
La fotografía es mala. Sobra aire, demasiado, en una de las esquinas superiores. José Mejía, el fulano de la agencia AFP, un costeño negro, guasón y parlanchín, aparece con medio cuerpo cortado y todos miramos hacia cualquier otro lugar menos al centro del objetivo 35 mm de aquella vieja Nikon. La composición es asimétrica, sin gracia, la medición nefasta. El resultado, mediocre. No es extraño. La instantánea la captó un chico de apenas diecisiete años cuya única experiencia con la fotografía, según me dijo al prometerle que le enviaría una copia, se reducía a las fotos que se había tomado hacía unos años para su cédula de identidad en un fotomatón.
Lo único que había hecho en su vida era conducir el taxi de su viejo, Lelo, el taxista "oficial" -el único además de su hijo- para los periodistas en San Vicente del Caguán (Colombia). Desde aquella pequeña y pobre aldea, Lelo -cincuenta años, bigote blanco, pelo cano, alto y flaco- nos llevaba cada mañana a la aldea vecina de Los Pozos, donde estaba situado el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo. La pérfida guerrilla colombiana de las FARC-EP, dueña y señora de la desaparecida, a sangre y fuego por el ejército colombiano, Zona de Distensión del departamento del Caquetá, otorgada por el inepto ex presidente del país, el conservador y blando Andrés Pastrana, a los rebeldes marxistas.
La instantánea es de octubre de 2001 y en ella aparecen también Carlos Buendía, de la agencia colombiana Colprensa, dos guerrilleras muy jóvenes y el comandante Julián Conrado. Las conversaciones entre las FARC y el gobierno de Pastrana estaban pendientes, como muchas otras veces, de un fino y maltrecho hilo. El grupo rebelde había secuestrado a la concejal de Valledupar Consuelo Araujo y hacía apenas una semana el escuadrón de las FARC que retenía a "La Cacica" -la funcionaria tenía el dudoso privilegio de haber recibido ese apodo- viéndose acorralado por los militares en una operación de rescate había disparado a quemarropa sobre la nuca de Araujo.
La guerrilla afirmó -aún conservo el comunicado- que "La Cacica" había resultado "fatalmente alcanzada" por una bala en el fuego cruzado. La autopsia revelaría, días después, que el disparo se había realizado a un metro de distancia. De arriba abajo describieron los médicos la trayectoria de la bala. Consuelo Araujo murió arrodillada y de espaldas a su asesino, según los noticieros y según también algunos comandantes de la guerrilla. En petit comite escuché decir a alguno de ellos "sí hermano, con Cosuelo la cagamos, pero así es esta pendeja guerra".
Aquella tarde, la tarde en que los guerrillos y la presa nos hicimos la foto, fue la última que pasé en la Zona de Distensión, en "El Caguán", y yo sí tuve el privilegio de ser el último extranjero que accedió a esa región que conformaba un pequeño país dentro de Colombia. La Zona estaba desprovista de cualquier figura que tuviera reminiscencias al estado. Eso incluía, por supuesto, los cuerpos militares y policiales. En lugar de los policías que encontrabas en Bogotá o en la bella Medellín, montados por parejas en motos todoterreno, vestidos de verde caqui y con una escopeta de gran calibre, en San Vicente y en el resto de la zona, el cuerpo policial se reducía a unos cuantos muchachos por cada pueblo que montaban en bicicleta y en lugar de rifle portaban una pequeña porra de madera.
No obstante, decían que "El Caguán" era la zona más segura de toda Colombia. La omnipresente guerrilla todo lo veía y todo lo ajusticiaba con su rígida vara de medir. Los castigos distaban entre un tiempo monte adentro realizando el trabajo más duro de la comunidad y amanecer flotando en cualquier río con la suficiente corriente para que se llevara lejos, bien lejos, el cuerpo trinchado a balazos de quien osara pasar por encima de las normas farianas. Por lo demás, los poblados de aquel territorio eran como cualquiera de las aldeas y villas colombianas. Calles sin asfaltar, garitos con vallenatos de Diomedes Díaz sonando estruendosamente las veinticuatro horas del día, pequeñas tiendas con todo tipo de enseres a la venta, carritos con chuzos de pollo, ternera o cerdo. Coches destartalados, botas pantaneras y críos morenos, con el cabello corto, corriendo sin camiseta tras un balón parcheado hasta la saciedad.
