
Niños congoleños jugando en el campo de desplazados Mugunga I. Ivan M. García
Esperance tiene 25 años, lleva viviendo en Mugunga desde hace dos y su resumen de lo que supone el día a día de los desplazados no deja resquicios para la duda:. “la vida aquí es solamente sufrir”, sentencia. Aunque lo hace de manera tímida, con cierta desconfianza por tener a un muzungu sentado dentro de su tienda. Vive con su marido y los hijos de ambos. Un niño y una niña de cinco y dos años, respectivamente. “No hay comida, la recibimos una sola vez al mes. Ese es el problema, pues a veces no hay para todos los desplazados que estamos aquí”, añade.
No obstante, desde varias organizaciones humanitarias internacionales apuntan que el problema, en realidad, no es que escasee el sustento, sino que al reparto mensual de alimento acuden personas que están registradas en varios campos al mismo tiempo para conseguir más raciones de las que debieran. Muchas de ellas para revenderlas a cuenta propia.
No obstante, desde varias organizaciones humanitarias internacionales apuntan que el problema, en realidad, no es que escasee el sustento, sino que al reparto mensual de alimento acuden personas que están registradas en varios campos al mismo tiempo para conseguir más raciones de las que debieran. Muchas de ellas para revenderlas a cuenta propia.
“No nos dan mantas con las que cobijarnos, ni colchones. Mire (levanta la tela sobre la que estoy sentado). Piedras. Y es ahí donde tenemos que dormir. Imagine en qué condiciones deben hacerlo nuestros hijos”. Mira hacia arriba y toca con la yema de los dedos la lona del ACNUR. “Está llenas de agujeros. Nos dieron esta hace dos años y no han vuelto a repartir más. La estación de lluvias está al caer. ¿Se imagina lo que es pasar la noche aquí cuando llueve?”
Ante tal panorama a Esperance, como a muchos otros desplazados, no le queda otra que buscarse y rebuscarse la vida para sacar unos pocos francos mensuales con los que llevar algo a la boca de sus dos pequeños. Ella y su esposo venden musururu. Un mejunje a base de agua, maíz, sorgo y azúcar, aunque su sabor es extremadamente agrio. El de Esperance es además aguado y con grandes grumos de grano. “Vendiéndolo podemos sacar unos 800 francos al día”. Poco menos de un dólar.
Por ello, por el rebusque, no es extraño toparse en los campos con mostradores improvisados con maderas donde se exponen pequeñas bolsas de plástico transparentes con dosis diminutas (las únicas que pueden pagarse ahí dentro) de sal, harina, azúcar y hasta de detergente. Bolígrafos, polvos colorantes para que los niños endulcen el agua, pilas, tabaco, etcétera. Hay campos incluso con mercado central. Además, nunca faltan casetas de dos por dos metros, de madera y techo de lata que bien pueden ser restaurantes -Chez Doniz, se llamaba uno- como un peculiar salón de coiffeur -una peluquería- donde el corte siempre es el mismo: rapado al cero con una vieja máquina manual.
“Si tienes dinero, compras, por ejemplo, plátanos y puedes venderlos aquí dentro. Si no tienes dinero puedes recoger agua para la gente que vive aquí, ganarte unos francos con ello o conseguir comida a cambio del favor. También puedes lograr dinero vendiendo madera. Puedes salir del campo, ir al monte y cortar leña para venderla, la gente la necesita para cocinar. Pero eso es peligroso. Si eres mujer, en el bosque te pueden violar, y si eres hombres te pueden secuestrar los grupos armados, sobre todo el FDLR, para que les cargues los equipos. Si te niegas, te disparan”, explica Zawadi, de 29 años.
Más allá, me topo con una peculiar imagen. Una joven vestida de traje negro -chaqueta y falda- con listas verticales y de pelo alisado baña a su hija, un bebé de apenas un año, en media garrafa de agua abierta por uno de sus costados. Cerca de esta escena, unos críos juegan con una pelota hecha de tiras de plástico de bolsas ya inservibles, bajo la atenta mirada de una niña de ojos oscuros, con la cabellera rapada y dos enormes aros plateados luciendo en sus lóbulos. Lleva un vestido amarillo claro, de princesa. Un vestido hecho jirones, raído y polvoriento; pero que sigue siendo el vestido de una princesa
Por ello, por el rebusque, no es extraño toparse en los campos con mostradores improvisados con maderas donde se exponen pequeñas bolsas de plástico transparentes con dosis diminutas (las únicas que pueden pagarse ahí dentro) de sal, harina, azúcar y hasta de detergente. Bolígrafos, polvos colorantes para que los niños endulcen el agua, pilas, tabaco, etcétera. Hay campos incluso con mercado central. Además, nunca faltan casetas de dos por dos metros, de madera y techo de lata que bien pueden ser restaurantes -Chez Doniz, se llamaba uno- como un peculiar salón de coiffeur -una peluquería- donde el corte siempre es el mismo: rapado al cero con una vieja máquina manual.
“Si tienes dinero, compras, por ejemplo, plátanos y puedes venderlos aquí dentro. Si no tienes dinero puedes recoger agua para la gente que vive aquí, ganarte unos francos con ello o conseguir comida a cambio del favor. También puedes lograr dinero vendiendo madera. Puedes salir del campo, ir al monte y cortar leña para venderla, la gente la necesita para cocinar. Pero eso es peligroso. Si eres mujer, en el bosque te pueden violar, y si eres hombres te pueden secuestrar los grupos armados, sobre todo el FDLR, para que les cargues los equipos. Si te niegas, te disparan”, explica Zawadi, de 29 años.
Más allá, me topo con una peculiar imagen. Una joven vestida de traje negro -chaqueta y falda- con listas verticales y de pelo alisado baña a su hija, un bebé de apenas un año, en media garrafa de agua abierta por uno de sus costados. Cerca de esta escena, unos críos juegan con una pelota hecha de tiras de plástico de bolsas ya inservibles, bajo la atenta mirada de una niña de ojos oscuros, con la cabellera rapada y dos enormes aros plateados luciendo en sus lóbulos. Lleva un vestido amarillo claro, de princesa. Un vestido hecho jirones, raído y polvoriento; pero que sigue siendo el vestido de una princesa
5 comentarios:
Y es cuando veo los vestidos de princesas (rotos, sucios, remendados mil veces) que sonrío amargamente y pienso en el poco tiempo que pasará hasta que deje de creer en cuentos...
Ivan!
m'acabo d'enterar que ets el company d'aventures del Guillem al Congo! Sóc la Marta de l'adn. Què gran que ets! No saps l'enveja que em fas, t'ho dic des de la pulcritud d'una redacció amb aire condicionat, jejeje. Sort!
Ánimo Chicos!! Ya queda poco. Cuidaos mucho por allí! Iván, me gusta mucho cómo escribos y tu riqueza léxica ;) A la vuelta me encantará conocerte.
Por cierto soy la compañera de Guille, Maysun.
Besazos a los dos!
M.
Maysun, ya nos ocnocemos! Viniste a hacer una foto cuando entrevisté al autor (no recuerdo el nombre), de El traductor, sobre el conflicto de Darfur. Pero sí, ya nos tomaremos una cala en Barna.
Marta, tu tienes aire acondicionado y yo tengo malaria! O eso creo, dios, mi estómago! Un beso y espero que vaya todo mejor en la nueva redacción!
Y Cintucky, bombón, que pudiera escribir yo que tu no sepas ya1 Un beso grande y nos hablamso a la vuelta de mis rebeldes, si tu aún no te has ido con los tuyos- MUA!
Ivancho
El Congo nos deja sin habla!!!!
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