domingo, 19 de noviembre de 2006

Donde todo es posible


Bangkok huele a aceite recalentado y a comida barata. A cualquier hora. Siempre. Es un olor desagradable al que acabas acostumbrándote y que termina por matarte el gusto. Al final, en Bangkok, todo sabe igual.

La capital de Tailandia es extraña. Una ciudad trufada de enormes carteles con el rostro de su monarca, Bhumibol Adulyadej. Una ciudad que abraza con gusto las divisas que llegan del abundante turismo de occidente y las convierte en edificios altos y modernos -como el centro comercial MBK, digno de las páginas de cualquier cómic manga y paraíso para todos aquellos amantes de perfectas falsificaciones de bolsos Louis Vuitton o Dolce Gabana- combinándolos con barrios de calles estrechas, grises, mugrosas y que tejen laberintos como el Barrio Chino, cerca de la estación central ferroviaria. En las calles de Chinatown se alternan los mercados callejeros con puertas traseras de restaurantes junto a las cuales los cocineros degüellan y despluman patos y pollos antes de meterlos en la cazuela.

Bangkok, la ciudad donde todo es posible, también huele a vicio. El barrio de Patpong acoge los locales de moda. Garitos diseñados para turistas donde poder tomar una cerveza mientras un trasnochado grupo de jazz toca hasta el amanecer. Pero Patpong tiene el dudoso privilegio de ser el prostíbulo más famosos del mundo. Cuando se habla de él es irremediable recordar las imágenes de Apocalypse Now, Platoon o La Chaqueta Metálica de Kubrick, donde veteranos de guerra alternan en burdeles decadentes y con un ápice de romanticismo. Pero en Patpong no hay lugar para ese tipo de antro lúgubres, de luz tenue y rojiza. Tampoco hay veteranos de Vietnam, ni de las guerra de Indochina narrando batallas rancias junto a una botella de bourbon y acompañado de mujeres maduras y aún bellas. No, Patpong es deleznable. Pequeños tugurios rectangulares, con una barra en el centro del local donde se exhiben grupos de niñas, o niños si uno pasea por la zona homosexual del barrio, con el único atuendo de una diminuta pieza de ropa interior y una chapa enganchada a ella con un número inscrito. El que debes susurrarle al oído al camarero antes de pagar unos pocos dólares y subir a una habitación.

Viajar al norte del país es hacerlo también al través del tiempo. Como en muchos otros lugares del hemisferio sur, la capital nada tiene que ver con el resto del país. El norte de Tailandia deja atrás la vorágine de Bangkok y se convierte en un mar de montañana verdes, agrestes, acariciadas por una luz suave al amanecer e intensos destellos anaranjados cuando el sol se pone. Las faldas están sembradas de pequeños poblados, notablemente distanciados unos de otros, formados por pequeñas chozas de madera y techos de paja. El norte es una de las zonas más pobres del país. Aldeas de ancianos, pues los más jóvenes emprenden la huida hacia la metrópoli lo antes posible. Chiang Rai y Chiang Mai son las grandes ciudades del norte. Una de sus características es la abundancia de templos budistas. Enormes, dorados y ornamentados en exceso. El budismo se ha convertido en el bálsamo que alivia las heridas de la población tailandesa, merma las carencias de una economía desigual y adormece cualquier tipo de reivindicación social. La religión budista, la mayoritaria en el país, tiene en la reencarnación uno de sus pilares fundamentales. Los budistas, según sus escritos, viven y mueren para volver a vivir una nueva vida, con la particularidad de que cuanto peor se pase en la presente, mejor será la siguiente. Si lo crees es una manera excelente de aceptar la miseria en la que viven sumidos la mayoría de tailandeses. También es una buena excusa para que un matrimonio de campesinos venda por una cantidad irrisoria a una de sus hijas a un proxeneta de Bangkok. "Ahora hago esto, pero seguro que en la próxima vida seré una princesa", nos comentó una de las chicas de Patpong la noche en que mi compañera de viaje y yo nos adentramos en el peor barrio del mundo.

Las rutas tácitamente establecidas por los muchos mochileros que patean Tailandia parten, en su mayoría, de Chiang Mai o Chiang Rai hacia el sur, hacia las hermosas islas, o hacia el país vecino: Laos. Antes de tomar este último destino decidimos viajar a Mae Salong, una pequeña aldea cercana a la frontera con Myanmar, la antigua Birmania. Mae Salong está atrapada entre montañas y nubes. Pocos son los vehículos de transporte público capaces de subir las inclinadas y tortuosas carreteras que se trazan entre la abundante vegetación y la espesa niebla. Mae Salong es como estar en China. Los rótulos callejeros están escritos en chino, las ropas de los mayores recuerdan a los trajes tradicionales del gigante asiático y allí se vende el mejor té del país. Mae Salong fue refugio y bastión, a mediados del pasado siglo, de los soldados del Kuomitang, el partido conservador chino, expulsados del país tras la sangrienta Revolución Cultural de Mao Tse Tung. Todavía hoy se les puede ver con su caminar cansado en las calles de esa diminuta perdida y tranquila aldea de las montañas tailandesas.

Después de tres viajes en autobuses destartalados y uno en un furgón donde compartimos asiento con campesinos y pescadores y con sus pollos y pescados aún vivos en baldes llenos de agua llegamos a Chiang Kong, el puerto base antes de navegar dos días el Mekong hasta Luang Prabang (Laos). Durante el camino seguimos el mítico río parando en varias aldeas que hacían de éste su flujo vital. Lanchas y barcazas llenas de pescado llegaban a la orilla o zarpaban hacia otro poblado, taxistas embutiendo pasajeros en sus vehículos, vendedores ambulantes, paradas de frutas y pequeños tenderetes con brochetas de grillos o cucarachas asadas. Las imaginé tan saladas como las libélulas y orugas que merendamos días antes en Bangkok. Pero confieso que ni mi compañera ni yo tuvimos moral suficiente para atrevernos, esta vez, con tan peculiares pinchitos.

El mayor atractivo de Chiang Kong fue un pequeño garito de música reggae ubicado en la calle principal. Allí gozamos de la compañía de Tattoo Man. Un joven tatuado hasta las cejas que hacía lo propio con todo el que quisiera experimentar el método tradicional tailandés del tatuaje: una pequeña vara de bambú afilada que, mojada en tinta china, él manejaba a pulso, a la luz de una vela y a ritmo de Peter Tosh. La media docena de cerveza local Singha que ella y yo habíamos tomado hizo el resto.

El Mekong es un río tan ancho como peligroso. Las fuertes corrientes arrastran troncos y rocas que pueden dar al traste con el barco en el que navegas. Cuanto más pequeño es éste más riesgos hay de que suceda un accidente, y volcar en el Mekong es sinónimo de hundirte en el Mekong. Los dos días de navegación que se emplean en el buque hasta llegar a Luang Prabang se convierten en cuatro horas si se viaja en speed boat. Una pequeña lancha de fibra de vidrio. Pero hay otro dato importante: el cincuenta por ciento de los trayectos terminan en tragedia.
Describir Laos merece un capítulo aparte: los cultivos de opio como forma de vida -es sorprendente la facilidad con la que los taxistas o los camareros de los restaurantes lo ofrecen a los clientes-, la influencia colonial francesa en las calles de Luang Prabang, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco; el oasis de paz que supone el pequeño pueblo de Van Vieng, famoso por sus enormes cavernas donde sus habitantes se refugiaron durante las guerras de Indochina, o Vientiane, la extraña capital gris y aburrida de uno de los países más bellos del mundo.

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