
Debería exigirse un mínimo de educación y decencia para entrar en los museos. Y la vestimenta, en según que casos, debería ser un factor netamente excluyente. Visitaba hace unos días el Louvre, en París. En concreto, una de las salas de pintura francesa. Observaba con detenimiento La libertad guiando al pueblo (1830) de Delacroix, intentando recordar todo aquello que estudié hace ya algunos años. Luces, sombras, movimiento, colores, trazado, etcétera.
La bandera, la vista hacia atrás de ella, su pecho descubierto fruto del fragor del momento más que de otra cosa, y al crío, valiente, de las pistolas. Los muertos del primer plano, la desnudez de ese cadáver. Horizontales, verticales. Ensimismado en la pintura y en mis recuerdos. Feliz, al fin y al cabo, de tener ante mí una obra realizada cientos de años atrás. De tener ante mí historia en estado puro.
En esas estaba cuando tras de mí empecé a oír voces, risas y a sentir fogonazos de flash en mi nuca. Me giré y allí estaban. Cuatro tipos como cuatro armarios. Rusos. O de Europa del este, qué sé yo. Barrigones y rubios. Con bigote, todos. Calzaban sandalias de perfecto explorador, pantalón corto tipo militar y polos a rayas. Les acompañaban otras cuatro mujeres, con semejante barriga y peor bigote.
Reían, como les digo, procaces del pecho de la mujer del cuadro. Imbéciles. Se acercaron al lienzo y se colocaron de espaldas a él. A voces, y alterando el silencio de la sala, pidieron a una de las desmesuradas féminas que les hiciera un foto y posaron como un equipo de fútbol mientras señalaban, con la cabeza a medio voltear, el escote de la dama.
Pandilla de borregos.
3 comentarios:
si es que el vodka de la mañana les hace mal...
Ivancho, ¿alguna crítica positiva sobre París? ;)
en situaciones peores nos han visto hermano y nos ha importado....1 abrazo......
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