domingo, 14 de febrero de 2010

Crónicas desde el epicentro del desastre (IX): Las otras escuelas de Puerto Príncipe (II)

Una anciana con un pañuelo blanco a la cabeza, aros grandes de plata en los lóbulos y arrugas pronunciadas alrededor de los ojos hace señas desde una de las tiendas del campo, en el centro del patio de la escuela. Para llegar hasta ella hay que caminar cuidadosamente y casi de costado entre las carpas, muy pegadas y levantadas sobre palos de madera mal afianzados en el terreno. "Vengan conmigo", dice. "Aquí hay un niño muy enfermo".

Aparta con su mano una sábana que cae a modo de puerta desde uno de los toldillos. Tras ella aparecen dos palanganas llenas con agua sucia y algunas prendas de ropa dentro, unas chanclas de goma polvorientas y un colchón de espuma mugriento, a pedazos casi negro por la suciedad y sobre el que descansan dos veinteañeras, una de ellas con un bebé –su hermano– en brazos que llora irremediablemente y cuyos ojos están cubiertos por una pátina blanquecina. "Tiene algo malo... pero no sabemos qué es", dice la madre, una mujer de 35 años que sostiene a otro pequeño en su regazo, el menor de sus ocho hijos, mientras la mayor, de 22 años, le hace trenzas en su pelo recio y negro.

El bebé tiene tres meses y está escuálido. Debe pesar poco más de dos kilos. Su antebrazo no tiene más de dos centímetros de grosor y una de sus pequeñas y arrugadas piernas, que queda al descubierto de la manta con la que está tapado, no supera los cuatro de diámetro. El pequeño mantiene su boca pegada al pecho de la madre y succiona a duras penas la poca leche que puede ofrecer ésta sin haber ingerido apenas alimentos desde el seísmo. "No sabemos qué le sucede", dice la madre. "Nació perfectamente, sin nada extraño... pero vea a los tres meses como está", añade.

Cuenta Makilene Josil, la progenitora del bebé enfermo, que lo llevó hace ocho días al hospital que la ONG International Medical Corps (IMC) ha instalado en la escuela. Que le dieron medicinas, que el bebé las toma con el arroz que le dan o con leche de coco; pero que no ha experimentado mejoría. "Nadie me ayuda. Nadie me dice nada. Se han olvidado de mí", se lamenta. El joven intérprete mira al pequeño, incrédulo. Compungido, se diría. Niega con la cabeza y con la mirada fija en algún punto de la mínima anatomía que tiene delante, afirma: "las medicinas son la otra gran carencia aquí".

A pocos metros, en una tienda vecina, Jameson Dort observa la escena. Habla con seguridad y el ceño fruncido. "Déjeme que le diga una cosa. En realidad no necesitamos ni agua, ni comida, ni toldos para nuestras tiendas. ¿Sabe lo que en realidad necesitamos? Una oportunidad. Una oportunidad para trabajar, para trabajar por este país y compartir todo lo que tenemos, nuestros recursos, entre todos los haitianos. Trabajar y, de ese modo, sacar a Haití adelante".

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