Sitúense, por favor, en la avenida principal de Ouahigouya, la segunda ciudad de Burkina Faso, sobre las seis de la tarde. A esas alturas: noche cerrada. A cada diez o quince pasos, unas enormes farolas arrojan luz a los numerosos carritos de venta de frutas, agua en bolsas, cigarrillos o pescado seco y desmenuzado. A pesar de la magnitud de las luces, éstas son insuficientes y la oscuridad lo cubre todo. El tendido eléctrico es casi inexistente, por ello, la mayoría de hogares no dispone de electricidad. Los generadores la suplen, cuando hay francos.
A los pies de cada farol se sientan cada tarde durante varias horas tres o cuatro críos, a menudo, siempre los mismos en cada fanal, rellenando sus cuadernos escolares o leyendo libros de poetas o novelistas africanos sacados de la única biblioteca del la ciudad. Callados, quietos y siguiendo las líneas con sus pequeños dedos los imagino imaginar un lugar y una vida mejor. Con agua, electricidad en casa para poder leer, por ejemplo, y tres comidas al día.
Mientras, en Europa, se presenta el informe PISA. Los chavales españoles no leen, viene a decir, y cuando lo hace, a la mayoría le cuesta entender aquello que lee. Supongo que la culpa no es sólo de las infames reformas educativas de los gobiernos de los últimos quince años, sino que la era de Internet, la imagen y las consolas también juega un papel importante. Pero estaría haciendo demasiada demagogia si no les explicara lo siguiente: una tarde, en la biblioteca de Ouahigouya, repleta de chicos entre los nueve y los catorce años, le comenté a Chema Rodríguez, director de Bibir y responsable último de la biblioteca, que me sorprendía verla tan llena. Que en España, eso era casi imposible porque todos los enanos están enganchados a la Wii, a la Play o como diablos se llamen esos aparatejos. Chema sonrió resignado y me dijo: "Aquí, si las tuvieran, tampoco leerían".
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