Aquella tarde el comisionado de paz, Camilo Gómez, estaba reunido con la cúpula del grupo insurgente para acordar si el proceso de paz seguía adelante o si se rompía definitivamente. Y como Gómez nos dijo días antes, si esto último ocurría, los periodistas deberíamos "largarnos de allí en el primer jeep que pasase, ya que el ejército entraría con todos los fierros". Así que los seis de la foto decidimos, en un acto más visceral que de pura amistad o compadreo, comprar un par de cajas de botellines de cervezas en el pequeño quiosco de madera que presidía la entrada de Los Pozos y mamarnos hasta las cejas. Esa tarde podrían romperse las negociaciones, pensamos, y tal vez no pasase por allí ningún jeep a tiempo.
Había llegado a la Zona de Distensión hacía unos diez días, seis después de poner pie en Bogotá. Todo ello, unos meses después de haber recibido la licenciatura de periodismo en Barcelona. Llegué a San Vicente solo, cansado tras tres horas de viaje en taxi después de cuatro en avión desde Medellín. Durante el viaje se hicieron patente en mi trasero los huecos de la carretera sin asfaltar que se iba estrechando más y más a medida que nos adentrábamos en la selva.
La radio de Miguel, el taxista, escupía sin compasión temas del puertorriqueño Víctor Manuel mientras pasaban ante mi letreros clavados en los troncos de los árboles que flanqueaban el camino: "Cuide los bosques. Farc-Ep" o "La revolución es el camino. Farc-Ep". Entre tanto, Víctor Manuel, garganta quebrada, le pedía a alguien "que le diga a ella que no ha podido olvidarla". Maldito imbécil.
Me encontraba en un decorado que únicamente conocía de los telediarios y de libros escritos por capos del periodismo, reporteros de guerra, periodistas de raza, integrantes de lo que alguna vez fue la profesión más bella del mundo. Fulanos como Michael Herr, Leguineche o Kapucinsky. Llegué allí con tanta inexperiencia como ganas y con un papel en la mano que tenía escrita la dirección del reportero de RCN Colombia, Alfredo Bustillo. Además, las palabras "novato" y "estúpido" grabadas en la frente. Bustillo era un tipo de Cartagena de Indias, conocía a todo el mundo en el pueblo y nada más verme me dijo: "viejo, tenga claras estas tres cosicas: no de papalla, no ande por ahí solo y, por favor, no piche con nadie. Por muy arrecho que esté. Uno no se imagina las cosas que se le pueden contagiar por estar con quien no debe".
Pasé esa noche y las restantes en el Motel Montecarlo. Pequeño, limpio y con una nevera junto a la cama que emitía un run run adormecedor. El día amaneció limpio y, tras tomar un café negro en taza grande, Lelo nos llevó a Los Pozos. La aldea estaba compuesta por una decena de casas, siete a uno y otro lado de una estrecha carretera y las restantes en un montículo que se elevaba tímidamente junto a la vía. Tras éste se encontraba el cuartel de la guerrilla. La noche anterior habían dado inicio las conversaciones entre el Comisionado de Paz y los rebeldes. Aún no habían regresado los comandantes que ejercían de portavoces de las Farc. Nos quedamos merodeando por los alrededores del cuartel. Tomé algunas fotos y pude charlar con varios guerrilleros rasos. Chicos jóvenes. Mucho. Apenas dieciséis o diecisiete años. "¿Si el ejercito recluta con esa edad por qué no vamos a poder estar en la guerrilla?", decían.
El convoy apareció al poco tiempo. Tres vehículos 4X4, caros y con pocos kilómetros, pilotados por los comandantes. Cada uno de ellos iba acompañado con dos o tres jóvenes guerrilleros que hacían las veces de guardaespaldas. Los altos cargos se adentraron en una gran cabaña para preparar la rueda de prensa que ofrecerían momentos después. Los guardaespaldas eran viejos conocidos de la prensa que allí se encontraba. Así, una de las jóvenes muchachas que escoltaban a los mandos se acercó. Saludó a todos los corresponsales con sonoros besos en la mejilla y después, tras fijarse en mi cámara, me miró y me dijo: "tu eres nuevo... y extranjero, ¿cierto?". Después sonrió. "Me llamo Lucero", me dijo mientras clavaba sus dos grandes ojos marrones en los míos.
