plástica y flexible. Conectan uno de sus extremos al depósito y el otro a un sencillo surtidor con varios grifos. El agua, necesidad primordial en este momento para los afectados por el seísmo, brota. Acuden primero los niños, con garrafas casi tan grandes como ellos, divertidos y alborotadores. Les siguen a unos pasos sus madres o abuelas, dispuestas a cargar el recipiente en sus cabezas cuando el pequeño se percata de que ni modo con ese peso. La fila va en aumento y sólo llega a su fin cuando las necesidades diarias de todos en Petionville están saciadas. Al día siguiente, se repetirá la misma escena.
Pero queda mucho por hacer. A los siete puntos de distribución que el afiliado de Oxfam Internacional, Oxfam Gran Bretaña, ha puesto en marcha, hay que sumar los tres de una serie de depósitos y surtidores que implementó el pasado sábado Intermón Oxfam, dos en varias de las áreas más afectadas de Puerto Príncipe, y otro en la localidad de Gressier. Cuando se concluya el operativo de Intermón Oxfam dentro de unos días, se verán colmadas las necesidades en cuanto a agua potable de unas 30.000 personas.
Regreso a la salida del campo. Decido dar un rodeo y no atravesar el punto de encuentro de la milicia estadounidense, con helicópteros despegando y aterrizando continuamente y con los soldados hieráticos, de piel blanca, uniformados con traje de camuflaje marrón claro y todos con las mismas gafas reglamentarias de sol. Como en las películas; pero de verdad. Jóvenes. Muy jóvenes. Pensaba en ello, cuando se me acercó un chico vestido con vaqueros anchos, camiseta de jugador de béisbol, gorra y muy malcarado. Me alzó la mano. “Good morning, sir”, dijo y respiré aliviado.
Se llama Jules Edison y vive en la Avenida Delmas. Me dijo que en la explanada donde antes estaba su casa y la de sus vecinos hay ahora un gran número de asentamientos de al menos un centenar de personas cada uno. Que no hay nada. Ni agua, ni comida, ni medicamentos. Que duermen al raso, sin cobijo ni techo y vendidos a las calamidades que conlleva la noche oscura en Puerto Príncipe.
- ¿Por que no vienen a ayudarnos allá?, me dice con los brazos abiertos.
De manera tan automática como estúpida, le digo que aquí, en Petionville, puede conseguir agua cada día, que hay refugio y demás gente en su situación. Que quizá mejor aquí, al amparo de las ONG que allí trabajamos. Al menos, hasta que empiece a solucionarse dentro de un (largo) tiempo todo.
- ¿No crees que quizá aquí puedes estar algo mejor? Hay agua, una clínica…, le digo tímidamente.
- ¿Pero por qué? Si mi casa y mi familia está en Delmas, yo no quiero irme del lugar donde he vivido siempre. ¿Por qué no vienen ustedes allá?
Como les decía hace unas líneas, queda mucho por hacer.
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