“¿Sabe usted lo que sucede cuando se produce un terremoto?”, pregunta Menard Meneles, una profesora de inglés que vive bajo una carpa improvisada a orillas de la iglesia de Santa Caterina, en uno de los asentamientos de desplazados de Gressier. “Seguro que no”, añade. “Siéntese aquí que yo se lo voy a explicar”. Menard es quizá la única persona en este campo que aparenta menos edad de la que tiene. Aún así, se disculpa por el “aspecto horrible” que dice tener. No es cierto.
“Un terremoto es como una serpiente gigante que repta por el subsuelo levantado la tierra, derrumbando edificios y haciendo saltar los vehículos. Cuando esa serpiente llega donde tu estás, todo tiembla, todo vibra, todo se cae y se rompe. Tus piernas flaquean, tus rodillas se doblan y caes al suelo incapaz de mantenerte en pie. Te mueres del miedo”, asegura con una pátina de amargura en su expresión.
Menard vive en el campo con su esposo y sus tres hijos. Su casa quedó hecha escombros y hierros doblados, con el aspecto de los pecios que descansan bajo el mar Caribe, frente al cual estaba ubicada. Pero las ojeras de Menard se deben en realidad a otro tipo de pérdidas. “Ese día salí antes de la academia. Debía solucionar unos trámites administrativos. El terremoto me cogió ya en casa; pude salir, no sin hacerme varias heridas, pero pude salir sana y salva. Sin embargo, mi promoción… todos mis alumnos murieron en la escuela. Se les vino el techo abajo y murieron allá. Allá, donde yo debía estar dando clases”, dice.
Ella y su familia pudieron rescatar algo de arroz, un poco de maíz, otro poco de aquello, de esto y con todo se fueron al asentamiento. “Pero todo ha subido de precio, como mínimo al doble de lo que costaba antes. Por eso a veces, cuando me despierto, veo que me falta una bolsa de arroz, una cajita de jabón... Cualquier cosa. Pero qué se le va hacer, usted ya ha visto como estamos. La gente está desesperada por que llegue la ayuda…”, señala amable Menard.
Unos metros más allá, descansa bajo el toldillo de su tienda Jeannette Jean Pierre. Jeannette de 70 años está sola. Si no hubiera sido por la ayuda de un vecino nunca hubiera podido salir de su casa. No tiene familia salvo un hijo en Estados Unidos. “Estoy preocupada porque no puedo contactar con él, no tengo manera de hacerlo. Él no sabe nada de mi todavía”. Asegura que no han recibido nada de nadie, que no tiene nada, ni comida ni agua ni medicamentos; que nadie les ha llevado ningún tipo de ayuda. Sin embargo siempre puede contar con un plato de comida. “Quien más quien menos consigue unas pocas legumbres un día, algo de arroz al otro y entre todos cocinan y procuramos que todos podamos comer algo compartiendo lo poquito que tenemos”, dice.
El de Jeannette es sólo uno de las decenas de miles de casos de solidaridad que se dan en Haití cada día, uno por cada desplazado, si me apuran. “Mi casa también se ha derrumbado”, cuenta el director de Intermón Oxfam en el país, Vincent Maurepas. “Ahora vivo con otros familiares, cerquita de la casa de mi madre. En ese barrio vemos muestras de solidaridad cada día: familias que han podido salvar algo más que otras de sus casas y se encargan de cocinar para ellos y el resto de vecinos, gente que ha puesto su vehículo a disposición de la comunidad para los que necesitan ir al hospital, por ejemplo… La solidaridad se ha convertido en la terapia colectiva de los haitianos”, apunta.
Una pintura de Françoise Dominique Toussaint Loverture, el revolucionario haitiano que abolió la esclavitud en parte de la isla, preside el patio del Liceo Francés, en el centro de Puerto Príncipe. Aparece de perfil, con galas militares. “El Bolívar negro”, pienso. El edificio, fundado en la década de los años cuarenta, también se vino abajo con el terremoto sepultando a varios alumnos entre las piedras y las vigas. La pista de baloncesto y la cancha de fútbol son ahora el lugar donde viven alrededor de 500 personas. Otro asentamiento de desplazados. Olor a aceite recalentado de tostones de plátano y pollo frito, moscas, varios muchachos construyendo una tienda con tablones de madera desiguales, el calor pegajoso y húmedo de Haití y los molestos helicópteros del ejército estadounidense atronando en lo alto.
“Necesitamos agua. También comida, plásticos para cubrir nuestras tiendas y medicamentos; pero sobre todo agua”, me dice un joven corpulento, de mirada noble y maneras suaves mientras me acerca una toalla blanca para el sudor. Lleva un bidón de bebidas isotónicas para deportistas en la mano con la que sujeta la toalla y un libro, Vengar el vuelo 800 de Gerard de Villiers, en la otra. Se llama Steven Jeal y tiene un dejo venezolano en su español. “Viví allá, en Caracas, tres años con mi padre”, dice. Steven es uno de los integrantes del comité de organización de este asentamiento. La formación de estos grupos ha sido casi tan espontánea como la de los propios asentamientos. Las ganas de salir delante de los haitianos debe unirse a la solidaridad si hablamos de terapia para superar el azote que les ha supuesto el terremoto del pasado día 12.
Los comités, formados por cinco, seis o siete personas gestionan la ayuda humanitaria que llega a los asentamientos, coordinan la instalación de tanques y depósitos de agua y distribuyen la comida que las ONG dedicadas a ello llevan a estos lugares, entre otras tareas. “Están mucho mejor preparados de lo que esperábamos y dispuestos a lo que haga falta para sacar esto adelante”, me decía hace un par de días uno de los técnicos de Agua y Saneamiento de Intermón Oxfam en Gressier, donde llegamos con la intención de planificar la elaboración de un censo; y nos encontramos con que ellos ya lo habían hecho una semana atrás, poco después del seísmo.
Otro detalle significativo: las tiendas han permanecido cerradas prácticamente en su totalidad durante estos días. Pocos han sido los servicios accesibles en la ciudad. Sin embargo, todos los miembros de los comités portan siempre colgadas del cuello sus correspondientes tarjetas identificativas. Plastificadas, impolutas y con una fotografía a color incluida.
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