Lucero era joven, veinticinco años y diez en la guerrilla. Había nacido en el departamento de la Guajira, al norte de Colombia, en el caribe, justo en la frontera con Venezuela. Un paraíso natural, pobre y con una de las mayores poblaciones indígena del continente, los wayuus. Lucero tenía una permanente sonrisa en los labios, gruesos y rosados. Su tez era morena, su pelo corto y revuelto en rizos. El traje militar era un par de tallas mayor que la suya y resolvía la falta de corpulencia y estatura con anchas y ordenadas dobleces en sendas mangas y en cada una de las perneras. Era guapa. Lucero era muy guapa. Llevaba colgado al cuello un AK 47, un Kalashnikov, fusil de asalto de fabricación original rusa. Muy ligero y manejable. Perfecto para el combate en la selva. Atacar y huir. Apenas pesa y es tremendamente efectivo.
Lucero hablaba sin despegar sus manos de la culata y el cuello de su cuerno de chiva, así lo llaman en Latinoamérica por la forma de su cargador. Me percaté de que un fino cordel rojo estaba atado a la pequeña esfera metálica que rodeaba el gatillo de su fusil. El hilo, sujeto al arma de una de sus puntas, dejaba colgando en la otra un pequeño muñeco de apenas dos centímetros de largo. Representaba a un anciano chino, con una túnica y un gorro picudo, ambos de color rojo. Los brazos a la espalda dejaban ver dos puños cerrados que aún conservaban motas de la pintura amarilla original. Los ojos eran dos pequeñas rayas negras horizontales y a modo de barba otra en vertical. El pequeño muñeco se balanceaba al ritmo de la cadencia pausada de las palabras y gestos de la guerrillera guajira. Miré al juguete y luego, con extraño semblante, a Lucero. Ella esbozó una amplia sonrisa, dio media vuelta y se fugó entre las sombras de Los Pozos en dirección a la cabaña donde se encontraban reunidos los comandantes.
Fue Lucero quien agarrándolo del brazo y casi arrastrándolo me presentó a Raúl Reyes, el tercero de las Farc-Ep y vocero oficial de la guerrilla. "Así que es usted el famoso español que anda por el Caguán", me dijo desde su metro cincuenta y siete mientras me escudriñaba con sus ojos achinados tras unas gafas semioscuras y se mesaba una poblada barba blanca. A solas y bajo un bohío le preguntaría con descaro, mientras señalaba con el mentón tres todoterreno, cuál era la relación de las Farc con el tráfico de cocaína.
-Ninguna. Solamente les cobramos a los campesinos que cultivan hoja de coca un impuesto por cuidar de sus plantaciones y tenerlas a salvo de los Paramilitares y de las fumigaciones del Estado. La juventud y la inexperiencia impidieron que le preguntase que, siendo así, como es qué, casualmente, los enfrentamientos más duros entre el cuerpo de los Paramilitares y las Farc-Ep se daban siempre en los corredores de coca que empleaban los narcotraficantes de Cali y los que usó, en su momento, el mayor narcotraficante que ha habido jamás, Pablo Escobar.
Mientras esperábamos a la guerrilla, apuramos la cerveza con avidez. Era tarde y la cúpula de las Farc seguía reunida con los portavoces gubernamentales en el campamento base. Parecían haber olvidado la comparecencia ante los medios. Los reporteros locales decidieron volver a San Vicente y cubrir las nuevas la mañana siguiente. Decidí quedarme. Era mi última noche en aquel lugar y mi avión salía temprano al día siguiente. Tenía antes tres horas de taxi, así que si no me quedaba en Los Pozos ya no tendría ocasión de saber de primera mano si las conversaciones seguían o no. Además, la idea de enterarme de que el tratado de paz se había ido al garete en medio de una carretera perdida y en un retén de las Farc no me hacía ninguna gracia.
Bajé la colina en dirección al único estadero del pueblo. El volumen de las notas de un viejo vallenato iba en aumento a medida que me acercaba a la cantina. Ésta construida con largos tablones y techo de chapa. Un local rectangular con una barra al fondo iluminada con dos grandes fluorescentes rojos y seis mesas en la sala. Cinco de ellas vacías. La sexta hospedaba a Lucero. La guerrillera leía un libro que había forrado con papel de embalar marrón mientras daba sorbos a un botellín de cerveza Póker helada.
-Te debo una de estas- dije señalando la botella- Gracias por conseguirme la entrevista con Reyes.- Añadí
Alzó la vista, volvió a sonreír. Se incorporó cerrando el libro. "sentáte", dijo, "pedí algo". El AK-47 descansaba sobre la mesa. Lo miré. Hice ademán de cogerlo. "¿Puedo?". "Claro", dijo "Siempre y cuando no me apuntes", bromeó.
