martes, 14 de agosto de 2007

Tayrona


El Tayrona es una reserva natural, antiguo asentamiento indígena -de los kogi, entre otros-, y donde se funden la Sierra Nevada de Santa Marta y el mar Caribe. El turismo en la reserva ha aumentado y, por consiguiente, el precio de los pescados con arroz de coco y patacones o el alquiler de una hamaca. Si en 2001, la noche en "chinchorro" costaba 2.000 pesos (poco menos de un euro) hoy la están pagando a 12.000. Calculen. Pero tampoco es tanto, para que nos vamos a engañar. Como les digo el turismo ha aumentado, en parte, por una buena campaña publicitaria de la zona y, en parte, por la política de seguridad democrática (¿democrática?) del presidente colombiano, Álvaro Uribe.


Los israelíes son los visitantes más numerosos. Viajeros de verdad. Experimentados, se nota en sus mochilas, calzado y maneras. Gente que sabe lo que se hace, tengo buenos amigos judíos, sé de lo que hablo. Llegan al parque en grupos de diez o doce chicos. Jóvenes, esbeltas ellas, resultones ellos. Afortunadamente, hemos dejado la reserva antes de que levantaran un muro y pusieran un checkpoint en la entrada.


Me encontré con Franky Rey, el guía que en 2001 me llevó desde Calabazo a Arrecifes, atravesando todo el parque Tayrona en cinco horas de caminata. Por aquel entonces él tendría unos 64 años. Hoy con setenta sigue en ruta. "El parque está más caro, sí. Hay más seguridad. Aunque el que le da mala imagen al país es el propio colombiano", me decía mientras se pasaba su mano por su cara arrugada y curtida por el sol. "Cada día tengo que discutir con alguno. Vea, usted es Español y es la segunda vez que nos visita. Mientras que muchos colombianos vienen por primera vez y alegan que esto está muy peligroso y que nadie está seguro en el parque". Luego, se alejó negando con la cabeza gacha y caminando lentamente con sus piernas ligeramente arqueadas.


Me hago mayor inevitablemente. Nos quedamos sin dinero en el parque. Un mal cálculo y unos precios que no esperábamos. La primera noche no cenamos y la segunda encontramos, escudriñando en nuestras mochilas, algunos pesos que nos permitieron, tras el feliz hallazgo de otros 2.000 pesos en el suelo del bar, comprarnos unas bolsas diminutas de patatas fritas que nos supieron a gloria. Con 29, aguantar hambre ya no es un reto, es una putada.


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