domingo, 30 de agosto de 2009

Ivancho en el Congo (VI): Una travesía en el Mugote

El Mugote es uno de los barcos que cruzan unas tres o cuatro veces a la semana (según carga y pasaje) el lago Kivu, de Goma a Bukavu y viceversa. En concreto es el slow boat. Tarda unas cinco horas en realizar el trayecto, el speed boat lo cubre en apenas dos. Por ello es también el más barato: 15 dólares segunda clase, 25 primera. Eso sí, te ofrecen bocadillo de queso y gaseosa cortesía de la casa. Nosotros fuimos en primera; pero no por el bocadillo, sino porque eso permite sentarte en la proa del barco, en cubierta, que se agradece cuando al queso de tu sanduche le falta nevera y empieza a darte guerra en el estómago.

El viaje empieza a ser realmente hermoso cuando se han cubierto las dos primeras horas. El lago se estrecha y se suceden varias islas de bosque y tierra verde y fértil. Casi desiertas. El buque, una carraca vieja y oxidada que sorprende que se tenga a flote, se cruza con cayucos de pescadores que recuerdan mucho a los que llegan a las islas Canarias.

El pasaje se sucede en cubierta: militares, hombres de negocio con trajes de solapas anchas, un par de tallas más de lo adecuado y combinados con corbatas cortas y de colores chillones, niños vestidos de domingo, mujeres con pañuelos de colores en la cabeza, jóvenes de camisetas viejas y sucias y la tripulación del Mugote. Entre ella, el capitán del buque: un tipo de unos cuarenta largos, alto, flaco y con un traje militar azul marino, raído, con galones dorados y una gorra blanca. Nos recordó mucho a "Vacaciones en el mar".

De pronto el buque aminoró la marcha y viró unos grados. Me asomé por la amura de babor y vi que estábamos a muy poca distancia de un pequeño islote. Árido y, si hubiéramos estado a unas pocas millas, hubiera jurado que desierto; pero no. Una cincuentena de personas se agolpaban en un estrecho muelle de madera bajo el letrero: Puerto de Ruhundu. Hombres, mujeres, jóvenes, niños. Todos gritaban. El buque se colocó a unos pocos metros en paralelo al dique y vimos que eran vendedores.

Lanzaron un par de cabos a tierra para ayudar en la maniobra hasta que el costado del barco tocó el muelle. Pensamos que dejaría pasaje y recogería a otras personas que se dirigían a Bukavu, pero no. Las compuertas no se abrieron. Los que estaban en cubierta se avalanzaron a babor billetes en mano. La mujer del pañuelo de colores consiguió cuatro enormes piñas por 1.000 francos, el joven callado con pantalón de punto y aspecto de estudiante de derecho se hizo con cinco cajas repletas de pilas tipo transistor y la joven escotada con camiseta de leopardo compró unas rosquillas casi a ultima hora, cuando el buque empezaba a navegar. Pero la mejor compra fue la de un fulano bajito, con un traje oscuro y de listas blancas. El tipo, que parecía un vendedor de biblias a domicilio, compró, además de unas cuantas piñas, un pavo enorme que no se inmutó en todo el trayecto.

Me quedé absorto, sin entender muy bien la maniobra del buque y qué hacía aquella gente allí esperando. La escena me recordó a las novelas de Márquez. Confundido estaba hasta que Guillem, lúcido, me lo aclaró todo: "esto debe ser el área de servicio".

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