Efectivamente, era ligero.
-No es nada pesado. Es lo mejor para nuestras tácticas. Atacamos y nos internamos en la selva. Guerra de guerrillas. Golpear y retroceder. Como el boxeador aquel, Cassius Klay.- Su mirada se perdió en la mía y sin dejar de mirarme bebió un sorbo de su cerveza. Dejé el fusil en la mesa y tomé entre mis dedos el cordel.
-Y ¿el muñeco?,- pregunté.
-Es lo único que conservo de cuando vivía en La Guajira. Era de mi hermanito. Los coleccionaba. Venían en los botes de Milo- dijo mientras apartaba la vista y ladeaba la boca en un gesto guasón- Es lo único que me queda de antes de entrar en las Farc.
¿Por qué ingresaste?
Lucero sonrió sin ganas. Sin mirarme.
Por qué, dices.- Apuró la cerveza y frunció el ceño mientras apretaba los labios como si quisiera saborear al máximo la bebida.
Mi padre era médico. El único en Carrizal. Una noche llegó un escuadrón de la guerrilla. Uno de ellos tenía una herida en la pierna. Le habían disparado. La bala seguía dentro y la herida estaba bien fea. Obligaron a mi padre a que le extrajera el proyectil y le hiciera una cura. Huían de los paracos.
¿Lo hizo?
Sí, claro. Si no, nos hubieran matado. Seguro.- Se mantuvo en silencio unos instantes. Tornó los ojos y aspirando aire continuó.
Días después, mientras cenábamos, mi hermano, mi papá , mi mamá y yo entraron en casa cinco hombres vestidos de calle. Dos de ellos portaban machetes para el follaje y los tres restantes cada uno una pistola. Preguntaron si mi padre era el médico del lugar... No dejaron que contestara. Le dispararon. Mi hermano, trece años, se puso en pie. Asustado. Lo mataron también y se fueron.- Permaneció callada unos minutos.
¿Qué por qué ingresé?, a usted que le parece.
Lo siento,- alcancé a decir estúpidamente al rato.
Lucero se incorporó. Cogió la botella, la miró. Comprobó que no quedaba cerveza en ella, se echó al hombro el Cuerno de Chiva y, sonriéndome tímidamente de nuevo, se perdió entre la oscuridad del monte y las notas del acordeón que ponían fin a un vallenato. Algo de un hombre, una mujer, otro hombre, navajazos y una botella de aguardiente.
Unos meses después, en febrero de 2002, tras el secuestro de un destacado político en las sierras colombianas, el gobierno rompió el hilo del que pendían las conversaciones. El ejército tomó la Zona de Distensión armado hasta los dientes y la guerrilla volvió al monte. La guerra de guerrillas tomó de nuevo el país.
Aquella mañana prendí el televisor y me topé con Juan Restrepo, el corresponsal de TVE en Colombia, el que fuera realmente el artífice de mi entrada en la zona. Narraba el final del proceso de paz mientras su imagen se intercalaba con las de la evacuación de los rebeldes, y entre un puñado de uniformados demasiado jóvenes vi de nuevo y sin su eterna sonrisa a Lucero. Cargaba con el cuerno de chiva y una mochila verde caqui dispuesta a hacer lo único que había hecho los últimos diez años desde que ingresó con quince en las Farc: la guerra.
Hay cosas que se viven para recordarlas y en este trabajo la mayoría de ellas son para eso. Vas a un lugar, observas lo que ocurre y lo cuentas. Ir, ver y contar. Envejecer sabiéndose habitante de las páginas de internacional de los anales de la historia. Porque al final uno no es más que lo que ha guardado en su mochila a lo largo de los años, aquello que no dejó como lastre. El postulado de ir, ver y contar es un excelente método para asimilar lo más deleznable de manera casi imperceptible. Dormir en una pensión de mala muerte asediado por las ratas, percatarse de que a veces los villanos no son tan malos como los pintan, o si lo son, tienen, también a veces, sus razones, o comprobar lo poco que llega a pesar un AK-47, son algunas de las cosas que me llevé de aquel viaje que luego prolongué durante tres meses más en el país más bonito del mundo.
Jamás regresé y jamás volví a ver a Lucero. A veces me pregunto si seguirá en el monte, con su traje dos tallas más grandes y cargando su Kalashnikov con aquel cordel rojo atado a la arandela metálica que rodea el gatillo y con un chinito colgando en el extremo o si ya la mataron.
