viernes, 18 de septiembre de 2009

Ivancho en el Congo (XIV): Crónica de un regreso

Junto al tronco de uno de los árboles de la entrada al campo de desplazados de Bulengo, a las afueras de Goma, se apilan varías garrafas de agua amarillas y vacías, una pequeña banqueta de madera, una radio de onda corta, una maleta de tela mugrienta con cuadros escoceses rojos y azules, una puerta fabricada con el metal de las latas de aceite vegetal enviadas por la agencia estadounidense USAID y el palo de un paraguas reconvertido en bastón.

Los enseres aguardan a alguno de los desplazados que preparan su vuelta a casa o la ida al campo de Mugunga III. No todos se atreven a regresar de donde huyeron aterrorizados por los hombres del general Nkunda, “detenido” ahora en Ruanda y recibiendo tratamiento contra el VIH, o por la sanguinaria guerrilla del FDLR.

El campo de desplazados de Bulengo es probable que se haya desmantelado del todo cuando este artículo vea la luz. Hace unos días quedaban tan sólo unas pocas tiendas en pie, desperdigadas entre cenizas aún humeantes y plásticos de colores sucios y rotos. Y la mayoría de personas que vivían allí habían salido ya hacia sus hogares o estaban en ello.

A lo largo del camino que lleva a una de las carreteras principales de la ciudad se suceden mujeres, ancianos, niños y algún que otro hombre con enormes hatos a cuestas en los que llevan mantas, ropa, maderas, cubos, plásticos y lonas del ACNUR. Retales de dos años de vida en tierra de nadie, sin modo de ganarse la vida, sin nada que llevarse a la boca y con las pocas esperanzas de todo ello hechas trizas.

“Me voy. Regreso a mi pueblo, Rugari, en Rutshuru, porque no quiero morirme de hambre en este campo. Ni yo ni mi marido ni mis siete hijos”, dice Esperance Batyakulere. “Sé que la situación no es segura, que siguen habiendo enfrentamientos y que las milicias siguen allí saqueando y violando. ¿Pero qué quiere que haga? Tenemos hambre y aquí no hay qué cultivar. Prefiero estar en Rugari, aunque tengamos que dormir en el bosque para evitar estar en casa si la saquean al anochecer. Prefiero eso que seguir viviendo en este campo”, añade mientras ata concienzudamente una gruesa pila de ramas de un metro y medio de largo con un pedazo de tela. “La ida será larga. Mi pueblo está a 40 kilómetros y tenemos que ir a pie, el camino nos llevará al menos dos días”, explica. Y mejor llevar la leña a cuestas que salir a buscarla monte adentro. Esa es la situación donde se dan gran parte de las violaciones a mujeres.

Un grupo de niñas de no más de seis o siete años ríen divertidas de la ocurrencia de una de ellas. Todas cargan un pequeño bidón naranja repleto de agua. Lo llevan sujeto con una tira de tela, los dos extremos de ésta atados al asa de la garrafa y la parte central apoyada en la frente. De ese modo reparten el peso entre la cabeza y el cuello y la parte baja de la espalda donde descansa la garrafa.

Boniface Tegemaso, de 52 años, tiene aspecto de profesor universitario de literatura. Luce una perilla cana bien recortada, una camisa blanca a cuadros impoluta y unos vaqueros limpios y desgastados hasta la saciedad. Habla pausado, con un inglés casi perfecto y con la mirada cansada. “Llevo aquí demasiado tiempo. Tanto mi mujer y yo sabemos que la situación en Masisi no es segura, que la guerra continúa en esa zona, pero allí está nuestro hogar, nuestros campos que cultivar… aquí no tenemos nada. La vida es muy complicada sin trabajo, sin nada y con un dolor inmenso en el corazón… ¡Es que somos desplazados!”, lamenta.

Pero no todos regresan a casa. Un buen puñado de ellos va a ser transferido al campo de Mugunga III en dos viejos camiones militares propiedad del ACNUR. Reconvertidos por la agencia en vehículos de carga. Una cincuentena de personas se agolpa junto a sus remolque. La mayoría de ellas porta una pulsera blanca de identificación. Esperan a que se les llame para subir a los vehículos, mientras reordenan nerviosos sus pocas pertenencias: cubos, ropas, maderas… Todo marcado con una etiqueta blanca y un número rojo. Un crío rompe el murmullo jugueteando con un gallo al que lleva atado de una de sus patas con un cordel rojo.

De los seis campos abiertos alrededor de Goma, tan sólo el de Mugunga III se prevé que quede en pie. Y eso sucederá esta misma semana. Los responsables de la MONUC, la misión militar de Naciones Unidas en Congo, se jacta de ello. La ofensiva conjunta con las corruptas Fuerzas Armadas de la RDC (pues sus soldados son los mayores perpetradores de violaciones, agresiones sexuales y saqueos del país, según HRW) contra la guerrilla ruandesa del FDLR ha propiciado que 300.000 desplazados (retornados, les llaman) regresen a sus casas, dicen.

Retornados como Boniface o Esperance que vuelven no porque sus poblados sean hoy más seguros tras el inicio de la operación Kimia II (kimia significa paz en swahili), sino porque simplemente tienen hambre. “Además, lo que no cuentan en la MONUC es que si bien es cierto que hay 300.000 retornados y que los campos en Goma están cerrando, desde enero, desde el inicio de la ofensiva militar, ha habido 800.000 desplazados más en el este de Congo. Y eso son cifras de OCHA, de la Agencia de Naciones Unidas para los Asuntos Humanitarios…”, señalan desde las altas esferas de la ONG internacional Oxfam.

Y es que como apuntaba un cooperante español recientemente, “la situación dentro de Naciones Unidas es esperpéntica. Mientras la MONUC apoya a ejército congoleño, OCHA recoge los destrozos”.

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