Mi sentido de la ubicación es nefasto, a pesar de que llevo ya cierto tiempo con la mochila al hombro. Esa falta de ubicación me pasó factura hace unos días. Les cuento, si quieren. El departamento de La Guajira es en su mayoría un amplio desierto que finaliza en el mar Caribe. Pues bien, me perdí en ese desierto anteayer.
Fue a la vuelta de la playa de El Pilón de Azúcar hacia nuestras hamacas. Diez minutos a pie por carretera y cincuenta cortando camino por el desierto de El Cabo de la Vela. Carlos, las chicas y yo volvíamos en 4X4; pero me despegué del grupo para fotografiar un cementerio wayuu medio abandonado y rodeado de cactus, arena y un cielo increíblemente cercano y azul.
No se si me desvié de la carretera antes o después de lo debido; pero, indudablemente, lo hice por donde no era. Anduve entre encinas, zarzales y cactus durante cerca de dos horas. Una de la tarde, sol perpendicular, un café solo como único líquido ingerido ese día y ni un rancho a kilómetros a la redonda. Mi cabeza empezaba a parecer la caldera de una vieja locomotora y mi boca estaba tan seca como la suela de mis botas. "Me perdí", me dije. Pensé en volver hacia la playa, pues una pequeña montaña situada al lado de ésta me serviría como referencia. De esa manera, podría descansar de nuevo en el cementerio, reubicarme y retomar el camino o, con suerte, montarme en uno de los coches que vinieran de la playa, si es que todavía quedaba alguno.
Busqué la montaña y vi que me había desviado muchísimo del camino. Me asusté. Me asusté mucho. "Me temo que en mi estado no la alcanzo", me dije. No obstante, me tapé la cabeza con la camiseta y encaminé mis pasos hacia el monte. Caminé maldiciendo y avergonzado. "Hay que joderse, Ivancho, que sea así, después de lo que llevas a cuestas, como termine todo este tinglado. Inconsciente y seco como la mojama en el desierto. Por despistado y por gilipollas".
Llegué al cementerio de nuevo. Descansé a la sombra de un techo de paja sobre cuatro troncos, junto a los restos de una hoguera, tras unas lápidas y rodeado de chivos que pastaban allí. Me sentí como Sean Penn en el final de U-turn, un perfecto imbécil. Al rato, con el aliento recuperado, volví a la carretera con la intención de no desviarme de ella y llegar a cualquier parte, a esas alturas daba igual, donde beber agua y coger un coche hasta mis cabañas. Pero la carretera parecía no tener fin y temí que me cogiera la noche en el camino. Así que volví al cementerio (hogar, dulce hogar) a esperar a que notaran mi ausencia en el estadero y que salieran a buscarme.
Empecé a tomar fotos de nuevo, sólo por no desesperarme del todo y fue cuando, a lo lejos, vi moverse algo. Era una persona, o así me lo parecía. Corrí hacia ella haciendo aspavientos y exagerando teatralmente mi fatiga. Como les decía, un auténtico memo. Llegué hasta ella. "Estoy perdido", dije antes de percatarme de que tenía ante mí un niño moreno, wayuu, mal vestido y con unos grandes ojos oscuros que me observaban extrañados y divertidos. Sostenía una botella grande de Coca-cola repleta de sal gruesa. El crío la estaba limpiando y recogiendo de una enorme salina cercana a la playa de la que les hablé antes.
"Estoy perdido", repetí. "Me estoy quedando donde la Nena Gómez. Allá, en El Cabo. ¿Sabes dónde te digo?". Asintió. Le pregunté si él vivía allí.
No- dijo. En otro pueblo.
Vaya. ¿Y podrías acompañarme?. Llevo horas dando vueltas sin dar con el camino- dije.
¿Ha almorzado algo?- me preguntó sin mirarme.
Nada- contesté extrañado. Y tampoco he bebido nada en toda la mañana. Bueno, sí -rectifiqué- un café a las seis y media.
Soltó una carcajada divertida y sonora. Guasón.
Estoy muy cansado. ¿Crees que podrías acompañarme?- inquirí de nuevo.
¿Ahora?- preguntó.
Si es ahora, me harías un gran favor, amigo- le espeté.
Pues entonces vamos- dijo solícito mientras cogía de nuevo su botella.
Caminamos en silencio. Le pregunté que si cada día iba a recoger sal. "Sí. Y también voy a la escuela", contestó. "¿De verdad estás sin almorzar?"preguntaba continuamente y negaba quedamente con la cabeza sin esperar respuesta alguna. Anduvimos y me llevó por caminos y claros que no recordaba. "No puedo ser tan estúpido de no acordarme de este lugar", pensé. Justo después, el crío se paró en seco y gritó "mira, una de tus huellas, de tu ida a la playa". En efecto, era la suela de mis botas.
Divisamos el estadero de la Nena Gómez. Le devolví la botella y un cubo de agua que me había ofrecido a llevarle y le pregunté su nombre. "Francisco", dijo. "Yo me llamo Ivan". Le estreché la mano y deslicé en ella un billete de 20.000 pesos. "Gracias, muchas gracias", le dije. "Y esto es para que invites a tu chica a una gaseosa". El rió de nuevo, agradeció el gesto y se fue caminando a pasos cortos y decididos.
Qué quieren que les diga. En ocasiones, me siento afortunado de resultar desubicado y de perdeme mil y una veces en lugares desconocidos.