Lo único que había hecho en su vida era conducir el taxi de su viejo, Lelo, el taxista "oficial" -el único además de su hijo- para los periodistas en San Vicente del Caguán (Colombia). Desde aquella pequeña y pobre aldea, Lelo -cincuenta años, bigote blanco, pelo cano, alto y flaco- nos llevaba cada mañana a la aldea vecina de Los Pozos, donde estaba situado el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo. La pérfida guerrilla colombiana de las FARC-EP, dueña y señora de la desaparecida, a sangre y fuego por el ejército colombiano, Zona de Distensión del departamento del Caquetá, otorgada por el inepto ex presidente del país, el conservador y blando Andrés Pastrana, a los rebeldes marxistas.
La instantánea es de octubre de 2001 y en ella aparecen también Carlos Buendía, de la agencia colombiana Colprensa, dos guerrilleras muy jóvenes y el comandante Julián Conrado. Las conversaciones entre las FARC y el gobierno de Pastrana estaban pendientes, como muchas otras veces, de un fino y maltrecho hilo. El grupo rebelde había secuestrado a la concejal de Valledupar Consuelo Araujo y hacía apenas una semana el escuadrón de las FARC que retenía a "La Cacica" -la funcionaria tenía el dudoso privilegio de haber recibido ese apodo- viéndose acorralado por los militares en una operación de rescate había disparado a quemarropa sobre la nuca de Araujo.
La guerrilla afirmó -aún conservo el comunicado- que "La Cacica" había resultado "fatalmente alcanzada" por una bala en el fuego cruzado. La autopsia revelaría, días después, que el disparo se había realizado a un metro de distancia. De arriba abajo describieron los médicos la trayectoria de la bala. Consuelo Araujo murió arrodillada y de espaldas a su asesino, según los noticieros y según también algunos comandantes de la guerrilla. En petit comite escuché decir a alguno de ellos "sí hermano, con Cosuelo la cagamos, pero así es esta pendeja guerra".
Aquella tarde, la tarde en que los guerrillos y la presa nos hicimos la foto, fue la última que pasé en la Zona de Distensión, en "El Caguán", y yo sí tuve el privilegio de ser el último extranjero que accedió a esa región que conformaba un pequeño país dentro de Colombia. La Zona estaba desprovista de cualquier figura que tuviera reminiscencias al estado. Eso incluía, por supuesto, los cuerpos militares y policiales. En lugar de los policías que encontrabas en Bogotá o en la bella Medellín, montados por parejas en motos todoterreno, vestidos de verde caqui y con una escopeta de gran calibre, en San Vicente y en el resto de la zona, el cuerpo policial se reducía a unos cuantos muchachos por cada pueblo que montaban en bicicleta y en lugar de rifle portaban una pequeña porra de madera.
No obstante, decían que "El Caguán" era la zona más segura de toda Colombia. La omnipresente guerrilla todo lo veía y todo lo ajusticiaba con su rígida vara de medir. Los castigos distaban entre un tiempo monte adentro realizando el trabajo más duro de la comunidad y amanecer flotando en cualquier río con la suficiente corriente para que se llevara lejos, bien lejos, el cuerpo trinchado a balazos de quien osara pasar por encima de las normas farianas. Por lo demás, los poblados de aquel territorio eran como cualquiera de las aldeas y villas colombianas. Calles sin asfaltar, garitos con vallenatos de Diomedes Díaz sonando estruendosamente las veinticuatro horas del día, pequeñas tiendas con todo tipo de enseres a la venta, carritos con chuzos de pollo, ternera o cerdo. Coches destartalados, botas pantaneras y críos morenos, con el cabello corto, corriendo sin camiseta tras un balón parcheado hasta la saciedad.
Aquella tarde el comisionado de paz, Camilo Gómez, estaba reunido con la cúpula del grupo insurgente para acordar si el proceso de paz seguía adelante o si se rompía definitivamente. Y como Gómez nos dijo días antes, si esto último ocurría, los periodistas deberíamos "largarnos de allí en el primer jeep que pasase, ya que el ejército entraría con todos los fierros". Así que los seis de la foto decidimos, en un acto más visceral que de pura amistad o compadreo, comprar un par de cajas de botellines de cervezas en el pequeño quiosco de madera que presidía la entrada de Los Pozos y mamarnos hasta las cejas. Esa tarde podrían romperse las negociaciones, pensamos, y tal vez no pasase por allí ningún jeep a tiempo.
