El nombre de Tapis Rouge, alfombra roja, resultaría irónico para este mísero campo de desplazados si no fuera porque realmente a eso se asemeja. El asentamiento se levanta a los dos lados de una larga y empinada calle de tierra rojiza y barro de la ladera de una de las colinas que rodean Puerto Príncipe. Desde el punto más alto desciende un mar de chabolas que parece perderse al fondo en las playas de la capital hatiana.
Pausados y laboriosos como hormigas ascienden por la cuesta diez habitantes de Tapis Rouge. Unos, barriendo mondas de naranjas, envoltorios, latas de refrescos, plásticos y otro tipo de inmundicias; otros, cargando carretillas donde depositan los primeros las basuras; el resto, portando rastrillos y palas con los que forman un surco en el centro de la vía por el que deben correr las aguas residuales que ahora fluyen sin control alguno por el lugar.
Todos ellos forman uno de los ocho equipos del programa Cash for work (Dinero en efectivo por trabajo) que Oxfam International ha formado en ocho asentamientos de Puerto Príncipe y alrededores. La iniciativa pretende ser una alternativa a la distribución de comida que se está llevado a cabo diariamente en 16 puntos de Puerto Príncipe. Pues comida hay –en los pequeños comercios, en los puestos callejeros, en los supermercados- lo que falta es el dinero para comprarla. Los integrantes del Cash for work reciben 275 gourdes diarias, unos seis dólares, por trabajar de siete a 11 de la mañana. Un montante por encima del salario mínimo haitiano. Con esas ganancias pueden comprar la comida que necesitan. A su vez, el dinero circula y la economía local y a pequeña escala se reactiva. “Hasta ahora había poca cosa que hacer aquí”, dice Mismose Destin, de 37 años, mientras se ajusta dos pedazos de cartón enrollados en sendas fosas nasales para evitar el polvo. “De este modo, puedo comprar algo de comida. Una parte revenderla y con el resto alimentar a mis tres hijos”, añade.
El proyecto de Oxfam Internacional pretende dar cobertura a 5.000 familias desplazadas en pocas semanas y siempre centrado en tareas que beneficien a la comunidad: recogida de basuras, limpieza de escombros o instalaciones de letrinas. También una manera para trabajar con y por la comunidad y establecer lazos entre los integrantes de los asentamientos. “A este lugar le hacía falta algo como esto. Mi chica también está en uno de los grupos de limpieza”, dice Mikelson Joilivier de 25 años. “Además, es lo único con lo que podemos contar para sacarnos unas gourdes diarias para cuidar de nuestros tres pequeños”.
El sistema de Cash for work implica que sus participantes vayan turnándose cada determinado tiempo con el fin de crear incentivos equitativamente, que la población amplíe sus expectativas laborales más allá de este proyecto y no provocar fricciones entre los beneficiarios.
Una mujer tocada con un sombrero tipo bombín de paja, falda estrecha negra y camisa de lino blanca y deshilachada se acerca a este cronista. Le demanda su número de celular y trabajo para sus cinco hijos. “Tenga, aquí me puede encontrar”, dice mientras entrega su teléfono. “Alguno de ellos podría trabajar en su organización”, añade. Se llama Delsi Luciene y tiene 53 años. Asegura que de este trabajo “sólo espera sobrevivir”. Eso y “comprar algo de ropa para mis nietas y utensilios de cocina para poder cocinarles”.
Un joven se abre paso en el corro de personas que se ha formado alrededor de Delsi y este “blanc”. Sostiene una pala de cavar en sus manos. Sin quitarse la mascarilla de papel que le cubre la nariz y la boca logra hacerse entender cuando exclama: “¡Aquí hay muy mal olor! Estas mascarillas son de mala calidad y no nos potregen de nada. Y tampoco tenemos guantes. Hay que recoger mucha porquería y no tenemos guates de goma.”
Quedan muchas cosas por hacer.
Pausados y laboriosos como hormigas ascienden por la cuesta diez habitantes de Tapis Rouge. Unos, barriendo mondas de naranjas, envoltorios, latas de refrescos, plásticos y otro tipo de inmundicias; otros, cargando carretillas donde depositan los primeros las basuras; el resto, portando rastrillos y palas con los que forman un surco en el centro de la vía por el que deben correr las aguas residuales que ahora fluyen sin control alguno por el lugar.
Todos ellos forman uno de los ocho equipos del programa Cash for work (Dinero en efectivo por trabajo) que Oxfam International ha formado en ocho asentamientos de Puerto Príncipe y alrededores. La iniciativa pretende ser una alternativa a la distribución de comida que se está llevado a cabo diariamente en 16 puntos de Puerto Príncipe. Pues comida hay –en los pequeños comercios, en los puestos callejeros, en los supermercados- lo que falta es el dinero para comprarla. Los integrantes del Cash for work reciben 275 gourdes diarias, unos seis dólares, por trabajar de siete a 11 de la mañana. Un montante por encima del salario mínimo haitiano. Con esas ganancias pueden comprar la comida que necesitan. A su vez, el dinero circula y la economía local y a pequeña escala se reactiva. “Hasta ahora había poca cosa que hacer aquí”, dice Mismose Destin, de 37 años, mientras se ajusta dos pedazos de cartón enrollados en sendas fosas nasales para evitar el polvo. “De este modo, puedo comprar algo de comida. Una parte revenderla y con el resto alimentar a mis tres hijos”, añade.
El proyecto de Oxfam Internacional pretende dar cobertura a 5.000 familias desplazadas en pocas semanas y siempre centrado en tareas que beneficien a la comunidad: recogida de basuras, limpieza de escombros o instalaciones de letrinas. También una manera para trabajar con y por la comunidad y establecer lazos entre los integrantes de los asentamientos. “A este lugar le hacía falta algo como esto. Mi chica también está en uno de los grupos de limpieza”, dice Mikelson Joilivier de 25 años. “Además, es lo único con lo que podemos contar para sacarnos unas gourdes diarias para cuidar de nuestros tres pequeños”.
El sistema de Cash for work implica que sus participantes vayan turnándose cada determinado tiempo con el fin de crear incentivos equitativamente, que la población amplíe sus expectativas laborales más allá de este proyecto y no provocar fricciones entre los beneficiarios.
Una mujer tocada con un sombrero tipo bombín de paja, falda estrecha negra y camisa de lino blanca y deshilachada se acerca a este cronista. Le demanda su número de celular y trabajo para sus cinco hijos. “Tenga, aquí me puede encontrar”, dice mientras entrega su teléfono. “Alguno de ellos podría trabajar en su organización”, añade. Se llama Delsi Luciene y tiene 53 años. Asegura que de este trabajo “sólo espera sobrevivir”. Eso y “comprar algo de ropa para mis nietas y utensilios de cocina para poder cocinarles”.
Un joven se abre paso en el corro de personas que se ha formado alrededor de Delsi y este “blanc”. Sostiene una pala de cavar en sus manos. Sin quitarse la mascarilla de papel que le cubre la nariz y la boca logra hacerse entender cuando exclama: “¡Aquí hay muy mal olor! Estas mascarillas son de mala calidad y no nos potregen de nada. Y tampoco tenemos guantes. Hay que recoger mucha porquería y no tenemos guates de goma.”
Quedan muchas cosas por hacer.
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