Hay fulanos que por su porte o sus maneras me gustan sin remedio. Benito Eufemia es uno de ellos. Le descubrí hace poco en la contraportada de La Vanguradia. Ojos claros, nariz larga y ancha. Una cara de ser poco amigo de la guasa. Boxeador, treinta y siete años y nueve en el talego. A la sombra en La Modelo, Barcelona, donde entró a los veinticuatro.
Benito Eufemia -no me digan que no tiene nombre de personaje de novela- cuenta que el boxeo es su vida, que por eso, a su edad, sigue encajando directos como buen fajador y lanzando el croché de izquierda como un látigo. Rápido y seco. Zas. Su mejor golpe, dice.
La mala fortuna le cambió las cuerdas del cuadrilátero por los barrotes de la trena. Cuenta el púgil que allí siguió entrenando, a pesar de todo. En la cárcel está prohibido. Así que se refugiaba en el cuarto de las escobas para hacer sombra, bailar y golpear al aire. También le pegada a un petate que él mismo rellenaba con zapatos y ropa vieja, y escogía los trabajos más duros. Así ejercitaba su físico, por un lado, y se ganaba a los carceleros, por otro. Con dos cojones.
"Me hacía las pesas con palos de escoba y botellas de lejía llenas de agua. Y también retorcía una sábana mojada para hacerme una comba con la que saltar". Pero eso podía salirle caro, es protocolo de fuga. Al final, consiguió boxear. Iba a las veladas con un ejército de escoltas y hasta que no estaba a pie de ring no le quitaban las esposas. Ya saben, de noche no duermo, de día no vivo, me estoy volviendo loco, maldito presidio.
El hermano de Eufemia se dedicaba al cobro de morosos. Un par de ellos regentaban un burdel poco recomendable. Una noche el hermano y un amigo fueron a cobrar uno de los pagos pendientes. Eufemia se unió a ellos. "Me sentía valiente", apunta. El púgil amenazó al cajero de la puerta para que esa noche saliera "a tirar la basura". Luego entraron los otros. El amigo con un casco que le tapaba el rosto. La cosa se complicó y se lió la pajarraca. Pelea, sillas rotas y tiros. Afortudamente, sin muertos. El portero juró que, por los andares, el del casco era Benito y Benito cayó preso. Pero es un tipo de ley, con amigos y con reglas. Así que jamás dio el chivatazo de quien era realmente el tipo del casco.
Luego la carcel. Reyertas, punzones, recoger la sangre coagulada del suelo de una celda tras una trifulca, etcétera. La carcel, al fin y al cabo. De ahí se trajo un tajo en el costado. Un preso estaba dejando a uno de los guripas, aún joven y tierno, como un colador a base de pichazos. Benito, que en el fondo es buena gente, tuvo que romperle todos los dedos de una mano antes de que lo soltara. Sin embargo, le rajaron el abdomen. "Me agujereó el polo Nike que mi madre acababa de regalarme, ¡qué rabia me dió!; pegué a ese tío hasta que me separaron de él".
No me jodan, Benito -Benet, como le llama su entrenador-, aquella noche, no fue quien entró en el burdel.
1 comentario:
Formidable relato. La cárcel ya no es lo que era. Nada es lo que era. Ayer, en Telecinco, en directo desde la prisión de Alhaurín, donde pasa las horas negras el español más famoso de estos tiempos, Julián Muñoz, en directo, digo, la periodista nos contaba el menú de nochebuena, en rigurosa exclusiva. Váyanse a la mierda.
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