Había llegado a la Zona de Distensión hacía unos diez días, seis después de poner pie en Bogotá. Todo ello, unos meses después de haber recibido la licenciatura de periodismo en Barcelona. Llegué a San Vicente solo, cansado tras tres horas de viaje en taxi después de cuatro en avión desde Medellín. Durante el viaje se hicieron patente en mi trasero los huecos de la carretera sin asfaltar que se iba estrechando más y más a medida que nos adentrábamos en la selva.
La radio de Miguel, el taxista, escupía sin compasión temas del puertorriqueño Víctor Manuel mientras pasaban ante mi letreros clavados en los troncos de los árboles que flanqueaban el camino: "Cuide los bosques. Farc-Ep" o "La revolución es el camino. Farc-Ep". Entre tanto, Víctor Manuel, garganta quebrada, le pedía a alguien "que le diga a ella que no ha podido olvidarla". Maldito imbécil.
Me encontraba en un decorado que únicamente conocía de los telediarios y de libros escritos por capos del periodismo, reporteros de guerra, periodistas de raza, integrantes de lo que alguna vez fue la profesión más bella del mundo. Fulanos como Michael Herr, Leguineche o Kapucinsky. Llegué allí con tanta inexperiencia como ganas y con un papel en la mano que tenía escrita la dirección del reportero de RCN Colombia, Alfredo Bustillo. Además, las palabras "novato" y "estúpido" grabadas en la frente. Bustillo era un tipo de Cartagena de Indias, conocía a todo el mundo en el pueblo y nada más verme me dijo: "viejo, tenga claras estas tres cosicas: no de papalla, no ande por ahí solo y, por favor, no piche con nadie. Por muy arrecho que esté. Uno no se imagina las cosas que se le pueden contagiar por estar con quien no debe".
Pasé esa noche y las restantes en el Motel Montecarlo. Pequeño, limpio y con una nevera junto a la cama que emitía un run run adormecedor. El día amaneció limpio y, tras tomar un café negro en taza grande, Lelo nos llevó a Los Pozos. La aldea estaba compuesta por una decena de casas, siete a uno y otro lado de una estrecha carretera y las restantes en un montículo que se elevaba tímidamente junto a la vía. Tras éste se encontraba el cuartel de la guerrilla. La noche anterior habían dado inicio las conversaciones entre el Comisionado de Paz y los rebeldes. Aún no habían regresado los comandantes que ejercían de portavoces de las Farc. Nos quedamos merodeando por los alrededores del cuartel. Tomé algunas fotos y pude charlar con varios guerrilleros rasos. Chicos jóvenes. Mucho. Apenas dieciséis o diecisiete años. "¿Si el ejercito recluta con esa edad por qué no vamos a poder estar en la guerrilla?", decían.
El convoy apareció al poco tiempo. Tres vehículos 4X4, caros y con pocos kilómetros, pilotados por los comandantes. Cada uno de ellos iba acompañado con dos o tres jóvenes guerrilleros que hacían las veces de guardaespaldas. Los altos cargos se adentraron en una gran cabaña para preparar la rueda de prensa que ofrecerían momentos después. Los guardaespaldas eran viejos conocidos de la prensa que allí se encontraba. Así, una de las jóvenes muchachas que escoltaban a los mandos se acercó. Saludó a todos los corresponsales con sonoros besos en la mejilla y después, tras fijarse en mi cámara, me miró y me dijo: "tu eres nuevo... y extranjero, ¿cierto?". Después sonrió. "Me llamo Lucero", me dijo mientras clavaba sus dos grandes ojos marrones en los míos.
Lucero era joven, veinticinco años y diez en la guerrilla. Había nacido en el departamento de la Guajira, al norte de Colombia, en el caribe, justo en la frontera con Venezuela. Un paraíso natural, pobre y con una de las mayores poblaciones indígena del continente, los wayuus. Lucero tenía una permanente sonrisa en los labios, gruesos y rosados. Su tez era morena, su pelo corto y revuelto en rizos. El traje militar era un par de tallas mayor que la suya y resolvía la falta de corpulencia y estatura con anchas y ordenadas dobleces en sendas mangas y en cada una de las perneras. Era guapa. Lucero era muy guapa. Llevaba colgado al cuello un AK 47, un Kalashnikov, fusil de asalto de fabricación original rusa. Muy ligero y manejable. Perfecto para el combate en la selva. Atacar y huir. Apenas pesa y es tremendamente efectivo.
