

En un una vieja caja con recuerdos, guardo la cinta magnetofónica en la que grabé la entrevista que le hice al comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Raúl Reyes bajo un bohío de la aldea de Los Pozos, en el departamento colombiano del Caquetá, hace ya unos años.
Por aquel entonces, octubre de 2001, Reyes -aquel tipo pequeño, barbado, de pelo cano y que echaba balones fuera como nadie- y el resto de algunos de "los muchachos" permanecían replegados y cómodos en la zona de distensión que les había concedido el ex presidente colombiano, Andrés Pastrana, durante las malogradas conversaciones de paz.
Igual de cómodo debía sentirse “El chino” -así le llamaban por lo rasgado de sus ojos- en la selva ecuatoriana de la Angostura, doce kilómetros adentro desde la frontera con Colombia, donde lo mataron el sábado pasado. A él y a otros dieciséis rebeldes.
El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, excusa la injerencia militar con el presunto de una escaramuza en suelo colombiano que devino en huida de los rebeldes hacia Ecuador. Pero no. Los rebeldes dormían y el ataque, por tierra y por aire, fue por sorpresa. De ahí la ropa interior y los pijamas con los que aparecieron vestidos los cadáveres en las imágenes en televisión.
No defiendo a Uribe, es un tipo que sólo actúa de acuerdo a su modo radical de ver las cosas, sin escuchar, ni siquiera consultar, a nadie. Además, sus vínculos manifiestos con el paramilitarismo me lo impedirían (he perdido la cuenta de los congresistas de su partido encarcelados por ello). Pero, a pesar de todo, en esta ocasión comparto su postura.
Las FARC hace mucho que no son aquella guerrilla marxista que nació en el seno de un movimiento de campesinos honrados y valientes en los años cincuenta. Tan patentes como los vínculos de Uribe con las “desarmadas” Autodefensas Unidas de Colombia (ACU) son los de las FARC con el narcotráfico y los corredores de coca en Ecuador y Venezuela, los cuales controlan con el beneplácito táctico de los gobiernos de sendos países.
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha enviado tropas a la frontera con Colombia para evitar otra incursión. Tropas a ese mismo espacio que había dejado libre de ejército y policía para que la guerrilla se moviera como pez en el agua y, según él, poder negociar a cambio la liberación de rehenes. Nada de todo eso, si es cierto, se había consultado antes con el gobierno colombiano.
Por aquel entonces, octubre de 2001, Reyes -aquel tipo pequeño, barbado, de pelo cano y que echaba balones fuera como nadie- y el resto de algunos de "los muchachos" permanecían replegados y cómodos en la zona de distensión que les había concedido el ex presidente colombiano, Andrés Pastrana, durante las malogradas conversaciones de paz.
Igual de cómodo debía sentirse “El chino” -así le llamaban por lo rasgado de sus ojos- en la selva ecuatoriana de la Angostura, doce kilómetros adentro desde la frontera con Colombia, donde lo mataron el sábado pasado. A él y a otros dieciséis rebeldes.
El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, excusa la injerencia militar con el presunto de una escaramuza en suelo colombiano que devino en huida de los rebeldes hacia Ecuador. Pero no. Los rebeldes dormían y el ataque, por tierra y por aire, fue por sorpresa. De ahí la ropa interior y los pijamas con los que aparecieron vestidos los cadáveres en las imágenes en televisión.
No defiendo a Uribe, es un tipo que sólo actúa de acuerdo a su modo radical de ver las cosas, sin escuchar, ni siquiera consultar, a nadie. Además, sus vínculos manifiestos con el paramilitarismo me lo impedirían (he perdido la cuenta de los congresistas de su partido encarcelados por ello). Pero, a pesar de todo, en esta ocasión comparto su postura.
Las FARC hace mucho que no son aquella guerrilla marxista que nació en el seno de un movimiento de campesinos honrados y valientes en los años cincuenta. Tan patentes como los vínculos de Uribe con las “desarmadas” Autodefensas Unidas de Colombia (ACU) son los de las FARC con el narcotráfico y los corredores de coca en Ecuador y Venezuela, los cuales controlan con el beneplácito táctico de los gobiernos de sendos países.
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha enviado tropas a la frontera con Colombia para evitar otra incursión. Tropas a ese mismo espacio que había dejado libre de ejército y policía para que la guerrilla se moviera como pez en el agua y, según él, poder negociar a cambio la liberación de rehenes. Nada de todo eso, si es cierto, se había consultado antes con el gobierno colombiano.
Su homólogo en Venezuela, Hugo Chávez, lleva tiempo haciendo lo mismo. Pero éste, el autoconvencido sucesor del libertador Simon Bolívar, para sacar tajada del narcotráfico y el comercio de armas. Y como Correa, también ha enviado tropas a la frontera colombiana. Para evitar una acción militar del país vecino allí, dice. Para desviar la atención de la caída en picado que está sufriendo su popularidad y de los problemas internos que acucian a los venezolanos, diría yo.
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