Lucero hablaba sin despegar sus manos de la culata y el cuello de su cuerno de chiva, así lo llaman en Latinoamérica por la forma de su cargador. Me percaté de que un fino cordel rojo estaba atado a la pequeña esfera metálica que rodeaba el gatillo de su fusil. El hilo, sujeto al arma de una de sus puntas, dejaba colgando en la otra un pequeño muñeco de apenas dos centímetros de largo. Representaba a un anciano chino, con una túnica y un gorro picudo, ambos de color rojo. Los brazos a la espalda dejaban ver dos puños cerrados que aún conservaban motas de la pintura amarilla original. Los ojos eran dos pequeñas rayas negras horizontales y a modo de barba otra en vertical. El pequeño muñeco se balanceaba al ritmo de la cadencia pausada de las palabras y gestos de la guerrillera guajira. Miré al juguete y luego, con extraño semblante, a Lucero. Ella esbozó una amplia sonrisa, dio media vuelta y se fugó entre las sombras de Los Pozos en dirección a la cabaña donde se encontraban reunidos los comandantes.
Fue Lucero quien agarrándolo del brazo y casi arrastrándolo me presentó a Raúl Reyes, el tercero de las Farc-Ep y vocero oficial de la guerrilla. "Así que es usted el famoso español que anda por el Caguán", me dijo desde su metro cincuenta y siete mientras me escudriñaba con sus ojos achinados tras unas gafas semioscuras y se mesaba una poblada barba blanca. A solas y bajo un bohío le preguntaría con descaro, mientras señalaba con el mentón tres todoterreno, cuál era la relación de las Farc con el tráfico de cocaína.
-Ninguna. Solamente les cobramos a los campesinos que cultivan hoja de coca un impuesto por cuidar de sus plantaciones y tenerlas a salvo de los Paramilitares y de las fumigaciones del Estado. La juventud y la inexperiencia impidieron que le preguntase que, siendo así, como es qué, casualmente, los enfrentamientos más duros entre el cuerpo de los Paramilitares y las Farc-Ep se daban siempre en los corredores de coca que empleaban los narcotraficantes de Cali y los que usó, en su momento, el mayor narcotraficante que ha habido jamás, Pablo Escobar.
Mientras esperábamos a la guerrilla, apuramos la cerveza con avidez. Era tarde y la cúpula de las Farc seguía reunida con los portavoces gubernamentales en el campamento base. Parecían haber olvidado la comparecencia ante los medios. Los reporteros locales decidieron volver a San Vicente y cubrir las nuevas la mañana siguiente. Decidí quedarme. Era mi última noche en aquel lugar y mi avión salía temprano al día siguiente. Tenía antes tres horas de taxi, así que si no me quedaba en Los Pozos ya no tendría ocasión de saber de primera mano si las conversaciones seguían o no. Además, la idea de enterarme de que el tratado de paz se había ido al garete en medio de una carretera perdida y en un retén de las Farc no me hacía ninguna gracia.
Bajé la colina en dirección al único estadero del pueblo. El volumen de las notas de un viejo vallenato iba en aumento a medida que me acercaba a la cantina. Ésta construida con largos tablones y techo de chapa. Un local rectangular con una barra al fondo iluminada con dos grandes fluorescentes rojos y seis mesas en la sala. Cinco de ellas vacías. La sexta hospedaba a Lucero. La guerrillera leía un libro que había forrado con papel de embalar marrón mientras daba sorbos a un botellín de cerveza Póker helada.
-Te debo una de estas- dije señalando la botella- Gracias por conseguirme la entrevista con Reyes.- Añadí
Alzó la vista, volvió a sonreír. Se incorporó cerrando el libro. "sentáte", dijo, "pedí algo". El AK-47 descansaba sobre la mesa. Lo miré. Hice ademán de cogerlo. "¿Puedo?". "Claro", dijo "Siempre y cuando no me apuntes", bromeó.
Efectivamente, era ligero.
-No es nada pesado. Es lo mejor para nuestras tácticas. Atacamos y nos internamos en la selva. Guerra de guerrillas. Golpear y retroceder. Como el boxeador aquel, Cassius Klay.- Su mirada se perdió en la mía y sin dejar de mirarme bebió un sorbo de su cerveza. Dejé el fusil en la mesa y tomé entre mis dedos el cordel.
-Y ¿el muñeco?,- pregunté.
-Es lo único que conservo de cuando vivía en La Guajira. Era de mi hermanito. Los coleccionaba. Venían en los botes de Milo- dijo mientras apartaba la vista y ladeaba la boca en un gesto guasón- Es lo único que me queda de antes de entrar en las Farc.
¿Por qué ingresaste?
Lucero sonrió sin ganas. Sin mirarme.
Por qué, dices.- Apuró la cerveza y frunció el ceño mientras apretaba los labios como si quisiera saborear al máximo la bebida.
Mi padre era médico. El único en Carrizal. Una noche llegó un escuadrón de la guerrilla. Uno de ellos tenía una herida en la pierna. Le habían disparado. La bala seguía dentro y la herida estaba bien fea. Obligaron a mi padre a que le extrajera el proyectil y le hiciera una cura. Huían de los paracos.
¿Lo hizo?
Sí, claro. Si no, nos hubieran matado. Seguro.- Se mantuvo en silencio unos instantes. Tornó los ojos y aspirando aire continuó.
Días después, mientras cenábamos, mi hermano, mi papá , mi mamá y yo entraron en casa cinco hombres vestidos de calle. Dos de ellos portaban machetes para el follaje y los tres restantes cada uno una pistola. Preguntaron si mi padre era el médico del lugar... No dejaron que contestara. Le dispararon. Mi hermano, trece años, se puso en pie. Asustado. Lo mataron también y se fueron.- Permaneció callada unos minutos.
¿Qué por qué ingresé?, a usted que le parece.
Lo siento,- alcancé a decir estúpidamente al rato.
Lucero se incorporó. Cogió la botella, la miró. Comprobó que no quedaba cerveza en ella, se echó al hombro el Cuerno de Chiva y, sonriéndome tímidamente de nuevo, se perdió entre la oscuridad del monte y las notas del acordeón que ponían fin a un vallenato. Algo de un hombre, una mujer, otro hombre, navajazos y una botella de aguardiente.
Unos meses después, en febrero de 2002, tras el secuestro de un destacado político en las sierras colombianas, el gobierno rompió el hilo del que pendían las conversaciones. El ejército tomó la Zona de Distensión armado hasta los dientes y la guerrilla volvió al monte. La guerra de guerrillas tomó de nuevo el país.
Aquella mañana prendí el televisor y me topé con Juan Restrepo, el corresponsal de TVE en Colombia, el que fuera realmente el artífice de mi entrada en la zona. Narraba el final del proceso de paz mientras su imagen se intercalaba con las de la evacuación de los rebeldes, y entre un puñado de uniformados demasiado jóvenes vi de nuevo y sin su eterna sonrisa a Lucero. Cargaba con el cuerno de chiva y una mochila verde caqui dispuesta a hacer lo único que había hecho los últimos diez años desde que ingresó con quince en las Farc: la guerra.
Hay cosas que se viven para recordarlas y en este trabajo la mayoría de ellas son para eso. Vas a un lugar, observas lo que ocurre y lo cuentas. Ir, ver y contar. Envejecer sabiéndose habitante de las páginas de internacional de los anales de la historia. Porque al final uno no es más que lo que ha guardado en su mochila a lo largo de los años, aquello que no dejó como lastre. El postulado de ir, ver y contar es un excelente método para asimilar lo más deleznable de manera casi imperceptible. Dormir en una pensión de mala muerte asediado por las ratas, percatarse de que a veces los villanos no son tan malos como los pintan, o si lo son, tienen, también a veces, sus razones, o comprobar lo poco que llega a pesar un AK-47, son algunas de las cosas que me llevé de aquel viaje que luego prolongué durante tres meses más en el país más bonito del mundo.
Jamás regresé y jamás volví a ver a Lucero. A veces me pregunto si seguirá en el monte, con su traje dos tallas más grandes y cargando su Kalashnikov con aquel cordel rojo atado a la arandela metálica que rodea el gatillo y con un chinito colgando en el extremo o si ya la mataron.
2 comentarios:
Bueno, me he quedado flipado con la calidad de la narración. Echo de menos algunas fotos, eso sí.
Un abrazo!!!!!
Tortillitos,
te voy a ser sincero. Queria echar un vistazi rápido a tu blog. Luego no he podido leer ninguna entrada. Luego lo haré. Un abrazo. Yo tengo un blog con colegas. El problema es que casi todo está en portugués. Queremos "postar" en 2 o 3 lenguas, pero está chungo el tema. Si te apetece: www.tucasamicasa.blogspot.com
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